Stéphane Hessel
Resulta imposible
comprender las ideas de Hessel sin explicar quién es. Para los aspectos básicos
me remito a la página de Wikipedia,
poco sospechosa animadversión hacia un ex prisionero de Buchenwald. Hessel es
el vástago, padre judío y madre alemana, de una familia burguesa acomodada de
Berlín. Alumno de una escuela de élite elevado a los altares de la ONU gracias
a sus excelentes relaciones privadas con oligócratas (verbi gratia: la esposa de Roosevelt), Hessel “osténtase” ante los
jóvenes actuales como paradigma ético. No cabe duda de que el comportamiento de
Hessel durante la Segunda Guerra Mundial, abandonando un seguro exilio inglés
para infiltrarse clandestinamente en territorio controlado por los alemanes,
constituye un acto de heroísmo que sería mezquino negar. Tampoco puede obviarse
la inteligencia y alto nivel cultural de Hessel, que explican en parte, pero
sólo en parte, su vertiginosa carrera hacia las cumbres de la diplomacia
occidental. Las luces de Hessel resultan de sobra conocidas, ¿hará falta
subrayarlas? Mas junto a las luces existen también las sombras en su vida. Unas
sombras que no pueden ser calificadas sólo de anecdóticas, por aquello de que
nadie sería perfecto. Nuestra tarea consiste aquí en criticar las ideas de Hessel, pero a tenor de que él
mismo se ha erigido como “modelo”, es decir, como encarnación de aquello que
dice defender, no podremos eludir el trabajo de una cierta desmitificación
personal.
De la
lectura de su autobiografía se desprende, por de pronto, la decisiva
influencia de unos progenitores que encarnan todos los tópicos de
los ambientes vanguardistas. Por ejemplo, el adulterio de la madre
tolerado por el padre marca tempranamente su impronta en la
personalidad del muchacho. Éste desarrolla un sentido de la
moralidad harto relativista, compatible, por un lado, con la
picaresca, el robo y la mentira, y, por otro, con una vaga noción
estética de “progresismo” muy propia de los “antifascistas”
de procedencia burguesa. Para que nos hagamos una idea de la
frivolidad intelectual de Hessel, obsérvese cómo valora las
aficiones quirománticas de una compañera lesbiana de la madre y la
idea de “racionalidad” que desprende:
Justamente
porque trató la interpretación de las líneas de la mano como una
ciencia, para mí encarna el triunfo seguro de la razón.[1]
Será
la “razón” de la masonería, pero no aquello que un filósofo
serio pueda admitir como tal. De la parte materna le benefician, por
otro lado, nada desdeñables relaciones familiares con el mundo de la
banca, en las cuales no profundizan las memorias, pero sabemos que
cuando su padre Franz tiene que huir de los nazis, nada menos que los
Rothschild de París son quienes le reclaman.[2]
Hessel –cuyo talento y valentía, insisto en ello, no negamos-
nunca ha dejado de moverse con listeza
entre las altas esferas del poder, incluidas las del bando
estalinista.
Ahora bien,
después de décadas de impunidad del sionismo, que alguien con
semejante pedigrí (se declara “amigo de Israel”), funcionario de
las Naciones Unidas y diplomático francés a las órdenes del
derechista Giscard d’Estaing, pueda gozar de credibilidad como
crítico del “sistema”, sólo confirma el grado de lavado de
cerebro al que han estado sometidos los ciudadanos de Occidente
durante décadas. La inversión en propaganda ha sido muy útil para
el dispositivo oligárquico, porque incluso cuando los maltratados
por ese mismo aparato de explotación y coacción toman la palabra,
aquello que habla en ellos y a través de ellos sigue siendo, en la
mayor parte de los casos, la propia oligarquía. Parece evidente que
el dispendio publicitario a lo largo de medio siglo resulta, más que
rentable, imprescindible para los poderosos. Debemos entender así
por qué gobiernos y grandes empresas gastan cantidades astronómicas
de dinero en la partida de manipulación psíquica de la
población.
Mayo del 68: el fraude de la modernidad transgresiva,
cuyos frutos conocemos bien. Daniel Cohn-Bendit
burlándose del "policía" en cuanto "encarnación de la ley".
Hessel no debería, en
efecto, merecer nuestra confianza ética. Preguntémonos cómo escapó
Hessel a la muerte en Buchenwald. Pues bien, fue gracias a la
intervención de Eugen Kogon, miembro del comité de políticos que
dirigía el campo a cuenta de los alemanes. Kogon era “amigo” del
médico de las SS que le salvó la vida. Todo esto nárralo el propio
Kogon en su libro Der SS-Staat.
