domingo, marzo 31, 2013

Sobre la ideología oligárquica

Leo Strauss, supremo ideólogo de la oligarquía: la mentira sistemática y la ocultación del horror como instrumentos de dominación.















 "Las sociedades deben permanecer “cerradas” en este sentido. Deben permanecer ajenas a su intolerable verdad. La realidad desagradable debe cubrirse con un púdico velo."

Definición metapolítica del "fascista":
 
"La literatura exotérica presupone la existencia de verdades básicas que ningún hombre decente debería pronunciar en público, porque dañarían a muchas personas que, a causa de ello, tenderían naturalmente a dañar a su vez a quien pronuncia tan desagradables verdades" (Strauss, Leo, La persecución y el arte de escribir, 1952, versión castellana, Buenos Aires, 2009, pp. 46-47).

A continuación reproducimos en su integridad el Capítulo XIII del libro La manipulación de los indignados (2012). Antes de continuar conviene leerse los siguientes artículos sobre Leo Strauss:

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com.es/2011/10/leo-strauss-patriarca-neocon.html

Y el Informe Petras, de James Petras, sobre el control sionista de la política estadounidense:

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com.es/2011/01/informe-petras-6-9-2010.html

El texto reproducido en la presente entrada nos permite ilustrar la siguiente afirmación: el capitalismo (Marx), el proyecto de globalización (mundialización) del mercado y el neoliberalismo no son sólo fenómenos económicos, sino ante todo manifestaciones concretas y parciales de la ideología oligárquica amparada por mendaces tecnicismos de una ciencia económica inexistente.

El "capitalismo", pese a los diagramas matemáticos propuestos por los "expertos" en "economía" (los sacerdotes mistéricos de la "sociedad de consumo"), es un irracionalismo de extrema derecha, racista y demencial, que adora a cierto ente imaginario -Yahvé-, dios del pueblo judío inventor del anatema, es decir, del genocidio étnico legitimado mediante conceptos teológicos. En nuestro tiempo, personajes como el (pseudo) filósofo Bernard Henri Lévy se encargarán de borrar las huellas de las clarísimas pistas que conducen de los genocidios modernos a la tradición bíblica. Al amparo de una complicidad sistémica sólo superada en indignidad por la hedionda desfachatez "humanitaria" del típico supremacista hebreo, veremos que Lévy considerará las "Sagradas Escrituras", contra toda evidencia, como el único antídoto contra los "totalitarismos" seculares, de los que, sin pestañear, denuncia su oriudez griega... !Estamos hablando del "pensador" más "importante" de Francia! Por si fuera poco, el Libro -matriz de tantas abyecciones- pasará a convertirse en fundamento teórico último del antifascismo, que Lévy había reivindicado expresamente en la página 12 de su obra El testamento de Dios (1978) como el objeto de su reflexión toda:

El antifascismo es una idea nueva tanto en Occidente como en Oriente: es esta idea, este reto, lo que, modesta pero firmemente, quisiera realzar aquí.
Para legitimar semejante impostura hubo que convertir el antifascismo de Iosef Stalin y los campos de trabajo esclavo soviéticos dirigidos por judíos bolcheviques en las expresiones más puras y originales del fascismo, y a los damnificados por el discurso antifascista (instrumento simbólico de opresión acuñado personalmente por el propio tirano moscovita) en víctimas de un "verdadero fascismo", esencial y estructuralmente asesino, que sólo podría ser combatido mediante los valores de la Torah. En suma, la total subversión de la realidad de los hechos. Ninguna crítica relevante ha provocado, empero, tamaña falsificación pseudo historiográfica, que sigue rodando por las redacciones de los periódicos, las televisiones y el "mundo de la cultura". El comisario político de la chekálleno de odio contra el "fascismo", convirtióse así por arte de birlibirloque en el fascista par excellence (más "fascista" incluso que Hitler, un simple imitador), y los pobladores del gulag, por ejemplo Solzhenitsyn, en carne de "nuevas" "imágenes estremecedoras" de la "barbarie fascista" que terminaron reforzando el imaginario de Hollywood y la causa de los "marines" o del Tsahal.

Hete aquí, por tanto, la mentira consciente, perpetrada por un antifascista convicto y confeso, de etnia judía, para encubrir a los numerosísimos admnistradores judíos, también antifascistas, de los campos de concentración comunistas, endosándoles los delitos de éstos a los propios torturados "fascistas"; utilizando, en fin, como los criminales de la GPU y de la NKVD, la jerga criminógena del estalinismo con idénticos fines: manipular a todos aquellos que pudieran despertar repetinamente, ante la simple evidencia de la verdad, de la cloroformización ideológica impuesta por el poder.

Así las cosas, semejante estafa moral e intelectual nos conduce derechito al teórico máximo de la patraña oligárquica: Leo Strauss. Entenderemos las razones filosóficas que fuerzan a producir la fraudulenta narración de "el Holocausto" y el gulag imperante en la actualidad. Strauss nos explica los motivos: ocultar el horror que acompañó al nacimiento de nuestra sociedad, el relato de la tribu occidental. La filosofía straussiana configura la legitimación confesa del derecho a engañar en nombre del bienestar espiritual de los súbditos idiotizados. La narración mítica oficial constituye la aplicación oligárquica espontánea del straussianismo a escala histórico-mundial. Y Hessel, en un momento en que arrecia la "crisis económica", encarnará al fontanero reparador de las redes simbólicas dañadas, al propalador, entre las masas adocenadas, del ideario narcótico oligárquico más eficaz: la suprema maldad de un "fascismo" mítico.  

El "islamofascismo": nueva
coartada para la masacre oligárquica.
B. Henri Lévy: "Pretendo -y probaré- que los autores del Libro son también los inventores de la moderna idea de Resistencia". Hessel entero está aquí comprimido en una sola frase.

La lectura de este capítulo de La manipulación de los indignados, donde por primera vez realízase un corte transversal de todos los estratos tectónicos del universo simbólico oligárquico (que va desde la superficie aparentemente inocua del movimiento indignado 15 de mayo a las profundidades de la experiencia de la nada), debe preparar para la comprensión (verstehen) de futuras entradas de este blog, donde se abordará la continuación de las series "Milton Friedman y la ideología oligárquica", "El mayor genocidio de la historia", "Causas de la Segunda Guerra Mundial" y "Los postulados fascistas", y el inicio de "Los nuevos filósofos". En ésta última, analizaremos con detalle cómo organizaron los intelectuales de la oligarquía la mencionada incorporación del factum del gulag o Kolymá al escenario periodístico, político y cultural antifascista, siendo así que la "película del Holocausto" debía conservar el máximo protagonismo en la categoría de "victimización" que ampara todas las tropelías del Estado de Israel, sin negar ya abiertamente, empero, que los mayores criminales de la historia no habrían sido los nazis, sino los comunistas.

