Dos ejemplos: en la primera pareja de fotos se selecciona la información de tal manera que, omitiendo un dato, queda alterado el entero significado del "hecho"; en la segunda, estamos ante un caso de manipulación, consistente en añadir penachos de humo a las chimeneas de los presuntos crematorios de gaseados. La historia oficial, por lo general, se construye sobre el modelo ejemplificado por la fotografía que encabeza esta entrada. Pero también, en temas cruciales, se ha recurrido al modelo de la segunda fotografía, es decir, a la falsificación pura y simple.
El acontecimiento espiritual más importante del siglo XX fue la comprensión de la historicidad y la reducción de las ciencias, incluidas las físicas y matemáticas, a historia. Aunque el liberalismo imperante se ha apresurado a interpretar semejante estado de conciencia cultural en términos relativistas, y a convertir así la subjetualidad constituyente de la verdad científica en sometimiento de la ciencia a los imperativos hedonistas de la sociedad de consumo, la clave filosófica de ese mismo siglo, que ya terminó pero que proyecta su tenebrosa sombra sobre el nuestro, es precisamente la conclusión contraria, a saber, que la reducción histórica de la verdad científica no entraña un relativismo, sino un criterio alternativo de validez de lo verdadero que ya no puede fundamentarse en el hecho, tal como pretendían los positivistas, sino en el concepto mismo de historicidad.
Idéntica confusión es la que lleva a leer las críticas de Nietzsche al concepto metafísico de verdad (adaequatio intellectus ad rem) como un ataque a la verdad misma en cuanto tal. Pero incluso una lectura superficial de Nietzsche ya detecta que esta posición no puede explicar las afirmaciones categóricas del filósofo alemán en relación con la Voluntad de Poder (Wille zur Macht) y el Eterno Retorno (ewige Widerkehr). Tales filosofemas implican una pretensión de veracidad que, si bien no es deudora de la ciencia positiva, Heidegger podrá fundamentar unas décadas más tarde con los instrumentos metodológicos (la fenomenología hermenéutica) que a Nietzsche le faltaron en el siglo XIX.
A efectos de iluminar las importantes consecuencias de este planteamiento hay que captar, en primer lugar, qué significa el concepto de "construcción del hecho histórico". De la evidencia de que el hecho histórico es construido, léase: que es producto y no productor, consecuencia y no causa, se deprende que el discurso historiográfico no se fundamenta, ni puede fundamentarse, en los "hechos", sino que los hechos mismos son sólo un resultado de la mediación exegética. El discurso historiográfico depende, en una palabra, de la densa historicidad del historiador. La clave de bóveda del discurso historiográfico remite a las decisiones que el sujeto historiador, como sujeto de la historicidad originaria previa a toda "ciencia histórica", adopta en relación con la historicidad misma.
Y si esta comprensión no desemboca en el relativismo es porque, después de Heidegger, disponemos de un criterio de validez no objetualista (en el sentido ontológico), pero sí objetivo (en el sentido ético), a la hora de determinar qué sea la historicidad y, por tanto, disponemos de la posibilidad teórica de una auto-aprehensión auténtica del agente historiador. Aquélla acredita una legítima construcción del hecho histórico y, por tanto, la fundamentación de la ciencia historiográfica, que debe preceder a la fundamentación de toda otra ciencia si es que el modelo constructivista del hecho ha de hacerse extensivo al resto de las disciplinas científicas sin mengua de su seriedad.
Construir el hecho no significa, por tanto, arbitrariedad, sino selección de los datos en función de su importancia. El fraude comenzaría cuando pasamos de la selección del dato a su invención, pero excepto en el tema del holocausto, la mayoría de los historiadores no han cruzado esa línea. La importancia del dato depende, empero, de una opción de valores. Y aquí el mecanismo de producción es muy similar al que funciona en el periodismo cuando el consejo de redacción decide cuándo un dato es, o no, "noticia" y pasa a existir en la pantalla de percepción social, de la que la "cultura" y la ciencia histórica son sólo una casilla muy pequeña. Si la opción de valores del historiador, en cuanto agente institucional de una sociedad que se interpreta a sí misma a través de él, no es la verdad (y verdad, insistamos en ello, no puede aquí consistir en una "adecuación a los hechos"), sino, por ejemplo, la felicidad del mayor número, el placer, el bienestar o, como acostumbra suceder, cosas semejantes, entonces la construcción del hecho histórico deviene ilegítima y en lugar de una narración válida lo que tenemos es ideología en el sentido marxista de la palabra.
Las consecuencias de lo dicho para el relato oficial de los recientes hechos históricos de Europa son apabullantes, ocioso es decirlo. En la construcción del hecho histórico que caracteriza la actual sociedad de consumo liberal, el criterio de selección de los datos relevantes hace posibles auténticas manipulaciones propagandísticas, como que los 100 millones de víctimas del comunismo no sean importantes, pero sí lo sea la dictadura del general Videla. Sobre esta base se construye luego el derecho y, finalmente, el discurso político. Éstos dependen de un "relato" que es, en realidad, el subproducto de la mera opción de valores que se encuentra soterrada y hasta invisible en la mayoría de los discursos, actividades y posicionamientos públicos institucionales -pero también "privados"- de las personas y los grupos.
Como ya hemos dicho en otros lugares, especialmente en nuestro ensayo "¿Qué significa ser de izquierdas? (II)", la existencia de múltiples escuelas y corrientes filosóficas en occidente no oculta que todas ellas, excepto Heidegger, guardan en materia de valores un consenso liberal (léase: eudemo-hedonista) que permite reconciliar a unas y otras como meras expresiones de un sustrato axiológico común, ejemplificado en el acuerdo "humano" (el "amor") que la izquierda y la derecha mantienen en determinados temas fundamentales. Este pacto moral alcanza a las organizaciones presuntamente antisistema e incluso a cosas como la "izquierda nacional" de Laureano Luna.
Los llamados intelectuales son así meros legitimadores académicos de unas decisiones que se toman en otros ámbitos de la sociedad. Ser "intelectual", en occidente, significa poder ostentar un estatus académico determinado. Ahora bien, es la política la que decide quién alcanzará dicho estatus en función de la ideología. Pese a ello, se suele acreditar la validez de dicha ideología por el "hecho" de que "los intelectuales", es decir, la inteligencia social, la sustenta de manera generalizada, cuando habría que decir que dichos intelectuales han llegado a serlo sólo porque sustentan tal ideología.
Un ejemplo apabullante de aquéllo que significa la intelectualidad occidental es la Escuela de Frankfurt, pero como ya nos hemos referido a ella en anteriores trabajos, vamos a ocuparnos aquí de otra corriente de pensamiento. Bien entendido que tenemos bastante donde elegir. Así, además de los frankfurtianos, están los filósofos anglosajones del lenguaje ordinario, los existencialistas (Sartre), los marxistas (ortodoxos y críticos, tanto da), los neoescolásticos o neotomistas... Para todos ellos la felicidad ha sido erigida en valor supremo y ahí derecha e izquierda coinciden como terminales de la herencia axiológica judeocristiana, ya sea en su versión teológica o religiosa (derecha liberal, derecha conservadora y extrema derecha), ya en su versión política secularizada (socialdemocracia, anarquismo y comunismo).
Tan representativa como la Escuela de Frankfurt por lo que respecta a la situación de los intelectuales de “la larga posguerra” en su problemática relación con “la verdad” una vez que la crítica ha devenido imposible y hasta peligrosa, es la escuela estructuralista francesa y su curioso destino, que culmina en la obra de escritores como Jean Baudrillard. No es que consideremos aquí, ni remotamente, el discurso de este autor en términos de validez, pero sí como paradigmático de un lingüisticismo privado de todo referente que consuma tanto el giro lingüístico de los intelectuales como la lógica social solipsista-colectiva de la axiología liberal.