Das
System der deutschen Konzentrationslager,
traducido al francés bajo el título L’enfer
organisé
(1947). Testigo del juicio
de Nüremberg contra los nazis, Kogon devino una eminencia reconocida
entre los escritores de la literatura sobre “el Holocausto” y se
cuenta entre los “padres fundadores” de la República Federal
Alemana. Pero resulta que, según Kogon, los nazis sólo le exigían
al comité del campo, so pena de substituirlo por otro, que
mantuviera el orden entre los presos. A cambio de esta colaboración,
los energúmenos del comité, casi todos ellos de filiación
estalinista, recibían porciones de comida suplementarias y se
apropiaban, a costa de la mayoría, de las magras raciones de los
presos comunes o políticos no comunistas, provocando con ello
hambrunas, enfermedades y altos índices de mortandad. La supuesta
ética de muchos de los supervivientes se basaba así en la
corrupción, en la delación y en la bestialidad de los castigos que
la mafia comunista de Buchenwald infligía al resto de los internos
con la colaboración, por activa o por pasiva, de la dirección SS
del campo. Kogon nos cuenta que el comité comunista de Buchenwald,
compinchado con la SS, ocultaba a las inspecciones de Berlín y a los
visitantes (cadetes de la policía, juventudes hitlerianas,
diplomáticos o prominentes de potencias fascistas) las evidencias de
que se practicaba la tortura (Kogon, p. 256):
Frecuentemente,
tenían lugar en los campos las visitas de la SS. Con este motivo, la
jefatura de la SS aplicaba un extraño método: por una parte
disimulaba todos los detalles accesorios; por otra organizaba
verdaderas exhibiciones. Todos los dispositivos que podían hacer
adivinar que se torturaba a los presos eran pasados en silencio por
los guías y se les ocultaba. De este modo el famoso potro que se
encontraba en la plaza era disimulado en un barracón habitable hasta
que partían los visitantes. (…) Igualmente eran apartadas las
horcas y las estacas en las cuales se colgaba a los presos. Los
visitantes eran conducidos a través de unas ‘instalaciones
modelo’: enfermería, cine, cocina, biblioteca, almacenes, servicio
de limpieza de ropa y sección de agricultura.[3]
El infierno estaba
organizado, así reza el título galo de la obra, pero parece que los
comunistas eran expertos en sacar partido de una situación política
privilegiada empeorando la del resto de internos. Kogon
afirma que “tenía en mis
manos al doctor Ding-Schuller” (Kogon, p. 218) y algo más
sorprendente todavía (Kogon, p. 275):
Las
direcciones de los campos no eran capaces de ejercer un control sobre
decenas de millares de presos de otra manera que no fuese la exterior
y esporádica. Ella ignoraba lo que realmente sucedía tras las
alambradas.[4]
Las conclusiones de
Kogon resultan estupefacientes para los espectadores de Hollywood,
porque al parecer haber sido preso de Buchenwald no constituye
ninguna garantía de moralidad (Kogon, pp. 16-17):
(…)
era un mundo en sí, un estado en sí, un orden sin derecho en el
cual se arrojaba a un ser humano, que a partir de ese momento sacando
partido de sus virtudes y de sus vicios –más vicios que virtudes-
sólo combatía para salvar su miserable existencia. ¿Luchaba sólo
contra la SS? ¡Por supuesto que no! Le era preciso luchar otro
tanto, si no más, contra sus compañeros de cautiverio (…).
Decenas de millares de supervivientes a los que el régimen de terror
ejercido por arrogantes compañeros ha hecho sufrir aún más quizá
que las infamias de las SS, me agradecerán por haber señalado
igualmente este otro aspecto de los campos, por no haber tenido miedo
de descubrir el papel representado en diversos campos por ciertos
tipos políticos que hoy pregonan a voces su antifascismo
intransigente. Yo sé que algunos camaradas míos se han desesperado
viendo cómo la injusticia y la brutalidad fueron adornadas después
con la aureola del heroísmo por personas honradas que no sospechaban
nada. Esos explotadores de los campos no serán ensalzados en mi
estudio porque éste ofrece los medios para hacer palidecer esas
glorias usurpadas.
Sin embargo, pese a
estas afirmaciones, el propio Kogon reconoce de qué manera ha
evitado, en su libro, inculpar a los presos políticos responsables
de los mencionados abusos criminales (Kogon, pp. 20-21):
(…)
para disipar ciertos temores y demostrar que este relato no corría
peligro de transformarse en acta de acusación contra ciertos presos
que habían ocupado una posición dominante en el campo, lo leí, a
comienzos del mes de mayo de 1945, cuando ya estaba casi terminado y
sólo faltaban los dos últimos capítulos de un total de doce, ante
un grupo de quince personas que habían pertenecido a la dirección
clandestina del campo o que representaban a determinadas agrupaciones
políticas de detenidos.