El concepto de "fascismo", profundamente manipulado, retorcido ad nauseam hasta cargar a sus espaldas con la responsabilidad por los millones cadáveres acumulados en el armario de Yahvé, resultará muy útil para colocar "a cero" el sangriento contador genocida de los asesinos anatémicos y posibilitar no sólo que el déspota divino pueda seguir expoliando y matando impunemente como en tiempos del Libro de Josué, sino que las nuevas fechorías de la oligarquía se cometan en nombre de "la idea moderna de Resistencia" (Lévy, B. H., op. cit., p. 13). !Con lo cual Wall Street encarnaría la Resistencia, esta vez contra el islamofascismo o fascislamismo! Un tal fraude moral y filosófico, que en España sustentan "intelectuales" ex marxistas y prosionistas como Gabriel Albiac (con toda la tropa de "liberales" de Libertad Digital), explica que Stéphane Hessel y el movimiento 15 de mayo hayan apelado a la Resistencia Francesa (antifascista) para recrear, a pesar de lo inverosímil de este planteamiento, la lucha contra el supuesto "corporativismo" (=fascismo) de "los mercados financieros". Siendo así que Wall Street representaría, precisamente, la alta instancia que proyecta esa imagen ectoplásmica y fantasmal de (pseudo) "Resistencia", con el fin de controlar desde el poder oligárquico los códigos básicos de formación simbólica de toda posible oposición y contestación al dominium hemisférico de la ultraderecha judía, cuya existencia es impensable sin la aculturación bíblica y cristiana inoculada en occidente a lo largo de 20 siglos.

Alternativas a la ideología oligárquica:

http://nacional-revolucionario.blogspot.com.es/2011/01/la-construccion-del-hecho-historico.html



CAPÍTULO DECIMOTERCERO

Sobre la ideología oligárquica

A pesar de tantas ingenuidades refutadas e ilusiones perdidas, de tantos horrores observados y amargos balances, mi certidumbre sigue intacta: todo cuanto merece ser deseado se convierte en realidad. El privilegio de poder observar el mundo y su movimiento con una mirada confiada constituye, en buena medida, ese favor que el destino me ha concedido. Y cuanto más amplio es el período observado, más reconfortante es ese optimismo.[1]

Compara Hessel las cavernas con una sauna y adormécese tranquilo. ¿Por qué no compara esa misma caverna con una bomba de hidrógeno arrojada sobre una ciudad repleta de ancianos, mujeres y niños? Estamos ya en condiciones de acceder a la matriz de aquello que denominaré aquí “ideología oligárquica”, y que incluye, como hemos visto, dos estratos diferenciados: una cáscara, cada vez más superficial, de humanismo, y un núcleo, oculto a las miradas, de “fascismo”. Esta dualidad humanismo-“fascismo” correspóndese con la dicotomía entre el exterior (el estuche) y su resorte oculto (la verdad del poder) del fundamento filosófico; en otras palabras: entre lo exotérico y lo esotérico del discurso oligárquico.

En toda esta cuestión, esencial será siempre establecer la relación entre la ideología oligárquica y el (anti)fascismo. De hecho, ya hemos visto que la figura histórica del fascismo fue derrotada desde el punto de vista militar, pero no político y, mucho menos, espiritual. De alguna manera, el “fascismo” sigue vivo y ha sido incorporado por la oligarquía, en una determinada versión X, a su propia memoria. La ideología oligárquica fija una estricta separación entre significante y significado que recodifica la dualidad (sionismo-liberalismo) mencionada más arriba. Así, el significante “fascismo” se corresponde connotativamente con el mal absoluto, de suerte que el sistema oligárquico defínese como antifascista y la diabolización poco menos que infantil del fascismo –antítesis del liberalismo- constituye el resumen más pedestre y vulgarizado de su discurso. Pero el significado de “fascismo” –aunque, repito, en una formulación mediatizada-, ha sido integrado por la oligarquía en la dimensión esotérica de su doctrina del poder, hecho “indiciariamente” evidente por sus efectos, verbi gratia, por las prácticas del Estado de Israel y la política imperial estadunidense al servicio del sionismo. De manera que hemos podido hablar de una caracterización ideológica de la cultura, la política y la sociedad contemporáneas en términos de “época del (anti)fascismo”, es decir, de una suerte de unidad dialéctica entre fascismo y antifascismo, producto de la síntesis de ambos conceptos en una realidad superior que constituye la clave filosófica de nuestro tiempo. La presente exposición del tema tiene una finalidad simplemente propedéutica y no pretende, desde luego, resucitar a Hegel, siendo así que, precisamente, es esta “figura del espíritu”, el (anti)fascismo, la que pone más en evidencia la quiebra de la filosofía hegeliana del progreso en que se basa el “optimismo” de Hessel.[2] 
 André Glucksmann.
Rearme de la ideología oligárquica tras la evidencia del gulag

Una vez definido el perfil doctrinal del enemigo político, es decir, la ideología oligárquica, se aclarará por sí sólo el misterio de cuál debería ser la orientación ideológica general de los indignados, que nada tiene que ver, sino todo lo contrario, con sus actuales cánticos optimistas y hesselianos en favor de la “felicidad” y la reconstrucción de la sociedad consumista en crisis. El fascismo –el viejo y el nuevo- ha terminado para siempre con la noción misma de progresismo, como poco en su sentido metafísico. Lamentablemente, estas nociones han sido detectadas tempranamente, pero sólo para ser pervertidas, por los filósofos de la oligarquía. Por ejemplo, André Glucksmann, en La cocinera y el devorador del hombres (1975), ya ponía en evidencia la escandalosa continuidad entre el gulag y el proceso de constitución de las instituciones totales occidentales (cárcel y fábrica) pensado por Foucault, pero sólo para recaer rápidamente en el uso vulgar, propio de un comisario político comunista, de la palabra “fascismo”. Dicho en otros términos, la incapacidad o la negativa a pensar el fascismo limitándose a reproducir el lenguaje de Stalin en el mismo momento en que supuestamente se denuncia el estalinismo, documenta una y otra vez, hasta la náusea, la respuesta del stablishment cultural y académico frente a aquellos problemas axiológicos de fondo que corroen la sociedad liberal:

Nuestro siglo ha pagado tan caro sus escasas luces sobre el fascismo: ¿cómo no reconocerle en los osarios del Gulag, en el régimen que los esconde y mantiene? Que la URSS sea capitalista y fascista (es cierto que se trata de un fascismo más sutil, más cultivado, más dialéctico que el de los nazis, vulgares imitadores) lo leemos con todas las letras en Archipiélago Gulag y en el cuerpo de los torturados.[3]

Los nazis serían vulgares imitadores del fascismo, pero no del italiano, sino del soviético. Desde luego era mucho más fácil y cómodo, para un “intelectual” parisino, sostener este absurdo ya entonces, que reconocer la “sencilla y oronda” verdad, a saber: los fascistas fueron, por lo que respecta al racismo y al crimen de masas, vulgares imitadores del judeobolchevismo y del sionismo. Y aquello en que no lo fueron es precisamente la cuestión que resta por pensar –la esencia del fascismo- y explicaría por qué el antifascismo –discurso acuñado por la cheka- se erigió en ideología oficial e incuestionable de los mayores criminales de la historia, “democracias” liberales incluidas. Por si fuera poco, y como obedeciendo a un infalible resorte, el nacionalista hebreo Gluksmann apresúrase (1977) a rastrear la genealogía de ese fascismo en Alemania, donde los “maestros pensadores” Fichte, Hegel, Marx y Nietzsche serán  considerados, en primer lugar, alemanes, no filósofos, todo ello con el fin de borrar precipitadamente la escandalosa “huella olfativa” que conduce del gulag al cristianismo secularizado y de éste a la tradición bíblica:

Al hacer, a lo Hegel, de la cuestión judía la cuestión de la propiedad privada, el joven Marx no se sale de la lógica al convertir la propiedad privada en la nueva cuestión judía: el propietario será expropiado para que la sociedad encuentre su coherencia, lo privado será expulsado para que el mundo vuelva a ser común, comunista –mundo de los “productores asociados”, dirá a continuación. Al denunciar la “nacionalidad quimérica del judío” como “nacionalidad del comerciante, del hombre de dinero”, el joven judío Marx hegelianiza y se limita a pasar su examen de ingreso en lo que más adelante denomina los cafés berlineses.[4]

El fascismo y Alemania pagan también la cuenta pendiente del gulag y los consumidores pueden seguir dormitando confortablemente en su poltrona existencial. Pero quien evidentemente no se sale de la “lógica”, aunque en este caso “antifascista”, es el propio Glucksmann: se limita a pasar el examen de ingreso en las jaurías de propagandistas de la oligarquía sionista. Glucksmann no puede explicar que las víctimas del gulag fueran acusadas, precisamente, de “fascistas”,  y que él, ideólogo antifascista, comparta la jerga policial de los carceleros comunistas y no, precisamente, la crítica del antifascismo (fundada por Solzhenitsyn, al que cita empero el impostor y falsario Gluksmann) propia del “cuerpo de los torturados”.

Pero el personaje que conduce esta dinámica manipuladora del pensamiento hasta sus últimas consecuencias es Bernard Henri Lévy, multimillonario judío y encarnación viva de los noveaux philosophes franceses en la estela de Glucksmann. Nacionalista hebreo también, incluso a costa de su presunta patria, Francia, a la que acusa (1981) de la paternidad del fascismo enmendándole la plana a Glucksmann, Lévy será el encargado de la demolición simbólica controlada del comunismo y su arrinconamiento a través de los cauces del (anti)fascismo hollywoodiense. Estrategia que incluye, de forma necesaria, una torticera manipulación del concepto de “pesimismo” crítico, que aquí hemos reivindicado, así como una recuperación indecente de lo bíblico en tanto que único antídoto posible contra la recurrente “amenaza fascista”.

Respecto del pesimismo, Lévy es claro, la tarea del filósofo consiste en “explicar el nuevo totalitarismo de estos Príncipes sonrientes quienes, de vez en cuando, por añadidura, prometen la felicidad a los pueblos”. Y añade:

Si fuese anticuario, me gustaría poder disecar esos célebres despojos, esos cadáveres demacrados que imperaban e imperan todavía en los cielos del optimismo. (…) No he intentado otra cosa en este libro que pensar el pesimismo en la historia.[5]

¿Qué oponer al optimismo criminal, genocida, que promete paraísos y del que hemos expuesto largamente hasta aquí sus corrompidas vísceras de cadáver? Lévy publica nada menos que El testamento de Dios (1978) para explicárnoslo. El (anti)fascismo alcanza en este punto su máxima expresión filosófica que, no podía ser de otra manera, representa quizá el nádir de la filosofía francesa del siglo XX: la reducción del otrora célebre “pensamiento parisino” a pura propaganda bíblica encubridora del Estado de Israel. Así se contonea, en efecto, Lévy ante el lector en una presentación de sí mismo (con foto de aristócrata dieciochesco) literalmente megalomaníaca:

Ante el derrumbe de la Política y de las Ideologías, de pie ante al abismo que representan las desilusiones y la mediocridad, Lévy trata de construir una moral a la altura del Hombre y del Absoluto. Su meta: darle una oportunidad a la esperanza de los pueblos, unificando todos aquellos valores desordenados que emergen de las protestas tumultuosas.[6]

Bernard Henri Lévy.
La oligarquía entra en acción, grandilocuente, mediocre, con una torpeza propagandística que produce vergüenza ajena en un presunto libro de filosofía vendido como elixir curalotodo de un charlatán de feria:

¿Cuáles son hoy en día los fundamentos reales de un antitotalitarismo consecuente? ¿Se puede aún edificar sobre un mundo signado por la barbarie que canibaliza las ideas?

¡Pero él, precisamente, es un ejemplo de aquello que critica! O sea, la política, la ideología, la mediocridad y la barbarie canibalizando las ideas en tiempo real a golpe de talonario y marketing de empresa editorial:

Lévy ha encontrado la respuesta en los textos bíblicos. La extrae de la palabra inmemorial de Moisés. Propone y demuestra que los profetas fueron los fundadores de la idea de resistencia frente al avasallamiento de ideas y de pueblos. Carecemos de ojos para ver, de oídos para escuchar los infinitos recursos de una tradición que salvó al Hombre, salvando así a Dios. ¿Dios ha muerto, dicen los voceros de la destrucción? En esta era de la muerte de Dios –y de las cámaras de gas y los campos de concentración- nunca hubo tanta necesidad de retornar al viejo testamento monoteísta.

¡Retornar al Viejo Testamento! Para ese viaje no hacían falta las pesadas alforjas y esforzados trabajos de la crítica. Después de la teatral puesta en escena, Bernard Henri Lévy explica, en primera persona, cuáles son los objetivos de un libro que deja en ridículo a la filosofía francesa como merecido castigo por su oportunismo y cobarde entrega a los intereses políticos de la oligarquía. Ahora ya no son filósofos franceses los que trabajan para los oligarcas, es un oligarca judío el que decide hacer sus patéticos pinitos como filósofo y encuentra en los medios de comunicación, dóciles, serviles, obedientes…, la caja de resonancia para convertir sus descaradas loas de sí mismo en la consagración mediática de un “gran pensador”:

Yo mismo no escribí no hace mucho una Barbarie con rostro humano en la que, viendo tantos fascismos saldar sus monstruos en el gran mercado de la Esperanza, yo concluía con una llamada a la más intransigente, a la más “negativa”, quizá, de las lucideces críticas.[7]

¿Cómo pasar de esas lucideces a la apología del veterotestamentario Jehová de los Ejércitos, raíz última del tronco genocida occidental? Auténtico salto mortal, éste de Lévy, que requerirá, ante todo, una buena dosis de cinismo, por no hablar de la impunidad y el amparo que le otorga un aparato institucional, cultural, político…, totalmente cómplice ante cualquier impostura y deseoso de pisotear de una vez para siempre la arrogancia griega de la filosofía:

El antifascismo es una idea nueva tanto en Occidente como en Oriente: es esta idea, este reto, lo que, modesta pero firmemente, quisiera realizar aquí.[8]