Ya hicimos alusión en otros lugares a lo que sucedía cuando la insistencia de la virtualidad del mundo construido planteaba el problema de la “realidad” de Auschwitz. Si el holocausto es verdad, entonces “hay una verdad” sobre cuyas condiciones trascendentales podemos preguntarnos. Este filosofema cabe hacerlo extensivo a cualquier otra cuestión, incluida la naturaleza misma de la fundamentación atribuible a la retórica “democrática” (liberal). Varias estrategias trabajan en diferentes direcciones a los efectos de parchear las aporías de un mundo sin verdad que, sin embargo, necesita valideces virtuales para legitimar el poder; de una sociedad cuyos intelectuales están de vuelta del "realismo ingenuo" de los "hechos" pero lo último que querrían es espantar las creencias realistas del sentido común que sustentan las rutinas del ciudadano medio en el seno de la sociedad matrix. Precisamente porque los intelectuales no pueden pronunciarse sobre lo que deberían pronunciarse en tanto que críticos, es decir, sobre los “genocidios olvidados”, emerge la Gerede, la charla antifascista. Ésta, con su impostura, corroe todos los ámbitos del pensamiento, singularmente de las ciencias humanas y sociales, a pesar de lo cual en filósofos como Sartre (“élections pièges à cons”) todavía se detectan, a la altura del año 1960, temáticas que traducen a un lenguaje veteroprogresista la genuina cuestión del “fascismo”, un hecho que un filósofo tan poco sospechoso como B.-H. Lévy ha reconocido, aunque eludiendo, por supuesto, las fulminantes consecuencias de la constatación:
“Aron –que, dicho sea de paso, es uno de los pocos comentaristas que ha visto esta diferencia entre los dos Sartre, entre el ‘hombre solo’ enfrentado a la ‘ausencia de Dios’ por un lado y el ‘nosotros’ recuperado de la Crítica de la razón dialéctica por otro- dice que el segundo Sartre era ‘el primer filósofo de Occidente que admiró sin reservas la masa revolucionaria, la cabeza del alcaide de una cárcel en la punta de una pica’. Es el primero, insiste, que osó ‘ver en el grupo en fusión el acceso del individuo a la auténtica humanidad’, sin darse cuenta de que un filósofo fascista suscribiría este elogio de la brutalidad, esta idea de la fraternidad-terror.” [1]
Lévy simplifica mucho las cosas cuando reduce la cuestión a un simple elogio de la brutalidad, pues ésta no necesita para nada el “grupo en fusión” (como muy bien sabe el piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, tan querido por este ‘faisán dorado’ de la gauche divine), pero no cabe ninguna duda de que entre la descripción heideggeriana (“fascista”) de la silenciosa emergencia de la comunidad entre un grupo de soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y el “grupo en fusión” sartriano de la Revolución o de la Comuna de París, se tienden de forma automática miríadas de misteriosas correspondencias semánticas. Será frente a tan aterradoras evidencias (que no se limitan a la cuestión del “grupo en fusión”), las cuales se remontan a las famosas lecturas hegelianas de A. Kojève, y frente a la recodificación existencial-estalinista de la problemática “fascista”, que reaccionará el estructuralismo francés de finales de los años 50 y principios de los 60. Nos hemos topado aquí con una negativa categórica a pensar el “fascismo” más allá del tópico impuesto por la propaganda oficial. Es la claudicación ante el derecho (y el deber) del intelectual, convertido en burócrata de la administración neocapitalista, de ejercer la crítica ilustrada del poder político. El famoso “corte epistemológico” representa la expresión abstracta, y además el eufemismo y la coartada, de una decisión óntica “existencial” que transforma la necesidad en virtud y la cobardía ante la historia en exigencia científica de rigor matemático. Se rompe con el “sujeto”, pero no para retroceder a la existencia, en el sentido heideggeriano, sino, antes bien, para mejor privar al Dasein de todo contenido histórico-temporario y convertirlo en “la raspa de pescado” de una estructura lingüística gramatical sin pasado ni futuro. Del “grupo en fusión” al grupo matemático de Bourbaki. Se apela a Heidegger, mas únicamente con el fin de oponer el “segundo” Heidegger al “primero”. Así en el Foucault de Las palabras y las cosas (1966) con su reivindicación de la episteme (evento del Ser) frente a una “analítica de la finitud” (Dasein) que se identifica, contra el espíritu y la letra de la ontología fundamental, con el “hombre” como transitorio invento moderno. Se podrá apelar a la historia, pero sólo para desmontarla a pedazos y rechazarla como unidad de un proceso de constitución del sentido:
“A diferencia de Nietzsche, referencia constante, Heidegger influye de manera implícita sobre las orientaciones de Foucault. Muy pronto la obra del filósofo alemán fue muy familiar para él. Su amigo Maurice Pinguet cuenta su primer encuentro en Ulm con el joven Michel Foucault, oyéndolo hablar apasionadamente y con conocimiento de causa, con su voz metálica, con unos compañeros sobre las nociones de Dasein, de ser-para-la-muerte. Nada más banal para un joven normalista de 1950, momento en que el heideggerismo representaba la koiné de todo filósofo. Pero se ve la huella de Heidegger en la propia obra de Michel Foucault.”[2]
El sentido ácrata de la obra de Foucault es, sin embargo, totalmente opuesto al “crático” sentido político de Heidegger: “hay pocas relaciones, en el terreno de la praxis, entre el compromiso en el sentido de resistencia a los poderes de Foucault y el ‘compromiso’ de Heidegger”. Ahora bien, ¿cuál es el ‘compromiso’ de Foucault y cuál realmente el de Heidegger? François Dosse se queda siempre en la superficie, como cuando afirma, transido de una frivolidad que estremece, lo siguiente:
“Desde El ser y el tiempo (1927) Heidegger sitúa la temporalidad del Ser como la de un declive progresivo que lleva al apocalipsis, del que por otra parte se sabe que participó.”[3]
Si hemos de aceptar semejante “interpretación”, el eclipse del ser coincidiría con el holocausto (nada que decir, por parte de Dosse, del resto de los “eclipses”), ocurrencia antifascista típica que puede atribuirse a una opinión de Dosse, pero no de Heidegger. Sobre el “compromiso” de Foucault, basten las siguientes palabras, que “honran” el sentido de “apocalipsis” imputado por Dosse a Heidegger:
“El proletariado no libra guerras contra la clase dirigente porque considere que una guerra pueda ser justa. El proletariado hace la guerra a la clase dirigente porque, por primera vez en la historia, quiere tomar el poder. Cuando lo haga, es muy posible que ejerza una violenta, dictatorial y hasta sangrienta forma de poder contra las clases sobre las que ha triunfado. No veo qué objeción se puede hacer a eso”.[4]
El apocalipsis no es ya Auschwitz, sino el hecho que un filósofo con plaza en el Collège de France pueda hacer esta afirmación impunemente después Kolymá y que un comentarista hable de “compromiso” a propósito de tales delirios criminales.
De sobra conocida es, por otra parte, la influencia de Heidegger en Lacan e incluso la relación personal que los vincula:
“Lacan retoma el concepto de ek-sistencia, la idea de que el hombre está separado de toda forma de esencia. Se inspira en ese distanciamiento del Ser respecto del ser como fenómeno. Cada vez que cita a Heidegger, es para utilizar el concepto de ek-sistencia así como el ser-para-la-muerte. La idea lacaniana según la cual la vida real no es una vida real, sino simbólica ‘es una idea que en Heidegger está por todas partes. Es incluso lo esencial de su filosofía’ (Bertrand Ogilvie)”. [5]
Sin embargo, en Heidegger esta vida simbólica no nos aparta del sentido, sino que debe conducirnos a él. De ahí que “sentido del Ser” y “verdad del Ser” constituyan el norte permanente de la obra heideggeriana, mientras que la negación del sentido y, en general, de toda verdad, define la sustancia del estructuralismo a pesar de los matices con que se pueda caracterizar la aportación específica de Jacques Lacan. El “primer” Heidegger y el Heidegger nacional-revolucionario (1929-1945) están así mucho más cerca del “segundo” Sartre que de los estructuralistas. Pero, conviene subrayarlo, incluso el “segundo” Heidegger ha sido “utilizado” por personajes como Foucault o Lacan. El estructuralismo reproduce, a su modo, los motivos que justificaron la ruptura de Heidegger con Husserl. Allí donde la fenomenología de Husserl obviaba la existencia para trasladarse apresuradamente al chalet de descanso del “ego constituyente”, los estructuralistas “abstraen”, a partir del existir fáctico, y le arrancan al Dasein la “estructura lingüística”, hipostasiada ahora de tal manera que no deba en adelante responder a cuestiones políticas e históricas. Obsérvese que se trata de una maniobra que puede solaparse con la situación del “segundo” Heidegger, aunque los motivos de éste, a tenor de las amenazas que pesaban sobre su “libertad de expresión”, nos resulten en la actualidad mucho más comprensibles: las circunstancias obligan a omitir la política, de suerte que el lenguaje “en sí mismo” adquiere densidad hipostática. Nada pueden alegar, empero, en su descargo los estructuralistas: el sistema gramatical descarnado, el grupo matemático o la poética endogámica del poema ocupan como actividad neutra los menesteres de un “intelectual” que ya no se considera capaz de tomar posición sobre la sangrante evidencia de los “genocidios olvidados”. La “autocensura” antifascista se instala en las instituciones y el pensamiento crítico se convierte desde entonces en mera impostura.
El mensaje más importante del estructuralismo será que podemos olvidarnos de los fenómenos. Adiós al “principio de todos los principios” (Husserl, Heidegger), adiós al “heroísmo de la razón”: la estructura prescinde de referentes, significados y sentidos. En un nuevo episodio de la torsión antropológica de la verdad, de la “fuga” del Dasein ante la muerte, descrita por Heidegger en la ontología fundamental, el intelectual se convierte en técnico respetable, ya sea de la pragmática del lenguaje (dialógicos), del análisis del lenguaje ordinario (analíticos) o, en el caso de los estructuralistas, de la matemática de los sistemas lingüísticos y sociales. Y es también un nuevo episodio en la larga historia de Sócrates, la del intelectual que se compromete con metodologías logísticas sólo para mejor evitar hacer frente a lo se le muestra con horrorosa patencia y actuar en consecuencia. A tal efecto, se apelará a Saussure, aunque incluso entre la intencionalidad elusiva de los estructuralistas y la pretensión científica del lingüista de Ginebra medien largas distancias:
“La función referencial, también llamada denotación, es por lo tanto rechazada. Se sitúa a otro nivel, el de las relaciones entre el signo y el referente. Si bien Saussure no otorga ningún predominio al significante en relación con el significado, que son para él indisociables como dos caras de una hoja de papel, el significante se define por su presencia sensible, mientras que el significado se caracteriza por su ausencia: ‘el signo es a la vez marca y ausencia, doble en origen’ (O. Ducrot, T. Todorov, Dictionnaire encyclopédique du langage, Le Seuil, 1972, p. 133). Esta relación desigual, constitutiva de la significación, será retomada, especialmente por Jacques Lacan, para reducir el significado en beneficio del significante, en una torsión que acentúa todavía más el carácter inmanente del enfoque de la lengua.” [6]
Semejante orientación formalista permite a las ciencias humanas y sociales “escapar al reino del mundo, a la experiencia común”. Se busca conscientemente instaurar “la separación respecto de la colocación del sujeto humano, lo vivido, la experiencia”.[7] En Lévi-Strauss, fundador del estructuralismo, se detecta “una amargura ante la pesadilla en que se ha convertido la historia, una desilusión que busca evadirse del tiempo presente”.[8] Los estructuralistas se hacen etnólogos y emigran a los trópicos en busca del aire limpio que ya no creen poder respirar en la envenenada Europa (anti)fascista.