En suma, Kogon admite en
la introducción a su libro, ya de por sí bastante revelador, que
encubrió a los responsables de los crímenes; no en vano el propio
Kogon formaba parte de esa élite de presos privilegiados. Él mismo
tenía mucho que callar. Ahora bien, si Hessel pudo falsificar sus
papeles y salvar así su vida gracias a la amistad de Kogon con el
médico-jefe de las SS, doctor Ding-Schuler, según cuenta la
Wikipedia, parece evidente que Hessel pertenecía también de
alguna manera, como poco en calidad de “protegido de lujo”, a la
cúpula del comité:
At
Buchenwald, Kogon spent part of his time working as a clerk for camp
doctor Erwin
Ding-Schuler, who headed up the typhus experimentation ward
there. According to Kogon's own statements, he was able to develop a
relationship bordering on trust with Ding-Schuler, after becoming his
clerk in 1943. In time, they had conversations about family concerns,
the political situation and events at the front. According to Kogon,
through his influence on Ding-Schuler, he was able to save the lives
of many prisoners, including Stéphane
Hessel,
by exchanging their identities with those of prisoners who had died
of typhus. In early April 1945, Kogon and the head prisoner nurse in
the typhus experimentation ward, Arthur
Dietsch found out from Ding-Schuler that their names were on a
list of 46 prisoners who the SS wanted to execute shortly before the
expected liberation of the camp. Ding-Schuler saved Kogon's life at
the end of the war by hiding him in a crate and smuggling him out of
Buchenwald.[5]
En definitiva, Hessel
pudo sobrevivir gracias a la brutal mafia de presos políticos que,
en beneficio propio, gestionaba el campo a cuenta de las SS. Kogon y
Hessel fueron ambos beneficiarios de esa mafia. ¿Cómo alcanzó
Hessel tales posiciones de privilegio? El propio Hessel, quien
reconoce en su autobiografía que ha sido un mentiroso empedernido
hasta los 70 años, atribúyelo a la “amistad”:
A
finales de septiembre, la conjura estaba madura. Yeo-Thomas debía
elegir a los beneficiarios. ¿Uno? ¿Dos? Tres como máximo. Eligió
a un inglés, Harry Peulevé, y a un francés, yo. ¿Por qué a mí?
¿Para que hubiera un oficial francés? ¿Porque hablaba alemán?
Quién sabe. Tal vez por amistad.[6]
En la obra de Kogon, los
hechos que afectan a Stéphane Hessel son relatados en las páginas
226-232 de la versión alemana y 217-225 de la francesa. Aunque el
fondo del relato es el mismo, se trata de textos muy distintos. En la
versión alemana, la original, ya se anuncia que Hessel se ha
convertido en un funcionario de las Naciones Unidas:
Die
Rettung gelang. Yeo-Thomas und Pauleve sind heute in
London. Stéphane Hessel in New York bei der UN.
Drogas, sexo, pederastia, violencia, negación de todas
las normas: hoy son políticos corruptos.
¿Debería extrañarnos? Cohn-Bendit joven.
La versión francesa
amplía la importancia atribuida a la figura de Hessel reproduciendo
in extenso
algunas notas o cartas que éste hiciera circular y en virtud de las
cuales se le erige poco menos que en héroe cinematográfico. Desde
luego, que Hessel culminara su carrera en la ONU no puede ser ajeno
al hecho de que la cúpula comunista del campo decidiera
seleccionarlo. Cuando habla
de mera „amistad“, Hessel oculta los verdaderos motivos. En
las dos versiones de la obra, Hessel es descrito por Kogon como
alguien que trabaja para el servicio secreto del general De Gaulle.
En consecuencia, la
displicente actitud de Hessel hacia el comunismo debe ser observada
con lupa, porque su salvación a manos de los comunistas de
Buchenwald fue un acto político. Comunistas eran quienes decidían
entre la vida y la muerte (Kogon, pp. 231-232):
Les
forces clandestines du camp ont sauvé des centaines de camarades de
toutes nations de ce block 61; dans cette affaire, c’étaient les
communistes qui avaient le plus de chance. (...)
Les détenus chargés du choix avaient toujours la possibilité de
procéder à des échanges de persones, et les victimes qu’ils
choisissaient n’étaient pas toujuours ceux qui étaient qualifiés
de „traîtres“ ou „d’espions de la SS“ par leurs
compatriotes. Dans toute una série de cas bien déterminés, on
livra ainsi à la mort des hommes dont le seul crime était d’être
en mauvais termes avec les communistes dirigeant leur groupe
national, ou d’avoir fait quelque déclaration politique contre le
parti communiste.