La fuente de tamaña idea “nueva” (¡inventada por Stalin!) es el Antiguo Testamento y su autoría, sus derechos de propiedad intelectual, corresponden, “por supuesto”, al pueblo judío:

Es seguro también que este propósito no hubiese apenas sido pensable si no me hubiera acordado también de una tradición más antigua, más alta si cabe. Una insumisión intemporal, a decir bien inmemorial, que afirma constantemente la más terca y más tenaz de todas las negativas que hayan ilustrado hasta nuestros días la crónica de la humanidad. Un caso absolutamente único, rebelde a toda lógica, a toda prescripción, a todo genocidio a veces, de obstinación en decir no, en desmentir el veredicto de los hechos, en desafiar la máquina de los siglos con todo su cortejo de advertencias y de fatalidades asesinas. Una experiencia tan singular, tan inaudita, que se inscribe en las Tablas de una santa Ley para la cual el Tiempo se desplaza apenas, que no ha cesado de afectar, de inquietar y de destituir a la misma Historia y a sus pretendidos imperativos. Me refiero al pueblo judío, por supuesto. A este pueblo indomable cuya perseverancia en ser queda como uno de los más profundos enigmas que se plantean a la conciencia contemporánea. A esta comunidad errante, pero también comunidad de luz y de confianza que, llevada por el destino a los límites del dolor, no ha abdicado jamás del simple orgullo de ser hombre. Yo me identifico, sin ambigüedades esta vez, con esta comunidad. Y opto ardientemente, con orgullo, por llevar e ilustrar sus colores. Pretendo –y probaré- que los autores del Libro son también los inventores de la idea moderna de Resistencia.[9]

El propio Lévy aclara que con el término Resistencia se refiere a la Resistencia francesa contra la ocupación nazi. Y es aquí, en este libro al que Hessel parece  ignorar (más bien discretamente disimular como hacen algunos genios con sus auténticas fuentes), donde conviene buscar las claves del paradigma resistencial escogido por el mentor filosófico de los indignados:

(…) es quizás allí, en el recuerdo del Dios-Uno y de su pasión de Ley, donde reside toda posibilidad de dar realidad a la moral de la Resistencia, al antifascismo consecuente al que el Siglo nos obliga.

En una palabra: la religión judía, articulada como ideología civil del antifascismo y de “el Holocausto”, ocupa el lugar de la filosofía, del pensamiento, de la verdad, oriundas de Grecia, es decir, de aquel otro pueblo cuya simple existencia histórica niega las pretensiones de elección divina de los judíos. La tradición griega de Europa, que coloca la verdad como fundamento de toda ley, es extirpada en beneficio de una ley – ¿la ley Gayssot?- que dictará, a partir de ese momento, en qué consiste o qué puede ser aceptado como “verdad”. La ley establecida por Yahvé, pantalla chinesca feuerbachiana donde se proyecta como subjetividad abstracta la voluntad de la comunidad judía organizada y del sionismo en cuanto proyecto histórico-mundial, pasa a ser “la verdad” judicialmente blindada, es decir, “la ley”.
 
James Petras, socialista americano
de procedencia griega.
James Petras y el sionismo oligárquico en ascenso

Del punto de la fugaz pero estupefaciente confluencia entre nazismo y sionismo brota el hecho histórico que permite explicar la realidad política actual a partir del fenómeno del (anti)fascismo. El sentido filosófico de dicha identidad pasará de Carl Schmitt, jurista nacionalsocialista, a Leo Strauss, judío alemán emigrado a Estados Unidos “huyendo” de los nazis pero discípulo que aquél. Será Strauss el que formule los fundamentos filosóficos de la ideología neoconservadora y sionista (Ziocons) que en la actualidad rige la política del país más poderoso de la tierra en beneficio de Tel Aviv. Leo Strauss nos explica, desde la perspectiva del poder, y aun a costa de tener que descifrar su lenguaje esotérico, cuál sería el meollo del pensamiento y la praxis oligárquica. Transcribe Strauss la “verdad” esotérica de la exotérica doctrina filosófica de Bernard Henri Lévy. Pasamos de lo manifiesto a lo oculto, pero también del plano teórico al plano práctico en que se expresa la política real de ese sionismo que Lévy diseña en forma de marketing cultural y Strauss qua “verdad interna” del nacionalista radical hebreo. ¿Qué otra cosa que la evidencia de la “banda de Stern”, el Irgún y de Deir Yassin podemos hallar al final de una cadena que empieza con la lectura del Libro de Josué por Moses Hess, continúa con el imperialismo consciente de Strauss y concluye en el Plan Dalet? Este factum sangriento ha de ser siempre el punto de referencia orientativo que nos impida perder de vista aquello de lo que realmente se trata cuando Lévy exhuma el cadáver del dios bíblico.

Nos remitiremos, en primer lugar, al testimonio fáctico del sociólogo de izquierdas James Petras, al que ya nos hemos referido más arriba, para argumentar el carácter sionista de la política estadounidense a pesar de que Petras se niegue expresamente a aceptar que Strauss encarne al ideólogo de la oligarquía por excelencia;[10] no puede aceptarlo porque ello pondría en cuestión los fundamentos de su propia ideología antifascista. Precisamente, este hecho ofrece, empero, una garantía de que Petras no puede ser acusado de antisemita y ningún tipo de complicidad política le vincula con la extrema derecha o el nazismo, siendo así que llega a calificar literalmente de neofascista al máximo representante de la directriz imperial de los Estados Unidos en Oriente Medio:

Los extremistas sionistas alentaron la fragmentación de Iraq en diferentes regiones étnico-religiosas y el uso de la tortura y las técnicas israelíes de guerra urbana. La política de guerra, ocupación y desmembramiento de Iraq fue ejecutada por los militaristas civiles del Pentágono, fundamentalmente extremistas sionistas, contra la opinión de muchos militares profesionales. La fabricación y difusión de falsos pretextos para la guerra –armas de destrucción masiva, lazos con Al Qaeda, etc.- fue todo obra de los extremistas sionistas, que encubrían así sus planes explícitos o implícitos, según los casos, de promover el Gran Israel. Las mentiras políticas sirvieron a su máximo objetivo.[11]

Voilà el Yahvé de Lévy mostrando su auténtico rostro. Habría que añadir aquí la función del 11-S en la legitimación de las políticas imperialistas y las mentiras que han acompañado siempre la versión oficial sobre dicho atentado, harto útil a efectos de justificar agresiones y legitimar crímenes. Concluye Petras:

El descubrimiento de las mentiras y la colaboración desleal con un Estado extranjero no condujo a ningún despido ni dimisión, ni a una sola comparecencia pública, como es habitual cuando una guerra se convierte en un costoso desastre. La razón es el apoyo unánime e incondicional que reciben los extremistas sionistas de la organizada sociedad civil judía y su hegemonía sobre las instituciones políticas. Por otra parte, quienes desafiaron o criticaron a los sionistas del Estado imperial desde dentro –legisladores, académicos y medios de comunicación- fueron acusados de antisemitas, penalizados, marginados y en algunos casos despedidos. Como resultado, los extremistas sionistas conservan sus puestos o incluso han ascendido a otros más influyentes, como, por ejemplo, Elliot Abrams, neofascista y delincuente convicto, que dirige ahora la política de Oriente Próximo en el Departamento de Estado.