Otro tanto puede afirmarse, aunque, insistamos en ello, con matices importantes, en los que en este momento no puedo entrar, de Lacan. Éste parece haber realizado la nueva operación reductiva de la intelectualidad europea con especial conocimiento de causa y con una nostalgia por lo reprimido que en ocasiones le traiciona y asoma la cabeza en su discurso:
“La operación lacaniana debe ser doble, es decir, perfectamente contradictoria. Por una parte es necesario mantener la subjetividad, (…) por otra parte vaciar esta subjetividad de toda encarnación, humanización, afectividad, etc., para hacer de ella un objeto matemático.”[9]
Otros estructuralistas parecen actuar con idéntico dolo prevaricador. Son conocidas, en efecto, las críticas de Lévi-Strauss a Sartre y la polémica de El pensamiento salvaje (1962). Ahora bien, si admitimos la literalidad del texto de Lévi-Strauss, el significado del hecho histórico “Auschwitz” se desvanece. Una diferencia opondrá desde este momento el Holocausto a Kolymá, Hiroshima o Dresde: "Auschwitz" (y me refiero de aquí en adelante al fraudulento relato oficial) empezará precisamente a partir de esas fechas a adquirir presencia en los medios de comunicación, mientras que los “genocidios olvidados” ya no podrían ser reclamados, a su vez, como fenómeno relevante y equiparable a aquél. La construcción del “hecho histórico” del Holocausto responde punto por punto al análisis de Lévi-Strauss poco menos que en tiempo real. La masiva invasión de películas, libros, noticias, reportajes, monumentos, museos, testimonios y demás documentos sobre el genocidio hebreo convierte unos determinados datos históricos en conciencia permanente de la opinión pública occidental, mientras se silencia otros de igual o mayor relevancia y gravedad. El carácter construido del discurso histórico se ejemplifica, con la ambivalencia característica del lingüisticismo, en una “verdad” que ilustra la esencia del paradigma filosófico vigente como hegemonía del sujeto metafísico y de su correspondiente representación, de carácter simbólico y constituyente de mundo. Esa imagen, empero, no es “nada”, o no encierra otra cosa que el universo virtual de los media controlados por el poder (Baudrillard). Para el antropólogo judío la historia, el hecho histórico como tal, se ha simplemente volatilizado en el mito:
“el hecho histórico, es algo que ha pasado realmente; pero ¿dónde ha pasado algo? Cada episodio de una revolución o de una guerra se resuelve en una multitud de movimientos psíquicos e individuales; cada uno de estos movimientos traduce evoluciones inconscientes, y éstas se resuelven en fenómenos cerebrales, hormonales, nerviosos, cuyas referencias son de orden físico o químico… Por consiguiente, el hecho histórico no es más dado que los otros; es el historiador, o el agente del devenir histórico, el que lo construye por abstracción, y como si estuviese amenazado de una regresión al infinito.”[10]
Respecto a la selección del dato que habitualmente se oculta tras la construcción del hecho histórico, Lévi-Strauss no es menos categórico:
“Ahora bien, lo que es verdad de la constitución del hecho histórico, no lo es menos de su selección. Desde este punto de vista, también, el historiador y el agente histórico eligen, cortan y recortan, pues una historia verdaderamente total los confrontaría con el caos. Cada rincón del espacio oculta a una multitud de individuos, cada uno de los cuales totaliza el devenir histórico de una manera incomparable a los demás; para uno solo de estos individuos, cada momento del tiempo es inagotablemente rico en incidentes físicos y psíquicos, todos los cuales desempeñan un papel en su totalización. Aun una historia que pretende ser universal no es sino una yuxtaposición de algunas historias locales, en el seno de las cuales (y entre las cuales) los huecos son más numerosos que las partes llenas. Sería vano creer que multiplicando los colaboradores e intensificando las investigaciones, se obtendría un mejor resultado: por cuanto la historia aspira a la significación, se condena a elegir regiones, épocas, grupos de hombres e individuos en estos grupos, y a hacerlos resaltar, como figuras discontinuas, sobre un conjunto que apenas sirve para tela de fondo. Una historia verdaderamente total se neutralizaría a sí misma: su producto sería igual a cero.”[11]
Nace el Holocausto y no otra es su teoría historiográfica. O mejor dicho, el holocausto deviene “el Holocausto” (Finkelstein) tal como lo experimentamos en un mundo matrix a la sazón en gestación. Tendremos así, en la Revolución Francesa, una “historia-para” el jacobino y otra “historia-para” el aristócrata; “sus totalizaciones respectivas son igualmente verdaderas”.[12] ¿Una “historia-para” los alemanes que sufrían los bombardeos de exterminio británicos y otra “historia-para” los judíos de los Konzentrationsläger? ¿Y ambas igualmente válidas a priori? Ésta parece ser la conclusión, pero quien decide la “verdad” de facto es entonces la instancia propagandística, los media. En cualquier caso, cuando Baudrillard describa la sociedad occidental contemporánea como un aparato simbólico, es decir, ferozmente inducido a efectos de manipulación, no cabe duda de que, lejos de extremar hasta el ridículo las tesis de los estructuralistas “serios”, simplemente estará siendo consecuente con las tesis de Lévi-Strauss.
Nace el Holocausto y no otra es su teoría historiográfica. O mejor dicho, el holocausto deviene “el Holocausto” (Finkelstein) tal como lo experimentamos en un mundo matrix a la sazón en gestación. Tendremos así, en la Revolución Francesa, una “historia-para” el jacobino y otra “historia-para” el aristócrata; “sus totalizaciones respectivas son igualmente verdaderas”.[12] ¿Una “historia-para” los alemanes que sufrían los bombardeos de exterminio británicos y otra “historia-para” los judíos de los Konzentrationsläger? ¿Y ambas igualmente válidas a priori? Ésta parece ser la conclusión, pero quien decide la “verdad” de facto es entonces la instancia propagandística, los media. En cualquier caso, cuando Baudrillard describa la sociedad occidental contemporánea como un aparato simbólico, es decir, ferozmente inducido a efectos de manipulación, no cabe duda de que, lejos de extremar hasta el ridículo las tesis de los estructuralistas “serios”, simplemente estará siendo consecuente con las tesis de Lévi-Strauss.
De la historia crítica a la propaganda política
Los planteamientos estructuralistas, su liquidación del referente, del sujeto, de la historia, del sentido, etc., permiten concebir las imágenes que pueblan los medios de comunicación social y conforman la “visión del mundo” del “telespectador” como una narración, un cuento, un mito, una película o lo que se quiera, mas nunca como un discurso verdadero que se correspondería con una “realidad” o una “validez” en algún sentido usual (intentio recta) de la palabra. En dicha sociedad, ¿cuál sería el papel reservado a los intelectuales y qué relación guarda dicho rol con la naturaleza del paradigma lingüístico? El propio Baudrillard y otros estructuralistas representan un ejemplo de la caída en picado de la función crítica del intelectual expresada indiciariamente por el “sentido” de sus propias teorías del “sin sentido”. Podríamos creer que estamos ante una resistencia encriptada contra la estupidez del antifascismo oficial, una crítica oculta, esotérica, cifrada o iniciática por parte de Baudrillard (con lo que no pretendo decir que se identificara con el fascismo), pero el propio de Baudrillard ama su propia criatura. El estilo de Baudrillard no es, a tenor de los textos, una manera (los filósofos han tenido muchas a lo largo de la historia) de escapar a la inquisición política, en este caso la de la “larga posguerra”, llevando hasta el absurdo el control que el poder antifascista ejerce sobre la verdad. Tal estrategia quizá había de provocar deliberadamente la burla, ésa que inspiran las frases que Jean Bricmont y Alan Sokal inventariaran en sus Fashionable nonsense (1997):
“als treballs de Baudrillard hi trobem gran quantitat de termes científics utilitzats sense consideració pel que volen dir i col·locats en un context on és clar que no són pertinents. Tant si els prenem per metàfores com si no, és difícil veure quin paper tenen llevat del de donar una aparença de profunditat a unes observacions banals sobre la sociologia o la història. D’altra banda, la terminologia científica es barreja amb una terminologia no científica utilitzada amb la mateixa lleugeresa. Al final ens podem preguntar què quedaria del pensament de Baudrillard si en traguéssim tot el vernís verbal que el cobreix.”[13]
Ciertas frases de Baudrillard parecen carecer, en efecto, de sentido, pero la orientación general de su obra se me antoja harto clara: “Baudrillard es quizás quien ha ido más lejos en la articulación del concepto de postmodernidad”.[14] El absurdo forma parte del contenido de un mensaje que niega el sentido para no tener que experimentarlo. Su sentido es el sin-sentido. Baudrillard articula –consciente o inconscientemente, eso es algo que no podemos saber con certeza-, la Gerede, la charla, el hablilla en el sentido heideggeriano: es esta “situación del intelectual” cooptado por el poder y cuyas consecuencias han sido bebidas hasta las heces, hasta lo cómico incluso. En esta aporía expresamente cultivada consiste el significado de su denuncia. En efecto, la teoría de la sociedad virtual debería tener un referente, a saber, la propia sociedad virtual en tanto que “realidad” que fundamenta y da validez al discurso de Baudrillard. Mas ¿qué son las frases absurdas de Baudrillard sino hablilla? Hablilla deliberada, patencia de la charla del “se” en cuanto tal. En Baudrillard culmina la hipóstasis del lenguaje con la sociedad convertida en un sistema de signos flotante, sin amarre ontológico. De ahí el desprecio con que este escritor maneja los conceptos científicos de su anti-ontología u ontología heideggeriana invertida. El rigor científico sería incompatible con las afirmaciones que constituyen el único significado inteligible de su discurso. La absurdez de Baudrillard es el último rastro de una coherencia lógica con la propia teoría de la realidad virtual que propugna. Baudrillard debe resultar absurdo y afirmar literalmente la evaporación de la “validez” mientras sostiene, con pretensiones de validez, que el discurso se ha desprendido de la realidad y ésta ha pasado a convertirse en una fantasía más de la “pantalla total”. La sociedad ha sido engullida por el signo y éste, a su vez, por el lenguaje, pero por un lenguaje sistémico que en su momento ya se despidió del referente, de los fenómenos y, por lo tanto, del manifestarse del ente. Incluso el horror será mero espectáculo. La absorción sígnica es de tales características que deja totalmente libres a los poderes para hacer literalmente lo que quieran en una consumación del nihilismo que gira entorno a su propio universo social endosemiótico. El poder puede “crear” el mundo, aunque sea un decorado cinematográfico de cartón-piedra. La televisión, el cine, la cultura, etc., hace posible ese milagro en tanto que “realidad de tercer grado”, manufacturada, diseñada, planificada, plastificada, fabricada, producida como se produce cualquier otra mercancía. En este caso, empero, se trata de un muro simbólico que abstrae al existente de la experiencia de la muerte y debe garantizar la normalización del ciclo reproductivo de lo existente:
“La sociedad de consumo que teoriza Baudrillard se funda en un sistema de signos que no tiene valor racional, que no tiene realidad. El mundo del consumo es un mundo de creencia y esperanza sobre los productos, objetos, cuerpos y bienes. Es un pensamiento mágico en el sentido de que el mito triunfa sobre lo racional, la creencia sobre el hecho, la ilusión sobre la verdad. El fundamento de esta creencia es esa capacidad de ceder a los signos, que son todopoderosos y captan en beneficio propio las necesidades y deseos reales, que tan sólo raramente son planteados en términos de realidad o verdad. Cuando había tormenta, los primitivos creían en la cólera divina (proyectaban en un sistema de signos) para conjurar el miedo, porque no se explicaban racionalmente la tormenta mediante sus mecanismos naturales. La creencia, de los actuales consumidores, consiste igualmente en adherirse plenamente a los signos, cuyo significado subyacente es el remedio contra el miedo: el bienestar perpetuo y la felicidad por la profusión de bienes. Signos como ‘bienestar’, ‘confort’, ‘sexo’, ‘felicidad’ se manifiestan por todas partes puesto que rigen nuestro imaginario. Todos los fantasmas y todas las proyecciones, todos los deseos y todas las necesidades, todas las imágenes y todas las palabras aspiran a ser integradas en él y a perpetuar en el imaginario la consecución del goce anticipándose siempre a lo real. El sentido fundamental del consumo consiste en comprender que hay un auténtico terrorismo del signo que funciona de manera totalitaria.” [15]
En tales circunstancias, acusar a Heidegger de irracionalismo e hipóstasis lingüística, cuando Heidegger representa la denuncia radical de esta consumación nihilista de la metafísica en la burbuja virtual matrix de la subjetividad colectiva, constituye la impostura par excellence de los intelectuales, toda vez que tales intelectuales desempeñan la función de teóricos y técnicos del signo en el mundo ficcional que sus mentores y patronos políticos han construido y que ellos gestionan como profesionales de la cultura. Jean Baudrillard, por su parte, nos permitirá seguir el recorrido desde la inicial postura lingüisticista del estructuralismo a la evaporación de la realidad característica del presente modo de vida, donde “Auschwitz” se ha convertido en el único referente sustancial vinculante. "Auschwitz", es decir, el Holocausto con mayúsculas (Finkelstein), precisamemte algo que no existe. Una imagen (la de las montañas de cadáveres que los aliados encuentran al entrar en los campos) que, por ese mismo motivo, conviene controlar judicialmente como único “núcleo duro” y omnipresente (=ideología del sistema) en un mundo de fluidez y provisionalidad generalizadas.