Pero es que, además,
los comunistas sólo podían ejercer su dominio a través de sus
contactos con los nazis. En el caso de Kogon, el Dr. Ding-Schuler, de
las SS, como ya hemos subrayado. Conviene no olvidar, en este
sentido, que en 1940, la vigencia del pacto germano-soviético,
firmado el 23 de agosto de 1939, había convertido a comunistas de
toda Europa en aliados del nacionalsocialismo. Para los antifascistas
españoles, dicha alianza debió de convertirse en una auténtica
revelación. Cuando los alemanes ocuparon París, el partido
comunista francés y Hitler formaban en el mismo bando. Según cuenta
Herbert Lottmann en La rive gauche, a los comunistas
(Lottmann, p. 202):
(…)
la línea oficial les hacía considerar la guerra francobritánica
con Alemania como imperialista; en lugar de combatir el fascismo, la
lealtad a la línea soviética les imponía sabotear a lo que ellos
llamaban ‘la pretendida guerra antifascista’ y considerar
agresores a los franceses y a los británicos. Después de la
ocupación de París por los alemanes, en junio de 1940, todavía
transcurrió un año hasta la invasión de la URSS por Hitler. El
órgano oficial comunista, L’Humanité, publicado
clandestinamente, trataba la guerra como un asunto de bandas rivales,
entre bandidos, y está probado que los comunistas solicitaron a las
fuerzas alemanas de ocupación el permiso para publicar un L’Humanité
hostil a la guerra. La idea gustó a los alemanes, pero el gobierno
de Pétain opuso su veto.
Hessel joven: "luché contra Hitler".
Es en esa misma época
que algunos comunistas presos en Alemania se convierten –por
razones obvias- en internos privilegiados que controlan al resto de
los reclusos. Esta relación de conveniencia entre
nacionalsocialistas y comunistas no sería rota por Moscú, sino por
los nazis, puesto que fue Hitler, ante un incrédulo Stalin, quien
decidió invadir la Unión Soviética en 1941. En el momento de
cruzar la frontera rusa, el holocausto todavía formaba parte del
futuro, pero el régimen bolchevique, desde la época de Lenin, ya
había exterminado a 13 millones de ciudadanos rusos. Este hecho no
impidió a Churchill y De Gaulle, para quien Hessel trabajaba en
calidad de espía, hacer causa común con los soviéticos, como si
luchar contra Berlín fuera más justificable que apoyar a otro
dictador; con la diferencia de que Stalin, en ese momento,
además de tirano era ya un probado genocida y asesino de masas.
Hitler, no. Atacada Rusia, el partido comunista se hizo
inmediatamente con el control de la Resistencia francesa contra los
alemanes, pero las características morales de esa Resistencia se
tienen que convalidar con la atroz idiosincrasia del régimen
estalinista para el que trabajaban, de forma consciente, la
mayor parte de los resistentes. De manera que, cuando Hessel
fue detenido e internado en Buchenwald, el apoyo que recibió por
parte de la cúpula comunista del campo puede calificarse, sí, de
“política”, pero en el peor sentido de la palabra. Hablar
de “indignación” y, al mismo tiempo, aceptar un vínculo con los
estalinistas, “compromiso” cuyas consecuencias Hessel no podía
ignorar, es lo más parecido a burlarse de la gente, eso que los
políticos profesionales acostumbran a hacer con los ciudadanos.
Puede pretenderse
honestamente que la alianza con Stalin tenía un sentido racional
para los nacionalismos francés y británico, cuya intención de
ganarle una guerra al nacionalismo alemán era en cuanto tal tan
válida como la contraria. Pero aquélla quiere envolverse con el
manto del heroísmo cuando no hay lugar para la palabra “ética”
en semejante contexto abominable. Utilizar la ética para tales fines
es indignante: si la Segunda Guerra Mundial fue desencadenada por la
invasión alemana de Polonia, pero siempre con ese sentido ético,
que Hessel esgrime, de amparar a un país agredido, ¿por qué
Francia e Inglaterra no declararon la guerra a la URSS en 1939? ¿No
cruzaron los soviéticos la frontera oriental y se apropiaron de la
mitad de la nación polaca en cumplimiento del pacto
Ribbentrop-Molotov? ¿No invadió Stalin a continuación los Países
Bálticos y luego Finlandia? ¿Dónde se escondía entonces la
supuesta ética de los gabinetes de Londres y París? Hessel afirma
que se alegró cuando el Ejército Rojo derrotó a los nazis, pero
esa victoria permitió, precisamente, que no sólo Polonia, sino toda
la Europa del Este cayera en manos de Stalin. Quizá los polacos,
víctimas de Katyn, no se alegraran tanto de los éxitos de Moscú.
Gracias a su alianza con Inglaterra, Francia y Estados Unidos, el
comunismo totalitario pudo extenderse a China y otros países; y
continuar impunemente con sus genocidios, crímenes de guerra y
crímenes contra la humanidad en todo el mundo, hasta alcanzar la
cifra de 100 millones de víctimas. ¿Es esta “ética de juventud”
la que pretende esgrimir Hessel contra los políticos corruptos de
nuestros días? ¿No fueron los acontecimientos a los que me estoy
refiriendo el origen histórico del fraude, es decir, de la falsa
democracia en el seno de un estamento político que ya ha mostrado
con creces a todos los ciudadanos cuál es su verdadero rostro? ¿No
será que él, Hessel, forma parte de la misma casta política que
pretende criticar? ¿No trabajaba para ella al publicar su libro,
como siempre hizo a lo largo de su dilatada carrera de trepador
institucional?