Súmase así Petras al sonsonete antifascista evacuado por la propia oligarquía, sin darse cuenta, al parecer, de que con su ligereza verbal refuerza los mecanismos simbólicos que fundamentan el dominio oligárquico. Pero, insistamos en ello, no nos interesa aquí este aspecto de la cuestión, sino la denuncia anti-sionista de Petras, la cual, en boca de un antifascista –hecho que precisamente queremos subrayar ahora- no puede ser desautorizada con las habituales acusaciones de “nazi”, las cuales saltan como un resorte en los cerebros intoxicados por la propaganda de Hollywood cada vez que alguien osa criticar algún aspecto del judaísmo. Así, según Petras: “la élite sionista dicta la política de EEUU en Oriente Próximo”. El entreguismo americano alcanzaría para Petras extremos ridículos:

El ejército estadounidense sirve a los intereses colonial-expansionistas de Israel incluso a costa de sus propias e importantes compañías petrolíferas, que por esta razón no pueden firmar contratos petroleros de miles de millones de dólares con Irán y otros países ricos en petróleo enfrentados a Israel.[12]

En la obra de Petras, la oligarquía es identificada con el término técnico “clase dominante”, CD. Esta sigla responde a la pregunta “¿quién manda en los EEUU?” Para plantearla correctamente se debe “especificar el momento histórico y lugar en que se encuentra la economía mundial”. Sin embargo, el propio Petras reconoce cierta estabilidad de carácter sociológico, más allá de los cambios económicos, en el núcleo familiar central del poder oligárquico:

Por eso, aunque pueda cambiar el poder entre los sectores económicos, las principales agrupaciones de clase pueden no perder ni bajar en el escalafón. Simplemente, reasignan sus inversiones y se adaptan a las nuevas y más lucrativas oportunidades creadas por el sector emergente.[13]

Sobre aquello que Petras no abriga duda alguna es que ese componente sociológico está evolucionando, en Estados Unidos, hacia un mayor peso del denominado “lobby sionista”, en realidad toda una red organizada de la comunidad civil judía que ha llegado a controlar el entramado político-institucional del país y su política exterior:

El sector de la CD fuertemente alineado con el Estado de Israel apoya una política belicosa hacia los enemigos del Estado judío (Irán, Siria, Hezbolá y Palestina), mientras que otro sector de la CD busca un acercamiento diplomático que refuerce los vínculos con las élites árabes y persas. Con el viraje hacia una fuerte militarización de la política exterior de los EEUU (debido sobre todo al ascenso de los ideólogos neoconservadores, la fuerte influencia del lobby sionista y la inestabilidad y los fracasos de sus políticas en Oriente Próximo y China), la CD presiona para conseguir controlar directamente la política económica en el extranjero.[14]

Petras argumenta tensiones internas, en el seno de la oligarquía, entre liberales y Ziocons, pero no señala expresamente el extraño paralelismo entre el creciente peso del capitalismo financiero en el conjunto de la economía americana –que va acompañado del retroceso de la economía “productiva”- y el asalto sionista a las palancas del poder. Dicho paralelismo queda, empero, claramente “insinuado”:

Aunque el sector financiero ha compartido grandes ganancias con los sectores inmobiliario y comercial, han sido los grupos financieros, y en especial los  bancos de inversión, quienes han llevado la voz cantante y se han asegurado el liderazgo político.[15]

Según Petras, el “capital financiero” no se puede contraponer a la economía productiva,[16] pero él mismo no duda en calificar de “parasitaria” a la élite financiera:

Dentro de la CD, la elite financiera es su miembro más parasitario y supera en riqueza y ganancias a los máximos directivos y ejecutivos (…) y a la mayoría de los empresarios, aunque no alcanza los ingresos anuales de los empresarios super ricos como William Gates y Michael Dell.[17]

Por “parásitos”, hemos de entender, en consecuencia, los sionistas y filosionistas. En cualquier caso, es la élite financiera la que controla el mundo de la política, según Petras:

La CDF (clase dominante financiera) está constituida por estas elites multimillonarias de los fondos de cobertura, los fondos de inversión cotizados o no en bolsa y sus socios en las grandes y prestigiosas firmas de asesoría jurídica y contabilidad. A su vez, todos están vinculados a los altos cargos del aparato judicial y legislativo gracias a nombramientos políticos y contribuciones económicas de los partidos, y a su posición central en la economía nacional.[18]

En pocas palabras, los (filo) sionistas compran a los políticos financiándoles sus campañas electorales y colocan a sus peones y testaferros en distintos enclaves del entramado institucional público y privado. A medida que incrementan su poder, la capacidad de presionar al mundo de la política o de dirigirla descaradamente en beneficio propio aumenta de manera exponencial:

Presionan, negocian y diseñan la legislación más completa y favorable a sus estrategias (liberalización y desregulación) y políticas sectoriales (reducción de impuestos, presiones gubernamentales sobre países como China para que “abran” sus servicios financieros a la penetración extranjera, etcétera). Presionan a los gobiernos para que “refloten” a las compañías especuladoras en quiebra o en suspensión de pagos, y para que equilibren el presupuesto reduciendo gastos sociales y no aumentando los impuestos sobre ganancias especulativas “inesperadas”.[19]

En líneas generales, algo muy parecido a aquéllo que afirmaba Hitler respecto de la alta finanza, aunque haciéndolo extensivo erróneamente a todos los judíos, sin excepción, y encima fundamentando esta imputación en una cuestión biológica de raza (pretensión que, ocioso es subrayarlo, no se sostiene). En cualquier caso, Hessel ha ocultado cuidadosamente a sus indignados estos aspectos de la cuestión. Cuando habla de que “los bancos” están poniendo en riesgo las condiciones de vida de los ciudadanos, se olvida de añadir que esos “bancos” son entidades (filo) sionistas que trabajan al servicio del imperialismo israelí. De manera que los indignados no observarán ninguna contradicción entre las superficiales críticas de Hessel al mundo de la finanza y sus halagos pro-israelíes, a pesar de que dicha contradicción existe a poco que nos informemos sobre cuáles son los fines y consecuencias políticas, ya detectables, del asalto final al poder institucional por parte del capital financiero pro-israelita en los EEUU. Petras no deja lugar a dudas: los sionistas, además de dedicarse al expolio de sus compatriotas americanos “gentiles”,[20] son asesinos de masas, genocidas sin escrúpulos, encubiertos, precisamente, bajo el paraguas de la doctrina de los “derechos humanos”, la “felicidad de la mayoría”, el “progreso” hacia el “paraíso” y demás fábulas infantiles que Hessel se dedica a comercializar. El afán de dominación y violencia racial del sionismo es tal que pone en peligro las bases económicas mismas del sistema “liberal”, ése que ha permitido a los sionistas encaramarse a la cima como explotadores parasitarios del mundo occidental:

Lo que está meridianamente claro a los ojos de muchos especialistas críticos en política internacional es que una de las principales amenazas para los mercados mundiales –y para la salud de la clase dominante financiera- sería un ataque militar israelí contra Irán. Una acción de estas características extendería la guerra por toda Asia y el mundo islámico y dispararía los precios de la energía hasta niveles desconocidos hasta ahora, causando una recesión grave y, probablemente, el hundimiento de los mercados financieros.[21]

La conclusión de Petras no resulta nada tranquilizadora, pues parece evidente que la oligarquía, así definida, no responde a meros cálculos economicistas, sino a intereses puramente ideológicos –y en su caso, de índole religiosa, o sea, irracionales- que entran en contradicción incluso con una “previsible” lógica utilitaria del negocio:

La paradoja es que algunos de los más ricos y poderosos beneficiarios de la supremacía del capital financiero son precisamente la misma clase de gente que está financiando su propia autodestrucción.[22]

De ahí que resulte tan importante determinar con cierta exactitud la naturaleza de la ideología oligárquica, que está vinculada a los fines del sionismo y a la construcción del Gran Israel, circunstancia que, a su vez, perfílase en un contexto de interpretación de la religión judía y del estado de conciencia o figura del espíritu alcanzada en la época del (anti)fascismo.

Todos estos factores doctrinales, axiológicos y filosóficos, que ya hemos esbozado en los capítulos anteriores, condénsase en “hechos históricos” concretos de idiosincrasia indiscutiblemente genocida:

Un influyente grupo de sionistas norteamericanos, en estrecha alianza con Israel y con gran lealtad hacia ese Estado, ha formulado una estrategia de guerra permanente en Oriente Próximo basada en el uso unilateral del poder militar de EEUU a fin de potenciar el poder del Estado de Israel.[23] 

En medio de este sombrío panorama, Petras no descarta el uso de armamento nuclear contra Irán, circunstancia apocalíptica que, a su entender, abriría por primera vez los ojos de la gente corriente –es decir, de nosotros, los indignados- respecto de la esencia del Estado de Israel:

Probablemente, será una catástrofe, como un ataque nuclear israelí contra Irán apoyado por la Casa Blanca, lo que haga estallar el tipo de crisis capaz de provocar una profunda y amplia respuesta popular contra el ejército, los financieros y todo lo hecho en Israel.[24]

Petras no se atreve a cuestionar a Israel y se limita a un prudente “todo lo hecho”, como si la construcción de la entidad israelí en Palestina no se incluyera en ese “todo” y afectara a la legitimidad misma del Estado, es decir, a su mera existencia en cuanto tal. Pese a esta contención, el propio Petras caracteriza los rasgos de la subjetividad ideológica del sionista con trazos asaz contundentes, que justifican en buena parte el hilo conductor de nuestra propia argumentación:

(…) viven y trabajan en un mundo de ideólogos exaltados e instituciones ideológicas cerradas, y se relacionan con políticos extremistas que piensan lo mismo que ellos. (…) Siguen, sin vacilar, una política de asesinatos en masa, con absoluta indiferencia ante cualquier acusación de genocidio o de crímenes de guerra. Tienen fe absoluta en que estos asesinatos masivos se justifican como medios para aumentar el poder político de su propio imperio y el de su ‘madre patria’ adoptiva. / Muchos actúan movidos por una visión religiosa y cuasirreligiosa que ignora cualquier razón económica. La virulenta arrogancia y superioridad en su estilo es tan reveladora como el contenido protofascista de sus políticas. Cien mil muertos iraquíes no significan nada para la mentalidad de un asesino profesional que actúa en nombre de una ‘causa sagrada’ que es lo más grande que hay. (…) El origen de la mentalidad sionista refleja cuán íntimamente comparten los métodos de dominación que ejercen los israelíes sobre los palestinos: desplazamientos masivos de población y destrucción de sus medios de vida y sus instituciones, castigos colectivos, torturas, encarcelamientos sin juicio durante largos períodos, ataques militares indiscriminados a los núcleos de la población civil y matanzas completamente impunes.[25]

Recordemos una vez más que es un “antifascista”, y no Hitler, quien está haciendo estas explosivas afirmaciones sobre el Estado de Israel y sus aliados sionistas y filosionistas occidentales. Hace ya mucho tiempo que, ante la crudeza de los hechos, los ciudadanos dispuestos a saber qué es lo que está sucediendo “en realidad” en el mundo debieron perder la inocencia sobre las lágrimas de “el Holocausto”. Pero hacer extensivo este  interrogante, esta duda, a la Segunda Guerra Mundial y a las narraciones oficiales sobre la misma es un paso que incluso Petras, Chomsky, Finkelstein y demás no se atreven a dar. Repiten una y otra vez que los dirigentes occidentales son unos criminales y unos mentirosos, llegan a cuestionar las versiones oficiales de hechos tan enormes como el 11-S, sin embargo, al parecer hay algo sobre lo cual los mendaces asesinos filosionistas habrían dicho la verdad: la versión “oficial” de la historia anterior a 1945, que permanece siempre intocada. Y ello a despecho del principio metodológico de duda sistemática cartesiana que rige –con razón- el discurso de los sociólogos de extrema izquierda. Ahora bien, si los poderosos nos han podido engañar sobre tantas cosas, incluido el 11-s, ¿por qué no sobre Auschwitz, Hitler y el fascismo? Con semejante inconsecuencia, estos críticos, que siguen presos de la cómoda magia doctrinal antifascista, abonan dicha narración fraudulenta y, con ella, refuerzan por omisión el pilar fundamental en torno al cual pivota la ideología oligárquica toda. Pues, como hemos visto, sólo el cuestionamiento de los mitos esenciales del antifascismo puede inquietar a los oligarcas. Al calificar de protofascistas las actuaciones de EEUU e Israel en Oriente Medio, la crítica de las mismas pierde toda su fuerza por el uso mismo de dicho adjetivo, dado que el fascismo, y no la Biblia, permanece en el fondo incuestionado como identidad original del mal absoluto. De manera que quienes ahora exterminan a los palestinos o iraquíes resulta que en su día nos salvaron del “verdadero” infierno, léase: de “el Holocausto”; cometieron y cometen quizá, los sionistas, cierto es, en su épica lucha, excesos que guardan cierto parecido con los perpetrados por los propios fascistas (proto-fascistas) pero, en última instancia, actuando siempre por el bien de la causa antifascista que Petras o Chomsky, increíblemente, parecen compartir por defecto con Bush, Aznar y Blair.

Y sin embargo, en algo tienen razón Petras, Chomsky y los demás críticos: existe una secreta vinculación entre las políticas filosionistas de occidente y el “estado de conciencia” que diera lugar al fascismo histórico. La cuestión es en qué consiste dicha vinculación, pero los sociólogos de izquierdas se niegan a pensarla, temen incluso pensarla, por dos motivos: 1/ el fascismo procede de la propia izquierda; 2/ no se puede “pensar” la naturaleza “fascista” del “imperialismo” filosionista (en algún sentido de la palabra que queda por determinar) sin entrar a cuestionar la “composición de lugar” de la izquierda radical actual, su identidad y sentido aceptado por el propio sistema oligárquico.  
 