La aplicación del método estructural, oriundo de la lingüística, a las estructuras elementales del parentesco y, en general, a diferentes parcelas sociales (por ejemplo, la moda en Roland Barthes) y humanas (psicología, historia), motivó a Baudrillard a dar el paso definitivo hacia una reducción sígnica de la sociedad en su conjunto. Los objetos son su valor de signo y aquello que carece de valor de signo simplemente no existe o vegeta como “trasto”, “deshecho” o “basura” (por ejemplo, la verdad, anegada por un mar de información gratuita cuya abundancia desvaloriza la validez sin tener que “reprimirla”):
“la visión estructuralista en sociología trascendía el campo restringido de los lenguajes hablados o escritos propiamente dichos –y de sus disciplinas anejas: la lingüística y la semiología- para entrar en el campo de las representaciones simbólicas como sistemas culturales concretos y completos capaces de articular o inducir no sólo respuestas psicológicas más o menos estables, sino, sobre todo, la reorganización constante, permanente e inestable de la consciencia colectiva como universo simbólico del grupo social de referencia.”[16]
El punto de partida en esta decodificación de “los nuevos ídolos de la tribu burguesa” (Barthes) será el análisis de la economía política, donde ya se reconoce que “la moneda es la primera mercancía que pasa al estatuto de signo y escapa al valor de uso.”[17] La distinción de valor de uso, valor de cambio y valor de signo señala las etapas de un proceso histórico en virtud del cual la economía política, basada inicialmente en la satisfacción de “necesidades naturales”, es absorbida en el capitalismo por la dinámica y leyes autónomas del valor de cambio, ya inequívocamente sígnicas. Guy Debord resume el proceso en los siguientes términos:
“La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social había implicado en la definición de toda realización humana una evidente degradación del ser al tener. La fase presente de la ocupación total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un deslizamiento generalizado del tener al parecer, donde todo “tener” efectivo debe extraer su prestigio inmediato y su función última. Al mismo tiempo toda realidad individual se ha transformado en social, dependiente directamente del poder social, conformada por él. Solo se permite aparecer a aquello que no existe.”[18]
En la sociedad de consumo, el valor de signo, que se corresponde con el nivel de estatus asociado a la adquisición y posesión de la mercancía, logra la hegemonía sobre el valor de cambio de la misma manera que éste había en su día integrado el valor de uso en un sistema puramente monetario. La economía política, en esta segunda fase o tercer nivel, ya no depende de ningún referente exterior. El valor de signo es el que fabrica las necesidades y su valor de cambio (precio) depende de la demanda. Aquél, desprendido desde hace décadas del patrón oro y luego del patrón dólar, deviene un mero código numérico que pasa de una cuenta corriente a otra, de una entidad bancaria a otra, sin que nada haya sucedido “en la realidad”. La llamada “burbuja financiera” es la situación que corresponde al valor de cambio (por ejemplo, en las bolsas internacionales) en un contexto social donde el valor de signo, ya puramente estructural (es decir, ligado a las relaciones entre los distintos elementos de la estructura y no de las relaciones entre dichos elementos y su función o vinculación con las cosas), ha tomado preponderancia e incorporado los otros dos a su propia dinámica. La estructura funciona sola y los consumidores (sujetos antaño portadores de sentido) devienen meras terminales pasivas de procesos totalmente ajenos a la conciencia y la decisión. Dichos procesos se hacen extensivos al mundo de la política, la cultura y el pensamiento, es decir, deben fraguar una figura específica del intelectual “crítico”:
“los objetos ya no tienen prioritariamente un valor de uso, sobredeterminado por el valor de cambio, es, al contrario, su valor de cambio social (su valor signo) el fundamental y el valor de uso, funcional, no es más que una coartada. Utilizando abundantes juegos de lenguaje, Baudrillard explica que los objetos se convierten en signos, son doblemente el fruto de una producción: 1/ son producidos, es decir, fabricados, 2/ son presentados (en el sentido de exhibidos), es decir, avanzados como prueba, lo que atestiguan es el lugar de su propietario en la jerarquía social. Es el valor signo el que permite más claramente comprender la estructura sistémica que tiene el consumo porque permite la integración dentro del ámbito de la cultura, permite tener presente un código de interacción y de jerarquización dentro de un sistema de comunicación. Código a partir del cual el valor signo pasa a obtener un lugar hegemónico sobre todas las significaciones sociales.” [19]
La axiología eudemo-hedonista liberal (Rorty) ha configurado la sociedad contemporánea hasta las últimas consecuencias de exclusión de la verdad en un mundo virtual íntegramente diseñado por unas estructuras cuyos hilos manejan las distintas oligarquías y élites del mundo occidental.
Por otro lado, la frankfurtiana comunidad ideal del diálogo en tanto que ideal resultaba “irrealizable” por principio: el conflicto es un constituyente fáctico, no ideal, pero si trascendental, de la intersubjetividad. Sin embargo, en el momento en que la “realidad” deja de ser una categoría determinante a la hora de fijar la validez del discurso, lo ideal de la comunidad del diálogo y lo virtual del mundo posmoderno se identifican en un plano donde todo puede llegar a aparecer, a mostrarse en el lugar adecuado aunque sólo sea en forma de un inmenso fraude, como “real-para”. La oposición idealidad/realidad es interna a esa “realidad ficticia de tercer grado” que se interpone entre el existente y los fenómenos. Ahora bien, una vez que se ha “realizado” la comunidad ideal del diálogo, el diálogo mismo ya no es necesario. El diálogo suponía un desacuerdo, un enfrentamiento, un desfase y un valor criterial de los principios contrafácticos, puramente formales que, no obstante, avanzaban hacia su “realización” (aunque ésta fuera en última instancia imposible) en tanto que principio regulativo, denunciando y suprimiendo las inagotables situaciones reales de asimetría social, con el holocausto como caso límite, mítico, absoluto (el infierno) de negación del ideal dialógico. Realizada virtualmente la comunidad del diálogo, sólo queda el disfrute (el paraíso) en tanto que consumación del ideal dialógico (que también lo suprime). Ya no hay nada de qué hablar en el sentido de un desempeño de la validez del enunciado. Quedan las exclamaciones –supuestamente de placer, puesto que debemos de ser muy “felices”...
De la comunidad ideal del diálogo hipostasiada en forma de democracia virtual resultará, en definitiva, la sociedad de consumo. Ésta presupone la eficacia del lingüisticismo endosemiótico, sin referente, que descubrieron los estructuralistas y cuyo análisis alcanza su cima en la obra de Baudrillard. Pero los intelectuales siguen existiendo en este mundo mudo de conceptos. Su discurso ha de ser forzosamente algo así como una broma, una farsa, una comedia. La obra de Bricmont y Sokal se queda empero en la superficie del problema, al igual que la de Dosse con respecto al estructuralismo. Como científicos, Bricmont y Sokal no parecen ser muy conscientes de las implicaciones sociales de los discursos que han puesto en ridículo desde la perspectiva de una ciencia rigurosa; como historiador, Dosse no ha asumido por su parte ni siquiera aquello que Lévi-Strauss dejara establecido sobre la imposibilidad de una historia positivista. Sokal ha “demostrado” la Gerede (charla) de los intelectuales, pero no se pregunta por su sentido, por su relación necesaria con el drama de los “genocidios olvidados”, de los crímenes de masas perpetrados en nombre de las “ideas modernas” que esos mismos intelectuales han legitimado, por acción u omisión, durante un siglo.