Para la España que se
ha convertido en epicentro del movimiento de los indignados, es muy
importante tener una idea clara de contra qué está luchándose. En
nuestros días, los historiadores, que, tras la caída del comunismo
totalitario, tienen acceso a los archivos de Moscú, han llegado a
conclusiones poco conocidas por la mayoría. Así, según Stephen
Koch, autor de El fin de la inocencia (Koch, p. 317):
(…)
durante los meses más cruciales, heroicos y sangrientos de la lucha
armada antifascista en Europa, mientras españoles y radicales de
todo el mundo se jugaban la vida por lo que creían que era una
batalla para detener la oleada fascista, el gobierno soviético, el
supuesto patrocinador de esa batalla y esa lucha, utilizaba el
sufrimiento español en negociaciones cuyo objetivo era una alianza
con Hitler.
La finalidad de Stalin
al pactar con Hitler no era, empero, ni mucho menos, evitar la
guerra, sino conseguir que el Tercer Reich y las potencias
occidentales se desgastaran en un conflicto previo para, a
continuación, poder sacar provecho de la situación e invadir una
Alemania ya debilitada, expandiendo la sanguinaria dictadura
comunista por toda Europa. El “antifascismo” en el que militó
Hessel no representa más que una pieza muy pequeña en este puzzle
de política caracterizada por el cinismo, el crimen y el más
absoluto desprecio de todos los principios éticos (Koch, p. 157):
Stalin
propuso una política dual, en apariencia contradictoria, pero
coherente en la realidad. Una vez que Hitler estuvo en el poder, la
estrategia de Stalin fue estabilizar sus fronteras orientales
dirigiendo la agresión nazi contra las democracias occidentales. De
haber guerra, quería que fuese entre Alemania y Occidente, mientras
él quedaba al margen del conflicto tras la seguridad de una alianza
con Hitler. Parece haber asumido que Hitler sería tan cauto como él.
Estaba completamente convencido de que los alemanes jamás se
embarcarían en una guerra en dos frentes. Por supuesto que, pese a
su considerable admiración por el tirano de Berlín, Stalin no
quería que Hitler ganase. Su idea era destruir a Hitler y
a las democracias en una tercera guerra mundial que acabaría con la
intervención del Ejército Rojo en territorios ya preparados por los
servicios secretos y sólo cuando los combates de verdad hubieran
cesado. Entonces, él, gángster contra gángster, podría apuñalar
por la espalda a un rival ya maltrecho por los combates.
Hitler, perfectamente
consciente del doble juego de Stalin, decidió adelantarse y atacarle
por sorpresa en 1941, siendo así que el verdadero objetivo del
nazismo no eran las democracias occidentales (a las que ofreció la
paz en diversas ocasiones), sino la destrucción del comunismo y la
creación de un “imperio alemán” en el Este que esclavizaría a
los eslavos como “raza inferior”; colonialismo aplicado a
europeos que nos escandaliza, pero que Francia, EEUU e Inglaterra ya
habían puesto en práctica hasta la náusea con pueblos “de
color”.
Hessel en apoyo al partido de Cohn-Bendit.
Con todo lo que
actualmente sabemos, la Segunda Guerra Mundial no cabe concebirla
como una lucha entre la democracia y la tiranía, la ética y la
infamia, según pretendieron hacernos creer los vencedores: fue una
lucha entre distintos imperialismos, a cual más opresor e inmoral. Y
de esa lucha brotó vencedora la putrefacta clase política actual,
amparada en la hegemonía de los Estados Unidos e Israel, con las
consecuencias que, pasados sesenta años, los ciudadanos conocemos de
sobras (aunque las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, Dresde,
Palestina o el gulag, entre otras atrocidades, dejaran claro
desde el principio, para quien no quisiera taparse los ojos, lo que
podía esperarse de los “antifascistas”). Pero Hessel pretende
convencernos de que, pese a la corrupción, pese al crimen y el
genocidio que precedió, acompañó y siguió a la victoria de los
aliados, esa guerra fue una gesta épica; y que Hessel mismo debe
servirnos de paradigma o modelo cívico para enfrentarnos,
precisamente, a los herederos políticos de quienes ganaron.
Semejante pretensión no puede sostenerse ni un segundo ante una
conciencia crítica y bien informada sobre los hechos. Hessel miente.
¡No nos dejemos manipular!
Mimado por los
comunistas, Hessel vivió en Buchenwald todo lo bien que se podía
vivir en un campo de concentración de cualesquiera de los bandos en
conflicto. Cierto es que los miembros de la Resistencia iban siendo
liquidados a medida que avanzaba el curso de la guerra, pero lo que
oculta Hessel al lector es que la Convención de Ginebra no amparaba
a una guerrilla que, sin uniforme, lanzara alevosos ataques
sorpresa –o sea, por la espalda- contra tropas regulares. El
maquis, a la luz de la legislación militar internacional,
estaba compuesto por criminales que podían ser ejecutados
inmediatamente sobre el terreno de manera perfectamente legítima. Y
así actuaron los aliados con los paracaidistas alemanes apresados
que, con uniformes ingleses o americanos, habían precedido a la
contraofensiva de la Wehrmacht en las Ardenas destruyendo o
anulando postes de señalización y comunicaciones. No obstante,
Hessel, espía y así reo de muerte, desconoció el horror en
Buchenwald, ese celebérrimo horror del que, según Hessel, sólo
tuvo noticias… ¡cuando leyó el libro de Kogon!