Ahora bien, ¿qué dice Baudrillard sobre el tema “Heidegger y el nazismo”? Veamos hasta qué punto Baudrillard admite la situación de los intelectuales o renuncia a su mundo matrix y se integra en la “seriedad” del dogma, una actitud que no casaría con todo lo que ha venido sosteniendo a lo largo de décadas sobre el “desamarre referencial” del plexo simbólico:
“Dado que la filosofía, hoy, ha desaparecido (es su problema: ¿cómo vivir en estado de desaparición?), debe demostrar que con Heidegger se vio definitivamente comprometida, o que se volvió afásica por Auschwitz. Todo ello es un recurso histórico desesperado a una verdad póstuma, y eso precisamente en un momento en que no hay verdad suficiente para llegar a algún tipo de verificación, en que no hay filosofía suficiente para establecer algún tipo de relación entre la teoría y la práctica, en que no hay historia suficiente para aportar prueba histórica de lo que ocurrió.” [20]
Tales afirmaciones, ¿comportan algún cuestionamiento del relato sobre Auschwitz construido en los años sesenta (Finkelstein)? Parece que sí:
“Olvidamos demasiado que toda nuestra realidad ha pasado por el hilo de los media, incluidos los sucesos trágicos del pasado. Eso significa que es demasiado tarde para verificarlos y comprenderlos históricamente, pues lo que caracteriza precisamente nuestra época, nuestro fin de siglo, es que los instrumentos de esa inteligibilidad han desaparecido. Había que comprender la historia mientras ésta existía. Había que denunciar (o defender) a Heidegger cuando aún estábamos a tiempo. Un proceso sólo puede ser incoado cuando hay un desarrollo consecutivo. Ahora es demasiado tarde, hemos pasado a otra cosa, como bien se ha visto con Holocausto en la televisión, e incluso con Shoah. No comprendimos esas cosas cuando aún teníamos los medios para hacerlo. En el futuro ya no las comprenderemos.” [21]
El mensaje parece claro: debemos renunciar a comprender, es ya demasiado tarde. Pero esta afirmación sólo puede ponerse sobre el tapete si es válida la contraria, si comprendemos que no comprendemos, entonces hemos comprendido, “sabemos” que la pantalla no es “total”, que se rompió el velo en algún punto y este hecho nos permite captar la pantalla como pantalla. En otros términos: de ser cierta la tesis de Baudrillard, creeríamos comprender, inmersos en el mundo matrix que Baudrillard denuncia pero que revela en tanto que tal deshaciendo el embrujo de la caverna platónica –tarea que, por otra parte, los filósofos se han atribuido a sí mismos a lo largo de los siglos. Pero la tesis de Baudrillard no es más que la reedición del mito platónico en una versión adecuada para la sociedad de la información. La ambigüedad de la postura de Baudrillard pone en evidencia las claves del lingüisticismo como refugio voluntario de los intelectuales de posguerra, forzados a callar y, al mismo tiempo, también forzados a ejercer la crítica que les corresponde como “profesionales de la ilustración”; compelidos a hablar (la “charla”) para no decir nada.
Estamos ante la versión liberal-occidental de la impostura sartriana filocomunista reflejada en la frase “en la URSS la libertad de crítica es total”: fingir (simulacro) que se ejerce la crítica, cuando lo que se está haciendo en realidad es practicar conscientemente la autocensura más cínica y vergonzante. El resultado de intentar conciliar ambos compromisos (con la supervivencia personal, profesional, y con la filosofía en tanto que crítica) imposibles de conciliar en una “sociedad civil” donde, a diferencia de la Rusia estalinista de Solzhenitsyn, no se tiene ya ánimos para el heroísmo del filósofo, es el discurso filosófico de Jean Baudrillard, y en la patencia de tales extremos estriba su mérito. Pese al riesgo de muerte o precisamente merced a ese riesgo, parece mucho más fácil desplegar heroísmo contra una dictadura policial que contra un sistema donde simplemente se deja al crítico sin trabajo, se le ignora y se inunda la “verdad” que pueda emitir bajo un alud de datos intrascendentes e incluso de supuestas transgresiones perfectamente diseñadas por el poder: no hay héroes posibles en semejante contexto social, sólo fracasados; ahora bien, el de “fracasado” es un rol que nadie quiere para sí porque carece de atractivo narcisista, aunque quizá ese papel sea hoy el único posible para la filosofía en las sociedades de consumo, es decir, aquéllas en las que la verdad, literalmente, no vale nada si algún poderoso no obtiene más poder con ocasión de su público reconocimiento:
“Nunca sabremos si el nazismo, los campos de exterminio o Hiroshima eran inteligibles o no, ya no estamos en el mismo universo mental. Reversibilidad de la víctima y del verdugo, difracción y disolución de la responsabilidad son las virtudes de nuestra maravillosa interfaz. Ya no tenemos la fuerza del olvido, nuestra amnesia es la de las imágenes. ¿Quién va a decretar la amnistía si todo el mundo es culpable? En cuanto a la autopsia, ya nadie cree en la veracidad anatómica de los hechos: trabajamos a partir de modelos. Y aunque los hechos emergieran ahí deslumbrantes, bajo nuestros ojos, no podrían aportar la prueba ni la convicción. Es así como a fuerza de escrutar el nazismo, las cámaras de gas, etc., para analizarlas, éstas se han vuelto cada vez menos inteligibles y hemos acabado por plantearnos, lógicamente, la siguiente pregunta inverosímil: ‘¿Pero, en el fondo, todo esto existió realmente?’. Quizá sea una pregunta estúpida, o insoportable desde una perspectiva moral, pero lo interesante es lo que la hace lógicamente posible.” [22]
Lo interesante es contemplar a Baudrillard ganarse el pan y, a tales efectos, hablar de moralidad, de realidad, de lógica, para eludir cobardemente las consecuencias de sus propios planteamientos. ¿En qué puede consistir la “moralidad” de la sociedad matrix? ¿Por qué habla de “exigencia lógica” y de “falta de inteligibilidad”, cuando el tema de su discurso ha consistido en sostener una inteligibilidad privada de referentes, de existencias reales avalando el funcionamiento autónomo, flotante e irresponsable de las estructuras. Aquí ya no se expresa el filósofo-payaso Baudrillard, sino el ciudadano Baudrillard atento a las consecuencias legales de sus palabras (que, en Francia, son extremadamente desagradables gracias a la ley Gassot, de 13 de julio de 1990, promovida por un ministro comunista, es decir, por un genocida). Y para que no queden dudas sobre la lacayuna observancia sistémica de su discurso presuntamente transgresivo sobre la volatilidad total de la pantalla mediática, añade Baudrillard:
“Un día nos preguntaremos si Heidegger existió alguna vez. La paradoja de Faurisson puede parecer odiosa (y lo es al pretender la inexistencia histórica de las cámaras de gas), pero por otro lado traduce exactamente el movimiento de toda una cultura, el callejón sin salida de un fin de siglo alucinado, fascinado por el horror de sus orígenes, para el que el olvido es imposible y cuya única salida es la denegación.” [23]
Tanta impostura no puede dejar de sorprender al lector atento, sobretodo si nos remontamos a todo aquéllo que occidente ha decidido olvidar sobre sus orígenes con el simple gesto estratégico, propio de un decente padre de familia, de atribuir el nazismo a un “retorno” inesperado de la “barbarie”, un lapsus que rompe el hilo continuo de un progresivo avance hacia el paraíso, mientras, al mismo tiempo, niega el gulag y juzga intrascendentes todos los crímenes de guerra, genocidios y crímenes contra la humanidad perpetrados en nombre de los mitos fundacionales de la modernidad: la felicidad del mayor número, el amor, la utopía, el placer, la alegría, etc., es decir, todo lo “humano” cuya salvación frente al mal “merecía” esos crímenes rápidamente archivados, ferozmente justificados por la bondad equivocada, pero bondad a fin de cuentas, de los fines esgrimidos por los perpetradores. Como si el orgasmo del violador humanizara la humillación de la víctima y la anorgasmia de aquél cargase, empero, por el contrario, con el peso y la exigencia de un extraño agravante (el de lo inhumano, de aquéllo que nosotros, los maravillosos “normales”, no somos), se ha resuelto el problema filosófico de los genocidios olvidados con una frivolidad que recuerda la arendtiana banalidad del mal y que, por ello mismo, prueba que los criminales (punidos) y los vencedores (impunes) son las mismas personas, los mismos valores, las mismas sociedades, en definitiva, la misma metafísica antropocéntrica que Heidegger condenó y rechazó hasta el hartazgo. Baudrillard retuerce con la mueca más horrible el sentido de lo dicho una página antes en su ensayo Pantalla total para rendirle el obligado tributo a la versión oficial de las únicas existencias históricas objetivas autorizadas por el amoroso poder cristianomorfo triunfante (no sea que, siguiendo el ejemplo de Garaudy, el autor se convierta en el Galileo de las ciencias humanas posmodernas, figura que, parece evidente, no está dispuesto a encarnar):
“Convención Internacional para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial. De acuerdo con jurisprudencia, constituyen crímenes de lesa humanidad los actos racistas, los actos inhumanos y las persecuciones que, en nombre de un Estado que practica una política de hegemonía ideológica, son cometidos sistemáticamente contra personas por pertenecer a una colectividad racial o religiosa, o contra los adversarios de la política de ese Estado. Sólo afecta a los crímenes reconocidos que perpetraron durante la segunda guerra mundial los criminales del Eje, esencialmente la Alemania nazi, así como toda persona que haya actuado por cuenta de esos Estados.” [24]
Que esta restricción (“todas las formas… sólo afecta”) atenta contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece la igualdad de los humanos y, por lo tanto, los derechos de las víctimas, sin excepción, y no sólo las del nazismo o el fascismo, parece evidente. Pero Baudrillard no va a decir nada sobre la lógica inmunda que preside este tipo de documentos. Baudrillard pretende que la verdad –excepto en el caso de las cámaras de gas- no existe: en realidad se limita a fijar de forma caricaturesca el estatuto profesional de una intelectualidad que ha renunciado a la verdad y que, con este tipo de discursos, construye la coartada en que amparar su dejación absoluta de las responsabilidades críticas inherentes a la filosofía y su sometimiento a la abyecta arrogancia del poder político. De la instancia que, a fin de cuentas, le paga la nómina al profesor.
No obstante, es el propio Baudrillard quien, habiendo llegado al extremo de la situación que identifica la Gerede (charla) de los intelectuales occidentales post 1945, ha detectado también en qué términos, aunque los exprese de manera estilísticamente críptica, puede la “pantalla total” ser cuestionada. Nunca de manera directa, con referencias expresas al fascismo, pero sí abundando en la problemática filosófica planteada por Heidegger por lo que respecta a la relación entre la verdad y la muerte:
“Porque la equivalencia general es la muerte. Es, a partir de ahí, la obsesión de la muerte y la voluntad de abolir la muerte mediante la acumulación, lo que se convierte en el motor fundamental de la racionalidad de la economía política. Acumulación del valor, y en particular del tiempo como valor, en el fantasma de una prórroga de la muerte al término de un infinito lineal del valor. (…) El infinito del capital pasa al infinito del tiempo (…) La acumulación del tiempo impone la idea de progreso, como la acumulación de la ciencia impone la idea de verdad: en uno y otro caso, lo que se acumula ya no se intercambia simbólicamente, y se convierte en una dimensión objetiva. En el límite, la objetividad total del tiempo, así como la total acumulación, equivalen a la imposibilidad total de intercambiar simbólicamente; a la muerte. De ahí el impasse absoluto de la economía política: quiere abolir la muerte mediante la acumulación, pero el propio tiempo de la acumulación es el de la muerte.” [25]
Hemos vuelto al “tiempo mesiánico” de Benjamin. Y a fin de que no queden dudas sobre el significado límite, objetivo, vinculado a la ciencia, que, para “nosotros” –en una ontología fundamental- ostenta la muerte, Baudrillard aclara que el comunismo no es menos deudor del “motor fundamental de la racionalidad” que el propio capitalismo:
“¿Contradicción del capitalismo? No, el comunismo es en esto solidario de la economía política, puesto que también aspira a la abolición de la muerte según el mismo fantasma de progreso y de liberación, según el mismo esquema fantástico de una eternidad de acumulación y de fuerzas productivas. Sólo su desconocimiento total de la muerte excepto como un horizonte hostil (que hay que vencer mediante la ciencia y la técnica) lo ha protegido hasta ahora de las peores contradicciones. Porque de nada sirve abolir la ley del valor si se quiere al mismo tiempo abolir la muerte, es decir, preservar la vida como valor absoluto. Es la vida misma la que debe abandonar la ley del valor y llegar a intercambiarse contra la muerte. De todo esto los materialistas no se preocupan en absoluto, en su idealismo de una vida expurgada de la muerte, de una vida al fin ‘liberada’ de toda ambivalencia.” [26]
Idealismo de la comunidad ideal del diálogo que tropieza con la problemática de la Escuela de Frankfurt. La modernidad puede realizarse históricamente –ya sea como religión, ya como ‘fe’ progresista, liberal o comunista- gracias a este punto ciego que le permite desconocerse a sí misma, rehuyendo objetivarse en el enunciado que la haría literalmente reventar porque señala su afuera, su límite: la muerte qua verdad de la verdad. Pero, al mismo tiempo, la modernidad produce a cada paso esa misma muerte que (se) niega, reconoce, a su pesar, de manera oficiosa y como de reojo ante la espantosa evidencia del horror, que la muerte forma parte de ella, que el mal absoluto late en el corazón de la propia utopía. El antifascismo es una estrategia destinada a mantener alejada a la muerte de su identidad moderna: se condena el genocidio, pero únicamente si no se ha cometido “en nombre de” los propios ideales modernos de progreso. El genocidio sólo es genocidio si expresa la verdad de la muerte y no la aspiración judeocristiana secularizada a la supresión de la muerte. Baudrillard formula aquí en un lenguaje más abstracto y oculto bajo la barroca estilística que le caracteriza lo que no ha dicho, ni puede decir, en textos que constituyen referencias expresas al fascismo y que, en tal contexto, podrían ser objeto de “persecución”, pero que, por lo demás, resultan bastante claros y “escandalosos” siempre que se extraigan las consecuencias e implicaciones oportunas. Ahora bien, en ocasiones eso ocurre incluso sin tener que “inferir” o “interpretar” nada, como cuando habla del “mismo sistema de exterminación”, que sólo puede considerarse “intercambiable” en términos de valor si se ha perpetrado en nombre de los valores humanistas y progresistas:
“Tiene su misma abstracción, que no es jamás lo propio de la venganza, o del asesinato, o del espectáculo sacrificial. Judicial, concentracional, etnocidial: tal es la muerte que hemos producido, la que nuestra cultura ha puesto en regla. Hoy todo ha cambiado y nada ha cambiado: bajo el signo de los valores de vida y tolerancia, el mismo sistema de exterminación, pero con tiento, rige la vida cotidiana –y éste no tiene siquiera necesidad de la muerte para realizar sus objetivos.” [27]
De ahí que, en relación a determinados genocidios (añadiríamos nosotros):
“El homicidio, la muerte, la infracción están en todas partes legalizados, si no son legales, con tal de que sean convertibles en valor, de acuerdo al mismo proceso que mediatiza el trabajo. Sólo ciertas muertes, ciertas prácticas escapan a la convertibilidad, sólo ellas son subversivas, y son a menudo del orden de las páginas de sucesos.” [28]
Pero, entonces, sólo Auschwitz sería "subversivo", aunque únicamente en el caso de haber "existido" y no haber sido rentabilizado por la "industria del holocausto" (Finkelstein). En efecto, aquello que convierte en condenables los genocidios perpetrados por el nazismo, y sólo dichos genocidios, es su carácter no convertible en valor, siendo así que se realizaron presuntamente en contra del progreso, en contra de la idea misma de progreso. Aquéllo que, por el contrario, legaliza los crímenes contra la humanidad cometidos por los regímenes comunistas o por las potencias liberales occidentales, es su contribución al progreso mismo, por ejemplo, el hecho de que la brutalidad de Stalin fuera decisiva en la derrota del nazismo. Tal inhumanidad queda entonces incorporada al ciclo acumulativo-mesiánico del capital utópico y deja de ser “inhumana” tanto a los ojos del consumidor como a los del torturador de la cheka. La filosofía de Baudrillard, en definitiva, muestra aquí un aspecto crítico que escapa al juicio despectivo y ridiculizador de Sokal, cumpliendo una función que difícilmente podría atribuirse a sí misma la ciencia positiva que el propio Sokal representa, esa ciencia dócil que fabricó la bomba de Hiroshima y que “se deja” financiar por los asesinos que nos gobiernan.
Obsérvese, en fin, que pensamiento de Baudrillard, al abordar la temática de la muerte, enlaza de forma expresa con la Escuela de Frankfurt. Ésta, la muerte, constituye la única contestación posible al sistema lingüisticista imperante, pero tiene que ser una “muerte” capaz de formular un desafío que no quepa reabsorber, una muerte que se conciba en términos de exterioridad absoluta respecto de la estructura flotante, donde debe operar como la aguja que pincha el globo de la virtualidad total. Ahora bien, ¿qué puede significar esa muerte, en la sociedad de consumo, sino la verdad de la muerte, la “realidad” del sufrimiento y su valor (“cognoscitivo”, “ético” y “político”) irreductible a toda utilidad, a toda aplicación “recuperable” en aras de la “felicidad del mayor número”? No otra es, sin embargo, su “función” en el seno de la ontología heideggeriana. La verdad de la muerte constituye el fundamento de la crítica y, por ende, de la revolución social, de la única “alternativa” al sistema demoliberal capitalista imperante, devenida así imposible excepto en la forma del “fascismo”. Baudrillard se ha detenido aquí porque semejante planteamiento conducía, en efecto, de forma ya incontrolable, a la problemática del “fascismo”, y no tanto del fascismo como hecho histórico, sino del “fascismo” en tanto que inversión simbólica de la estructura lingüisticista profético-utópica, que el propio sistema demoliberal capitalista ha instituido como prohibición. Es desde tal límite que se construye la interpretación histórica de Auschwitz, y no a la inversa. A mi entender, Baudrillard está desentendiéndose de este incómodo asunto, en los mismos términos que en el caso Heidegger, a fin de que el ciudadano Baudrillard no ocupe de repente el lugar del escritor de ficción Baudrillard. Pero sus referencias al fascismo son interesantes en la medida en que fija una correlación en sí misma incuestionable entre la pregunta por el “fascismo”, el poder y la muerte:
“el fascismo es, sin embargo, el único poder moderno fascinante, porque es el único, después del maquiavélico, que se asume en tanto que tal, en tanto que desafío, burlándose de toda verdad de lo político, el único en haber aceptado el desafío de tener que asumir el poder hasta la muerte (la suya y la de los otros).” [29]
Contrástese esta afirmación, que acompaña las tranquilizadoras advertencias de esa política fascista en tanto que “estética de la muerte” (y cita a Benjamin) [30] como algo “ya superado en el momento mismo en qua aparece en la historia”[31], con la sugerencia de que “a la indeterminación del código y a la ley estructural del valor sólo corresponde la reversión minuciosa de la muerte”.[32] Baudrillard propone, y será la última vez que lo haga, una estrategia de lucha contra el sistema liberal, pero, como en el caso de Sartre en la Crítica de la razón dialéctica, su proximidad con el fascismo es tal que a partir de este punto el proyecto tendrá que detenerse:
“¿Hay una teoría o una práctica subversivas por ser más aleatorias que el sistema mismo? ¿Una subversión indeterminada que sea para el orden del código lo que la revolución era para el orden de la economía política? ¿Podemos luchar contra el ADN? Desde luego, no a golpe de lucha de clases. O bien, inventar simulacros de un orden lógico (o ilógico) superior –más allá del tercer orden actual, más allá de la determinación y de la indeterminación- ¿seguirían siendo simulacros? La muerte quizá, y sólo ella, la reversibilidad de la muerte es de un orden superior al del código. Sólo el desorden simbólico puede irrumpir en el código.” [33]
No vamos a ahondar más en un camino que Baudrillard abandona, por los motivos que sea. Nos bastará, a efectos de la presente investigación, subrayar que el escritor y filósofo francés coloca el discurso de la Escuela de Frankfurt en el campo que conviene subvertir:
“Contra lo que hay que defender al impulso de muerte es contra todas las tentativas para redialectizarlo en un nuevo edificio constructivo. Marcuse es un buen ejemplo de ello. Habla de la represión a través de la muerte: ‘La teología y la filosofía entran hoy en competencia para celebrar la muerte como una categoría existencial. Desnaturalizando (¡) un hecho biológico para hacer de él una esencia ontológica, atribuyen una bendición trascendental a la culpabilidad, que ellas ayudan a perpetuar’ (Eros y civilización). Este en cuanto a la ‘superrepresión’. En cuanto a la represión fundamental: ‘El hecho crudo de la muerte niega de una vez por todas la realidad de una existencia no represiva’. ‘Porque la muerte es la negatividad final del tiempo, mientras que el disfrute exige eternidad… El tiempo no tiene poder sobre el Acá, pero el Yo está sometido al tiempo. La simple anticipación del final inevitable, presente en cada instante, introduce un elemento represivo en todas las relaciones libidinosas’. (…) Podemos medir cuántas resistencias provoca este concepto en las almas piadosas.” [34]
Elude Baudrillard la cuestión de que Marcuse, en los textos citados, está lanzando su habitual ataque contra Heidegger y que las cuestiones que plantea mantienen una relación directa, según el propio Marcuse, con el tema de Auschwitz y el fascismo, como acreditamos en trabajos anteriores. Pero Baudrillard, insistamos en ello, no irá más allá, ha tocado las alambradas y renunciará a teorizar cualquier nueva opción crítica con pretensiones de subvertir el mundo virtual. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt seguirán siendo, por tanto, los únicos “críticos”, a pesar de la evidencia de su completa sumisión a los valores demoliberales de la sociedad de consumo tan radicalmente cuestionados por Baudrillard.