El
8 de septiembre, dieciséis de nosotros fuimos llamados a la torre.
Balachowski nos confirmó, tres días después, que habían sido
ejecutados. Nos ocultó los aspectos atroces del ahorcamiento que
había averiguado. Estos horrores, como tantos otros, yo los
descubriría tres años más tarde en El
estado de las SS
de Eugen Kogon, nuestro segundo salvador. Kogon trabajaba también en
el barracón 50 con Ding-Schukler (sic), cuya confianza se había
ganado. Estaba al corriente de los experimentos in
vivo
que Ding llevaba a cabo con “criminales”.[7]
La descripción que hace
Hessel de su estancia en Buchenwald incluye pasajes como los
siguientes:
Escuchaba
las noticias de la radio alemana a través de un altavoz. La víspera
del bombardeo de Gustloff, París había sido liberado por los
Aliados. Una gran emoción. Alfred Balachowski vino a vernos y nos
trajo conejo. Estaba rico.
Ignoramos
hasta qué punto había que disfrutar de privilegios para comer
conejo en Buchenwald, pero, desde luego, no es ésta la imagen que se
nos ofrece habitualmente de un campo de concentración nazi. Por lo
demás, el propio Hessel compara su destino con el de los denominados
Muselmänner, quienes trabajaban hasta la extenuación y cuyo
aspecto físico era lo más parecido al de un faquir. Convine no
olvidar que en aquellos momentos, centenares de miles de
mujeres y niños alemanes eran quemados vivos por los bombardeos
incendiarios aliados y, en consecuencia, los nazis no se
andaban con chiquitas a la hora de tratar a los prisioneros
enemigos. En cualquier caso, quizá por ser privilegiados de los
campos, entre los que al parecer se contaba Hessel, podían también
organizarse en Buchenwald espectáculos artísticos:
También
estaba Hewitt, a quien los SS habían autorizado a montar un cuarteto
de cuerda que tocaba Mozart, por la noche, en uno de los barracones.
Extraño campo, donde se podía tocar música y escribir tragedias.
Conejo,
teatro… Curiosas formas del “horror”. ¡El propio Hessel tiene
que reconocerlo, pues la norma canónica de aquello que debe ser, a
los ojos del mundo, un Konzentrationslager alemán, no
procede de su propia experiencia, sino del libro de Kogon,
como él mismo ha admitido! Pero la metodología con que Kogon
escribió su obra tiene un carácter tan nauseabundamente político
como los criterios que permitieron seleccionar a Hessel para ser
salvado del fusilamiento (Kogon, p. 15):
J’espère
être parvenu, même sur les points les plus délicats, à dire la
vérité toujours de telle sorte qu’elle serve au bien et non au
mal.
Que
sirva al “bien” significa aquí: a la causa aliada de Stalin y
Roosevelt.
El promotor de la "transgresión" Cohn-Bendit.
Toda una vida como político profesional.
Hessel
funcionario de la ONU, diplomático, político
La
carrera de Hessel empezó después de la Segunda Guerra Mundial. Una
recomendación de la esposa de Roosevelt le permitió formar parte
del grupo de redactores de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (1948). Sobre Roosevelt ya se conocen algunas exquisiteces
morales, como, por ejemplo, durante la conferencia de Teherán
(1943), su aprobación a las propuestas de Stalin de asesinar a
50.000 oficiales alemanes prisioneros. Cuando Churchill manifestó su
repugnancia ante semejante sugerencia, Roosevelt respondió:
Como
siempre, parece que me toca hacer de mediador en la contienda. ¿Por
qué no lo dejamos en 49.500?
Y
el hijo de Roosevelt, Elliot, se sumó al coro del crimen de guerra
planificado con la siguiente afirmación:
Espero
que se ocupen de esos cincuenta mil criminales de guerra, pero ¡que
no se olviden de otros varios centenares de miles de nazis!
Roosevelt
fue favorable a la aplicación del plan Kaufman/Morgenthau, del que
ya hablaremos más abajo, cuya finalidad era el exterminio
del pueblo alemán. En una conversación con el ministro del
Interior de EEUU a propósito de dicho plan genocida, castraciones y
esterilizaciones incluidas, Roosevelt afirmó:
Tenemos
que ser duros con los alemanes, y me refiero al pueblo alemán, no
sólo a los nazis. También tenemos que castrar a los alemanes de a
pie, o cuando menos habrá que tratarles de tal forma que no puedan
seguir alumbrando sin más a individuos que deseen
continuar por el mismo camino que antes.[8]
Como
es sabido, la bomba atómica norteamericana fue construida bajo el
mandato de Roosevelt y lanzada sobre el Japón por orden del
presidente Truman. Pues bien, Truman heredó un memorándum secreto
redactado por Roosevelt y Churchill donde se establecía que “una
vez construida la bomba, se podría, después de maduras
consideraciones, utilizar contra los japoneses, a los que se
advertiría que se repetiría esta acción hasta que se rindieran.”