Será la crisis económica y no el terrorismo, por ejemplo del 11-S, la que restablezca traumáticamente el contacto entre ese mundo virtual y la “realidad” de la finitud. La violencia, la lucha, el terror, forma parte, en efecto, del universo espectacular que ha ficcionalizado la muerte misma. Entre las imágenes televisivas del 11-S (que son las que contemplaron la mayoría de los ciudadanos) y una película de Emerich no existe, en la sociedad matrix, una diferencia sustancial, sino sólo de grado (las películas son “reales”, no lo olvidemos, para el telespectador, y a ello les ayuda el habitual y fraudulento letrero “basada en hechos reales”). Que la mayor parte de la producción ficcional de la sociedad de consumo tenga alguna relación con la muerte (violencia, terror, enfermedad, campos de concentración, dolor) y que la presencia de la muerte-ficción, en todas sus formas, “Auschwitz” incluido, constituya el mayor negocio de la cultura de masas, cuestiona las “tesis” (?) de Baudrillard. Pareciera como si el útero representacional ya hubiera previsto esa posibilidad; y lo cierto es que en el mundo de la negación de la muerte ese rechazo no puede consistir simplemente en ocultar físicamente el fenómeno (esto sólo ocurre con los cadáveres familiares o accidentales, es decir, aquéllos que no se muestran a través del resquicio de la pantalla), sino que la estrategia consistirá en situar la muerte en un plano neutro, “real” porque sin realidad (significado=validez) pierde la muerte su sentido, “irreal” porque no se trata de la muerte misma, por decirlo así, “en persona”, sino, como el virus depotenciado de la vacuna, de aquéllo que nos debe permitir fabricar las correspondientes defensas, insensibilizarnos, convertir, incluso, el dolor en placer, disfrute, diversión: en definitiva, en máxima victoria de la sociedad de consumo sobre su formidable adversario “fascista”, devenido payaso de Hollywood.
La finitud sólo podía afectar al mundo virtual, un mundo “economicista”, a través del retorno de la escasez. Un concepto que nos devuelve de golpe al entramado conceptual “fascista” de la sartriana Crítica de la razón dialéctica y que arrastra tras de sí al resto de los monstruos, pero, esta vez, no ficticios, sino “de carne y hueso”.
La finitud sólo podía afectar al mundo virtual, un mundo “economicista”, a través del retorno de la escasez. Un concepto que nos devuelve de golpe al entramado conceptual “fascista” de la sartriana Crítica de la razón dialéctica y que arrastra tras de sí al resto de los monstruos, pero, esta vez, no ficticios, sino “de carne y hueso”.
Sobre los efectos “filosóficos” de la “escasez” no nos detendremos aquí. Antes bien, en este punto retrocedemos cronológicamente a las tesis del situacionista Guy Debord, quien, maestro de Baudrillard, hablaba también mucho antes que él de La sociedad del espectáculo (1967), pero, a diferencia de Baudrillard, y menos preocupado por su éxito como “escritor”, nunca renunció a la verdad en cuanto criterio regulador de la validez de su discurso, caracterizando el sistema político vigente como la deliberada decisión de engañar, de mentir, de manipular, etc., por parte de las oligarquías políticas. Una postura que sólo es posible si se habla “en serio”, es decir, con una pretensión de validez que es ella misma “política”, y no como “ensayista de ficción”, arlequín o “intelectual” de "diseño" posmoderno:
“Toda la vida de las sociedades en las que dominan las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa producción de espectáculos. Todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación. Las imágenes que se han desprendido de cada curso de la vida se fusionan en un curso común, donde la unidad de esa vida ya no puede ser restablecida. La realidad considerada parcialmente se despliega en su propia unidad general en tanto que seudo-mundo aparte, objeto de mera contemplación. La especialización de las imágenes del mundo se encuentra, consumada, en el mundo de la imagen hecha autónoma, donde el mentiroso se miente a sí mismo. El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente.” [35]
La analogía entre la imagen-espectáculo y la Haltung teorética como acto de objetivación correlativo al puro des-vivirse de la vida [36] en sí misma como existencia (Heidegger), se establece aquí, y no en Baudrillard, con la mayor claridad: “Sólo se permite aparecer a aquello que no existe” [37]. La sociedad espectacular, lejos de identificarse con las imágenes mismas tout court, selecciona aquéllas que se han puesto ya de antemano al servicio del espectacularismo, o sea, de una ideología o cosmovisión (Weltanschauung) en la que el ente ha devenido ob-iectum (puesto enfrente):
“El espectáculo no puede entenderse como el abuso del mundo visual, el producto de las técnicas de difusión masiva de imágenes. Es más bien una Weltanschauung que ha llegado a ser efectiva, a traducirse materialmente. Es una visión del mundo que se ha objetivado.” [38]
Convendría añadir que no encarna una visión del mundo entre otras, sino la visión-del-mundo precisamente en tanto que mera visión del mundo “ante” (desexistencializado). Con otras palabras: la lógica de la objetivación misma y no un simple "caso" de objetivación ideológica. Por tanto, “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes” (&4), de suerte que la imagen “donde el mentiroso se miente a sí mismo” constituye la forma visual de la charla, de la Gerede inherente a la cotidianeidad del “Se”, auténtico motor “lingüístico” de la “pantalla total” que Baudrillard no sólo no describe, sino que encima ha decidido encarnar él mismo incluso cuando, y sobretodo cuando, en el propio texto y siendo infiel a su personaje, debe actuar como ciudadano (no como escritor) y rendir tributo al dogma espectacular para no verse privado de sus bienes y de su reputación intelectual: “forma y contenido del espectáculo son de modo idéntico la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente”.[39] Cierto, pero el programa basura y su peculiar diálogo basado en “habladurías” revela más sobre la esencia de la espectacularidad que otras variantes de la misma. La Stimmung de la “ilusión” que precede al acto de la “compra” y el pseudo comprender que todo lo ha comprendido ya –y no necesita justificar nada- o –en el extremo “opuesto”- que no ha comprendido nada y necesita justificarlo todo, completarían el cuadro existenciario. Aquello que aparece en el espectáculo nunca representa solamente una suerte de materia neutra que el “medio” tratara de forma especial, sino que aquello que aparece, incluso cuando se trata de información “basada” en presuntos “hechos reales”, es “mentira” ya en su radical aparecer: “en el mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”.[40] La apariencia mediática “positiva” no es una invención, pero su función decisiva radica menos en la “información” que en la simultánea omisión y hasta la consciente ocultación de otro “hecho” cuyo conocimiento modificaría el sentido de la narración “publicitada”. Chomsky ha expresado esta idea con diáfana claridad:
“Los periodistas a menudo cumplen con unas elevadas normas de profesionalidad en su trabajo, demostrando valor, integridad y espíritu emprendedor, incluso muchos de los que informan para unos medios de comunicación que se adhieren estrechamente a las predicciones del modelo de propaganda. No existe aquí contradicción alguna. Lo que se está debatiendo no es la honradez de las opiniones manifestadas o la integridad de quienes buscan los hechos, sino más bien la elección de los asuntos a tratar y la manera de recalcar los hechos, la gama de opinión cuya expresión se permite, las premisas incuestionadas que sirven de guía para la información y el comentario, y el marco general impuesto para la presentación de una determinada visión del mundo.” [41]
Y a continuación añade un ejemplo relativo a la imagen pública de la política israelí:
“Incidentalmente, no necesitamos detenernos en manifestaciones como la siguiente, que apareció en la portada del “New Republic” durante la invasión del Líbano por Israel: ‘Gran parte de lo que ustedes han leído en los periódicos y revistas sobre la guerra en Líbano –incluso más en el caso de lo que han visto y oído en la televisión- sencillamente, no es verdad’. Este tipo de de actuaciones se pueden consignar a los lamentables archivos de las apologías de las atrocidades de otros estados favorecidos.”[42]
El estatus de “noticia” es, así, siempre reversible, pero no por medio de una revisión de su fundamento, sino por la respuesta a la pregunta por el derecho a un lugar en el contexto de la interpretación ideológica “válida”, porque la cuestión no estriba en la “excesiva” preeminencia de los medios, sino en que “se” ha decidido de antemano que ciertos hechos, por definición, no tienen “cabida” de iure en el sistema espectacular. Los “criterios de selección” del relato histórico –y que valen para todo relato cuando, precisamente, el relato lo es "todo"- a los que Lévy-Strauss hizo referencia contra Sartre y que para Debord conforman esa “realidad considerada parcialmente” en un “mundo aparte”, son los que nutren las imágenes espectaculares del antifascismo.[43] Con ellas como único aval, ciertos autores presuntamente científicos pretenden regular políticamente –mediante un gran “escándalo” mediático- la interpretación de ese inmenso “agujero” en el centro mismo de la sociedad del espectáculo que es la filosofía de Heidegger.