No creemos que se pueda gozar de la amistad de la esposa de Roosevelt
inocentemente. Mientras ella promovía la futura Declaración
Universal de los Derechos Humanos, su marido, en la habitación
contigua, diseñaba políticamente el arma absoluta y redactaba el
documento que iba a permitir utilizarla contra decenas de miles de
civiles inocentes. La ética no tolera estas ambigüedades.
¿Qué dijo la señora Roosevelt cuando Truman arrojó finalmente el
“horror” –este sí, de verdad- sobre las cabezas de las mujeres
y los niños japoneses? Agárrense, indignados: “Truman tomó la
única decisión que podía”, pues el uso de la bomba era necesario
“para evitar el tremendo sacrificio de vidas estadounidenses”.
Pero esta afirmación es éticamente insostenible, además de una
mentira de hecho: los norteamericanos estaban ya perfectamente
informados de que la intención del Japón era rendirse de manera
inmediata. El problema consistía precisamente en eso, porque
EEUU buscaba poder lanzar la bomba para conocer sus efectos reales e
intimidar, de paso, a la Unión Soviética. Por si fuera poco, una
vez lanzada la de Hiroshima, y todo ello con el supuesto fin de
salvar más vidas americanas, los héroes de la libertad glorificados
por Hollywood lanzaron un segundo artilugio mortífero sobre
Nagasaki. Eleanor, la amiga de Hessel, legitimó estas
atrocidades. A tenor del favor que gozaba de la primera dama, no
creemos que Hessel se lo reprochara como merecía... Una vez más,
los amigos de Hessel le delatan. Toda su influencia personal procede
de dudosos contactos con el estamento político oligárquico, y ello
hasta niveles verdaderamente asombrosos. Ora son los criminales
comunistas, ora los criminales capitalistas, pero Hessel no deja
nunca de beneficiarse de singulares referentes humanos de la
“barbarie” del siglo XX. Todo ello, empero, en nombre de unos
“ideales maravillosos”, cuya encarnación humana él, como judío
de Buchenwald, representaría paradigmáticamente.
Es
cierto que Hessel cuenta también con el apoyo de Daniel Cohn-Bendit,
el mítico dirigente “rebelde” de mayo del 68 convertido de por
vida en funcionario de las instituciones europeas. Pero Cohn-Bendit
no es precisamente un dechado de ética, siendo así que en su
heroica juventud se dedicó a promover argumentaciones
político-filosóficas a favor de las relaciones sexuales entre
adultos y niños. Se le considera un legitimador ideológico de la
pederastia y ha tenido que pedir perdón por ello (“La Vanguardia”,
22-2-2001):
Veintiséis
años más tarde, la hija de Ulrike Meinhof desentierra varias
entrevistas y un viejo libro Le
grand bazar,
publicado en 1975, sin que entonces llamase la atención, haciendo
afirmaciones de este tipo: ‘Ocurrió que algunos niños me abrían
la bragueta y me hacían cosquillas. Yo reaccionaba de manera
diferente según las circunstancias. A veces, les decía a los niños:
¿Por qué no jugáis entre
vosotros...? Pero ellos seguían y yo terminaba por acariciarlos’.
Cohn-Bendit agrega: ‘Mi ligue con los chavales tomaba, rápido,
formas eróticas...’ Estas afirmaciones y comentarios formaban
parte de su libro, en el que su autor evoca su aventura personal en
los medios ‘contra-culturales’ franceses y alemanes de los años
sesenta y setenta, contando, con mucho detalle, sus grandes
experiencias y grandes debates en materia de educación y sexualidad,
y abogando, con distinto énfasis, en muy distintas ‘liberaciones’.
Veinticinco años más tarde, Cohn-Bendit descubre horrorizado,
afirma, el ‘alcance’ de sus declaraciones, realizadas, según él,
‘para escandalizar a los burgueses’. Cohn-Bendit sale al paso de
cualquier sospecha de pederastia, declarando: ‘Nunca tuve
relaciones sexuales con ningún niño. Por otra parte, los padres y
los niños de la guardería donde yo trabajaba publicaron una carta
abierta en la prensa alemana, insistiendo que jamás hubo la menor
sospecha de pederastia. No hay ninguna duda’. El semanario
L’Express
desentierra hoy esta historia, y pone en boca de Cohn-Bendit esta
frase: ‘Sabiendo lo que hoy sé sobre abusos sexuales, siento un
remordimiento profundo por haber llegado a escribir y declarar estas
cosas...’. Cohn-Bendit intenta explicarse afirmando que, en verdad,
muchas de las afirmaciones de su libro Le
grand bazar
son sencillamente falsas, poniendo como propias ‘reflexiones sobre
la sexualidad infantil que corrían entre los grupos
contraculturales’. ‘Hoy -concluye Cohn-Bendit en L’Express-
todo esto parece horrible e incomprensible. Y quizá lo sea. Pero, en
mi libro, es un condensado de las discusiones que sosteníamos padres
y educadores en la guardería donde yo trabajaba’.