Según Debord, “el espectáculo es la reconstrucción material de la ilusión religiosa”.[44] En este sentido, proyecta la comunidad de diálogo pero prescindiendo de la genuina diferencia, porque encarna, al excluir el conflicto, “lo opuesto al diálogo”. No hay diálogo en los debates, ni puede haberlo porque los interlocutores han sido seleccionados al igual que se seleccionan los hechos dignos de mención. Conviene retomar, en este punto, la postura de Apel, pero sin olvidar que la comunidad ideal de diálogo tal y como ha sido formulada, en general, por los frankfurtianos, encarna la expresión depurada del linguistic/pragmatic turn como nueva ideología legitimadora del “grupo de intelectuales” que “colaboran” en forma de “charla de café”. Sin negar que dicho planteamiento pueda tener un cierto sentido para los científicos como idea reguladora que oriente sus investigaciones hacia un consenso ideal final relativo a todos los conocimientos a posteriori de las distintas disciplinas positivas (sin olvidar que la especialización inherente a la práctica científica entraña un movimiento en sentido contrario de ruptura de la comunidad “universal” de los sabios y su fragmentación en grupos de expertos cada vez más reducidos), en el caso de los llamados “intelectuales”, es decir, de aquéllos que se definen por una pretensión ético-política de fijar cánones contrafácticos y críticos de interpretación o conocimiento de la sociedad y de la historia, estamos ante una auténtica falacia, por no decir un fraude:
“Lo curioso y dialéctico de la situación consiste en que quien argumenta presupone en cierto modo, la comunidad ideal en la real, como posibilidad ideal de la sociedad real, aunque sabe que la comunidad real –incluido él mismo- está muy lejos de identificarse con la ideal (…). Pero la argumentación, en virtud de su estructura trascendental, no tiene otra opción que la de hacer frente a esta situación desesperada y esperanzada.”[45]
En efecto, la comunidad ideal de diálogo (para Habermas “situación ideal de habla”) debe guiar nuestras actuaciones, pero es por definición irrealizable:
“Las condiciones de una comunidad ideal son susceptibles de ser perseguidas aproximativamente, pero, en cuanto elementos de una idea regulativa y contrafáctica, dichas condiciones son irrealizables, por principio, en su totalidad.”[46]
El filosofema en cuestión condensa la expresión de un nuevo trasmundo platónico que, tomando el relevo a la figura del virtuoso kantiano qua “cosa en sí” tan criticada por Nietzsche, se permite el lujo de juzgar una existencia donde la facticidad es sinónimo de “ideología”. Las amenazas “fascistas” y errores o deficiencias intelectivas de todo tipo que los eternos pedantes de turno habrán de solventar con la correspondiente terapia cognitiva (o behaviorista), no pueden entrar en la interlocución. La prohibición docente de Heidegger va por ese camino. Los intelectuales en cuanto sujetos portadores de las “ideas modernas”, herederos de los sacerdotes según Nietzsche, pueden sentirse así satisfechos de haber reconstruido, en la sociedad del espectáculo, su “mundo verdadero”, cuando ya nadie daba un euro por él; harina de otro costal es el tiempo que podrá sostenerse ante una crítica auténtica semejante distorsión ideológica de la segunda ilustración. Con esto queda dicho también implícitamente que toda crítica basada en el olvido del fundamento fáctico-trascendental irrebasable de la existencia permanece impotente ante la “realidad” bruta que pretende transformar, porque confunde aquello que cabe suprimir como mero factum empírico social (de rango óntico), con aquello que no puede ser transformado precisamente en tanto que facticidad trascendental (de rango ontológico). La comunidad ideal de diálogo, tal como hasta ahora ha sido ideológicamente concebida al pretender expulsar de la trascendentalidad todo el elemento fáctico-trascendental de la “apertura del mundo”, fija los criterios de exclusión del dispositivo espectacular:
“La técnica espectacular no ha podido disipar las nubes religiosas donde los hombres situaron sus propios poderes separados: sólo los ha religado a una base terrena. Así es la vida más terrena la que se vuelve opaca e irrespirable. Ya no se proyecta en el cielo, pero alberga en sí misma su rechazo absoluto, su engañoso paraíso.” [47]
Pero el paraíso acaba de estallar. ¿Ha llegado, por fin, la hora de la verdad? Pero entonces será, también, el tiempo del "fascismo".
Jaume Farrerons
La Marca Hispànica
La Marca Hispànica
30 de diciembre de 2010
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Notas
[1] Lévy, B-H., El siglo de Sartre, Barcelona, Ediciones B, 2001, p. 453.
[2] Dosse, F., op. cit., p. 419.
[3] Dosse, F., op. cit., p. 411.
[4] Foucault, M., durante un debate televisado en 1971 con Noam Chomsky (citado por Lilla, M., Pensadores temerarios. Los intelectuales en la política, Barcelona, Debate, 2004, p. 133.
[5] Dosse, F., Historia del estructuralismo, Madrid, Akal, 2004, t. I, p. 421.
[6] Dosse, F., Historia del estructuralismo, Madrid, Akal, 2004, t. I., p. 67.
[7] Dosse, F., op. cit., p. 107.
[8] Dosse, F., op. cit., p. 208.
[9] Dosse, F., op. cit., p. 282.
[10] Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, México, FCE, 1964, p. 372.
[11] Lévi-Strauss, C., op. cit., pp. 372-373.
[12] Lévi-Strauss, C., op. cit., p. 374.
[13] Bricmont, J./Sokal, A., Impostures intel·lectuals, Barcelona, Empúries, 1999, pp. 177-178.
[14] Quevedo, A., De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Baudrillard, Pamplona, Eunsa, 2001, p. 161.
[15] Alonso, L. E., “La dictadura del signo o la sociología del consumo del primer Baudrillard”, en Baudrillard, J., La sociedad de consumo, Madrid, Siglo XXI, 2009, p. XLVII.
[16] Alonso, L. E., op. cit., pp. XXVI-XXVII.
[17] Baudrillard, J., L’échange symbolique et la mort, París, Gallimard, 1976, p. 41.
[18] Debord, G., La sociedad del espectáculo, &17.
[19] Alonso, L. E., op. cit., pp. XXX-XXXI.
[20] Baudrillard, J., Pantalla total, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 26.
[21] Baudrillard, J., op. cit., p. 27.
[22] Baudrillard, J., op. cit., pp. 27-28.
[23] Baudrillard, J., op. cit., p. 28.
[24] ONU. Convención Internacional para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial. Decimocuarto informe periódico que los Estados partes debían presentar en 1998: France. 05/07/99.
CERD/C/337/Add.5. (State Party Report). Subrayado del autor, J. F. Todas las formas, pero “sólo” afecta a algunas de ellas, casualmente aquellas que no puedan perjudicar a los propios autores de la norma, los vencedores. En tales textos el poder se quita la máscara. Tanta indecencia sólo merece el más absoluto desprecio, que afecta a la clase política en su conjunto, a aquella que, sin excepciones, ha hecho posibles semejantes “documentos” jurídico-humanitarios.
[25] Baudrillard, J., El intercambio simbólico y la muerte, Caracas, Monte Ávila Latinoamericana, 1992, pp. 169-170.
[26] Baudrillard, J., op. cit., p. 170.
[27] Baudrillard, J., op. cit., p. 204.
[28] Baudrillard, J., op. cit., p. 206.
[29] Baudrillard, J. Olvidar a Foucault, Valencia, Pretextos, 1978, p. 91.
[30] Baudrillard, J., op. cit., p.p. 92-93.
[31] Baudrillard, J., ibídem.
[32] Baudrillard, J., El intercambio simbólico y la muerte, op. cit., p. 9.
[33] Baudrillard, J., op. cit., p. 8.
[34] Baudrillard, J. op. cit., p. 175.
[35] Debord, G., La sociedad del espectáculo, Cap. 1., &;1, &2.
[36] Debord, G.: “la crítica que alcanza la verdad del espectáculo lo descubre como negación visible de la vida; como una negación de la vida que se ha hecho visible” (op. cit., &10).
[37] Debord, G., op. cit., &17.
[38] Debord, G., op. cit., &5.
[39] Debord, G., op. cit., &6.
[40] Debord, G., op. cit., &9.
[41] Chomsky, N., Ilusiones necesarias. El control del pensamiento en las sociedades democráticas, Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1992, p. 22.
[42] Chomsky, N., op. cit., ibídem.
[43] Debord, G.: “bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consume directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante” (op. cit., &6).
[44] Debord, G., op. cit., &20.
[45] Apel, K.-O., Transformación de la filosofía, t. II, op. cit., pp. 407-408.
[46] Sáez Rueda, L., op. cit., p. 160.
[47] Debord, G., op. cit., &20.
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