Hessel
y Cohn-Bendit son correligionarios del partido Europe Ecologie.
Pero un ciudadano indignado nunca aceptaría compartir escaño u
opción política con un personaje capaz de semejantes afirmaciones,
sobre cuyas consecuencias no basta con disculparse. Quien en
edad adulta ha dicho: “podía sentir perfectamente cómo las niñas
de cinco años habían aprendido a excitarme” (1976), tiene que
dimitir de cualquier cargo público. Pero Cohn-Bendit, muy a la
española, no soltó jamás su poltrona y no parece que Hessel se lo
haya reprochado. Al contrario, le apoyó públicamente el 9 de
febrero de 2011 en la campaña electoral de Europe Écologie.
Una vez más, la política pasa por delante de la ética en Hessel.
¿Cuenta este personaje con autoridad moral alguna para tutelar
filosóficamente la rebelión de los indignados? Que el lector juzgue
por sí mismo.
[1]
Hessel,
S., Mi
baile con el siglo,
Barcelona, Destino, 2011, p. 40.
[3]
Traducimos
directamente de la versión francesa, pero, para mayor seguridad,
hemos confrontado el texto con la versión original (p. 260) y
constatado que la francesa es más extensa e incluye detalles que no
se encuentran en la edición alemana, pese a lo cual el sentido es
básicamente el mismo: “SS Besuche fanden
in den Lagern haufig statt. Die
Lagerführung entwickelte dabei eine merkwürdige Praxis: einerseits
verschleierte sie die
Zusammenhänge, anderseitszeigte sie besondere Schaustücke.
Einrichtungen, die auf Marterungen der Häftlinge hinweisen konnten,
wurden bei den Führungen übergangen, derartige Gegenstände
versteck. So kam zum Beispiel der berüchtige „Bock“, wenn
er auf dem Appellplatz stand, so lange in eine Wohnbaracke, bis die
Besucher wieder gegangen waren.
En
la versión francesa se encuentra la siguiente precisión, ausente
en la alemana: Une
fois, semble-t-il, on oublia de prendre ces mesures de prudence : un
visitant ayant demandé quel était cet instrument, l’un des chefs
de camp répondit que c’était un modèle de menuiserie servant à
fabriquer des formes spéciales.
Les
potences et les pieux auxquels on pendait les détenus étaient
également rangés chaque fois.
[4]
Versión
francesa: Les
directions des camps n’étaient pas capables d’exercer sur des
dizaines de milliers de serfs un contrôle autre que purement
extérieur et sporadique.
Elles
ignoraient ce qui se passait réellement derrière les barbelés.
Versión
alemana (p. 280) : Die
Lagerführungen waren nicht imstande, Zehntausende von Unterjochten
anders als rein äuBerlich und durch plötzliche Eingriffe zu
kontrolieren. Was hinter dem Stacheldraht wirklich vorging, blieb
ihnen verborgen.
[5]
Traducimos
al castellano:
“(…)
en Buchenwald, Kogon pasó parte de su tiempo trabajando como
oficinista para el doctor Erwin Ding-Shuler, quien lideraba la sala
de experimentación del tifus del campo. Según
las propias declaraciones de Kogon, fue capaz de desarrollar una
relación que bordeaba la confianza con Ding–Schuler después de
convertirse en su oficinista en 1943. A partir de entonces, tenía
con él conversaciones sobre asuntos familiares, la situación
política y el frente. De acuerdo con Kogon, gracias a su influencia
con Ding–Schuler, fue capaz de salvar la vida de muchos
prisioneros, incluido Stéphane
Hessel,
cambiando sus identidades con aquellos que habían muerto de tifus.
A principios de abril de 1945, Kogon y el jefe de enfermeros
prisioneros de la sala de experimentación con tifus, Arthur
Dietsch (sic)
supieron por el propio Ding-Schuler que sus nombres estaban en la
lista de 46 prisioneros que los SS querían ejecutar inmediatamente
antes de la esperada liberación del campo. Ding-Schuler salvo la
vida de Kogon al final de la guerra escondiéndolo en un cajón de
embalaje y sacándolo ilegalmente de Buchenwald.
[6]
Hessel,
S., Mi
baile con el siglo. Memorias,
Barcelona, Destino, 2011, p. 100.
[7]
Hessel, S.,
Bailando con el siglo,
op. cit., p. 99.
[8]
Reagan,
Geoffrey: Guerras,
políticos y mentiras. Cómo nos engañan manipulando el pasado y el
presente,
Barcelona, Crítica, 2006, p. 45.