Carl Schmitt, militante "nazi" y
una de las cimas del pensamiento
jurídico y político contemporáneo.
Leo Strauss y la mentira consciente: fondo último de la ideología oligárquica
 
El núcleo ideológico de la oligarquía es así el (anti)fascismo que, como hemos dicho, constituye la unidad dialéctica de fascismo y antifascismo. Éste opera como hilo conductor en el análisis crítico de la ideología oligárquica. Leo Strauss, doctrinario neocon, nos acompañará ahora un tramo en nuestro recorrido. Nos remitiremos a la lectura de Strauss que desarrolla Stephen Holmes en su obra Anatomía del antiliberalismo (1993) para justificar nuestro enfoque interpretativo fundamental. Ni qué decir tiene que aceptamos sólo en parte la interpretación de Holmes, pero no es éste el lugar de abundar en los contradictorios motivos de una crítica del supuesto “conservadorismo” de Strauss desde posiciones liberales, las cuales, como sabemos, forman la fina película exterior retórica del estuche que contiene –y oculta- “el anillo del poder” en la modernidad cristiano-secularizada. Según Holmes, la pregunta fundamental de Strauss, sería la siguiente:
(…) cómo se comportará una multitud no filosófica caso de dejar de creer en dioses que castigan la falta de patriotismo y la piedad filial.[26]

Para Strauss, el peligro estriba en la razón. Ésta, librada a sus últimas consecuencias, conduce a Hitler.[27] La afirmación de que el racionalismo desemboca en el nazismo puede sorprender, pero abona todo lo que hemos venido sosteniendo hasta aquí en relación al “fascismo” como figura del espíritu, consecuencia necesaria e inevitable, pero no última, de la civilización occidental en tanto que proceso de racionalización. El “fascismo” nombra un “estado de conciencia” cultural por el que hay que pasar necesariamente; un “plexo de sentido” que no se puede dejar atrás incurriendo en fraude intelectual (y espiritual), es decir, construyendo, para rehuirlo, un mito que soslaye o eluda la responsabilidad de afrontar la verdad. Sin embargo, tal es precisamente la propuesta de Strauss. Para Strauss, en efecto, “la ciencia debe ser privilegio de una pequeña minoría; debe quedar fuera del alcance del hombre común”.[28] Los filósofos tienen que apoyar públicamente las “estúpidas creencias de las masas” y desarrollar un lenguaje críptico que les permita comunicarse entre ellos (y con los políticos) sin que la información resulte accesible a los ciudadanos. Los filósofos, por tanto:

Distinguirán entre la verdadera enseñanza, esotérica, y la enseñanza de utilidad pública, o exotérica. Mientras se busca que la enseñanza exotérica sea fácilmente accesible al común de los lectores, la enseñanza esotérica será revelada sólo a los lectores verdaderamente atentos y minuciosamente entrenados en un prolongado y concentrado estudio.[29]

En suma, los ciudadanos deben ser engañados. ¿Por qué? Es aquí donde entra en juego la cuestión del “optimismo” y el “pesimismo” que, de forma harto simplificada pero a la par extremadamente eficaz, desempeña su papel político narcotizador en el discurso de Hessel. La doctrina “optimista” que el mago Hessel comercializa perversamente, como manzana envenenada para uso de los indignados, resume aquello que la oligarquía considera que las masas deben aceptar como imperceptible o subliminal contenido filosófico. La matriz de esta ideología “exotérica”, o envoltorio exterior del estuche en nuestra exposición, es la religión monoteísta secularizada; de la “fe” en el mesías, el paraíso, el reino de Dios y constructos similares procede el utillaje conceptual de los lenguajes del progreso-desarrollo en cuanto ancha avenida histórica del poder (=gestión pudiente de la “felicidad”):

(…) las historias fantásticas sobre la vida futura con que cuenta la religión animan a obedecer la ley al inducir al miedo a los castigos del infierno. Reconcilia asimismo al pobre con su pobreza dándole esperanza en una compensación celestial. Pero todas estas explicaciones de la utilidad social de la religión parecen toscas y superficiales cuando se las compara con un punto más: la religión puede amortiguar el miedo primigenio del hombre ante la muerte y la terrorífica sordera del infinito vacío del universo. / (…) la religión es socialmente útil porque infantiliza a la mayoría de los seres humanos e insensibiliza frente a la angustia que la contemplación sin censuras de la naturaleza produce en los espíritus débiles.[30]

El tema central, el tema político por excelencia, es así el de la muerte, la finitud, la nada…, que colocaría a los filósofos –elitistas por instinto- en el bando de la minoría oligárquica. Según Allan Bloom, discípulo de Strauss y mester filosófico de la casta política estadounidense:

La diferencia innegociable que separa al filósofo del resto de los hombres concierne a la muerte y al morir. Ningún estilo de vida salvo el filosófico permite digerir la verdad en relación con la muerte.[31]

Para Strauss, el cosmos es “un abismo absolutamente terrorífico”. El problema cultural ligado a la conciencia pública de la verdad del fascismo sería éste, precisamente, añadimos nosotros. Strauss, sin reconocerlo expresamente, lo resume en antológica frase:

La bibliografía exotérica presupone que existen verdades básicas que ningún hombre decente formularía en público, pues harían daño a mucha gente que, herida, tendería naturalmente a dañar a quien manifiesta verdades tan desagradables.[32]

Con lo dicho tocamos las raíces del antifascismo, que son anteriores al propio “fascismo” en cuanto factum histórico. En realidad, el “fascista” se identificaría, en el imaginario progresista, con la mera posibilidad existencial, teórica y política de ese personaje “indecente” que osaría sostener en público justamente aquello que la “buena gente” repleta de “tiernos sentimientos” azucarados (“humanos”) no quiere oír. Que semejante sujeto virtual o, por decirlo así, sujeto X –individual o colectivo- haya recibido de hecho el apelativo de “fascista” y no cualquier otro, depende de complejos factores históricos que no podemos explicar aquí y que nada tienen que ver con los crímenes cometidos, efectivamente o no, por los fascistas “reales”, siendo así que, como se puede demostrar y se ha demostrado en otro lugar, los fascistas encarnaron “el mal absoluto” mucho antes de que perpetraran genocidio alguno (y, en cualquier caso, mucho antes de que pudiera hablarse siquiera de “Auschwitz”).[33]

Pero el horror que los políticos oligárquicos, con la ayuda de los filósofos, tendrían el “deber” de ocultar a las masas, no es sólo existencial, sino que él mismo es ya un horror de idiosincrasia política que se corresponde –como no podía ser menos- con el horror fundamental de la naturaleza y de la historia:

Según Maistre, todas las sociedades se erigen sobre el sacrificio humano. De modo más sosegado, cínico, Strauss pensaba que todas las sociedades se erigen sobre el crimen. (…) Que los regímenes se construyen sobre el expolio es otra verdad escandalosa que debe hurtárseles a los cerebros de los siervos (…) Si el grueso de los ciudadanos se diese cuenta de que los fundadores de sus países son el equivalente moral de una banda de atracadores no respetaría las leyes y se negaría a morir en la guerra. (…) Piénsese en la leyenda americana de los fundadores –figuras sin tacha moral que creían que “todos los hombres” habían sido “dotados” de idénticos derechos “por su Creador”. La cruda verdad es, por supuesto, bien diferente. Los primeros colonizadores arrebataron las tierras y asesinaron brutalmente a sus inocentes moradores. Tal fue la auténtica fundación.[34]

Cabe preguntarse, al hilo de esta cuestión, por los orígenes del Estado de Israel, análogos a los orígenes de la patria estadounidense; y también, por el nacimiento de la oligarquía transnacional que gobierna el hemisferio occidental desde el año 1945. ¿Dónde queda, entonces, “el Holocausto”? ¿Qué función cumple? Sabemos, a tenor de lo expuesto en capítulos anteriores, que dicha historia no es la que se nos cuenta, sino una historia de crímenes de masas que, en cuanto crímenes de los vencedores, no sólo permanecen impunes, sino ocultos a la conciencia pública, a esa “opinión publicada” que regulan los medios de comunicación propiedad de la oligarquía:

El mito de la fundación divina ha resuelto tradicionalmente este problema: los dioses, o los grandes legisladores en contacto con los dioses, han fundado la sociedad.

En una sociedad post-religiosa la narración histórica debe ser protagonizada por figuras seculares. Los dioses ceden su lugar a los grandes políticos y legisladores; en el caso de la oligarquía transnacional actual, a los protagonistas anglosajones de la Segunda Guerra Mundial. En una lucha contra los demonios (los fascistas), es decir, contra unos seres uniformados de negro, cuyo símbolo fuera no en vano la calavera y pretendían construir el infierno en la tierra (las cámaras de gas y los hornos crematorios), lugar espantoso donde inocentes víctimas (los judíos, ángeles de la libertad) iban a ser exterminados, los guapos, valientes y simpáticos hijos de América salvaron a la humanidad del “mal absoluto”. El desembarco de Normandía, en efecto, derrotó a Satán-Hitler e inmediatamente comenzó la edad de oro, la sociedad actual. Los incomparables guerreros eran “santos y soldados” que se sacrificaron en la playa Omaha para socorrer a un continente oprimido por la sombría y diabólica tiranía de Hitler. En sus mochilas portaban con ellos la fórmula de la felicidad, la pócima Hessel. Los grandes legisladores del paraíso postfascista son los funcionarios y políticos de la ONU, quienes instituyeron la declaración de los derechos humanos. Hessel, miembro de la heroica resistencia antifascista francesa, judío y víctima del infierno de Buchenwald, es uno de esos legisladores, héroe y ángel a la vez, súmmum de la humanidad. Con su discurso, Hessel dirige a los indignados hacia la imperturbable luz de una renovada lucha contra el fascismo para la recuperación del deteriorado mito. No una lucha contra los banqueros, no una lucha contra la oligarquía, sino una lucha contra los perversos neonazis que, no se sabe cómo, se oponen a la benéfica política liberal de inmigración; que obstaculizan la construcción de aquel paraíso utópico-profético –extendido al fin a todo el planeta- en el que la totalidad de los pueblos de la Tierra, en sana mescolanza y hermanado mestizaje, serán gobernados por la raza sacerdotal, es decir, por el pueblo elegido, con Israel como Vaticano hebreo de la nueva universalidad laica histórico-mundial.

(…) desde un punto de vista político, es necesario que la mayoría de la gente sienta un “compromiso incondicionado” con la superioridad moral de su país. Las sociedades deben permanecer “cerradas” en este sentido. Deben permanecer ajenas a su intolerable verdad. La realidad desagradable debe cubrirse con un púdico velo.

De la matriz de dicha narración histórica, de esa mitología fundacional del mundo occidental de posguerra, emana el discurso de Hessel a los indignados. La fábula corría ahora peligro. Hemos conocido las atrocidades de los liberadores, el racismo israelí, la descomposición de la máscara criminal que encubría la opulencia de las sociedades de consumo, a saber, el endeudamiento que pone a los gobiernos en manos de la alta finanza… Van saliendo a la luz, paralelamente, las verdades ocultadas por la memoria histórica oficial… Hessel se apresta a parchear esas grietas en el decorado de cartón piedra levantado trabajosamente durante décadas de lavado de cerebro colectivo. La tarea de Hessel es adormecer a los ciudadanos con la nana de los viejos mitos antifascistas y ocultar el terrible cuadro que se deja ya entrever tras la tramoya cinematográfica, a saber: que los mayores criminales de la historia nos han elegido ahora a nosotros, los trabajadores europeos, en calidad de próximas víctimas propiciatorias. De ahí que la liberación de los ciudadanos no pueda consistir en la legitimación de ese discurso optimista nutrido por los poderes oligárquicos, cuya esencia consiste en la incesante reinversión del capital y en el supuesto “progreso” (=ganancia) hacia la consecución del mítico mercado mundial. El arma revolucionaria por excelencia es la verdad. Hacer pública la doctrina esotérica de la oligarquía, sacar a la luz aquello que encubre la palabra “fascismo”, a saber, la posibilidad de una conciencia pública de la verdad: no otra es la única fuente posible de crítica racional y, por ende, el requisito cultural de una genuina democracia.

El análisis de la ideología oligárquica nos permite detectar las contradicciones en que ésta se agita agónicamente; configuran, dichas aporías, las claves intelectuales de nuestra defensa como ciudadanos sometidos a la opresión de la oligarquía, siempre que seamos capaces de comprender dichas incoherencias y hundir en ellas, sin contemplaciones (o con las mismas contemplaciones que los oligarcas tienen con nosotros los ciudadanos), el puñal de la crítica. Si la oligarquía puede caer, será hurgando cruelmente en las heridas ya abiertas en su indigno corpachón corrupto de torturador con corbata y acelerando la dinámica que éstas imprimen al devenir histórico contra la voluntad de los propios oligarcas.
 
Heidegger: la muerte
es la verdad de la existencia.
La primera contradicción es objetiva. Opone el imperativo de verdad en que se fundamenta la ciencia y, por tanto, el desarrollo tecnológico occidental, y el imperativo de acumulación de capital, es decir, los intereses económico-financieros y su cultura hedonista de masas basada en la negación, punto por punto, de la verdad científica. En otros términos, una incompatibilidad de principio –que se revela, no obstante, sólo a largo plazo- entre la “sociedad de producción” y la “sociedad de consumo”.  Dicha aporía no se resuelve, como pretendió uno de los inspiradores de la actual doctrina neocon, el sociólogo conservador Daniel Bell, con la recuperación y reinstitucionalización de los valores ascéticos originarios del proyecto calvinista, puesto que esos valores, en tanto que religiosos, también entrarían en colisión permanente con la ciencia. Una sociedad que depende de la tecnología para subsistir no puede permitirse el lujo de estar erosionando permanentemente la institución científica, no puede pretender, por un lado, la utilidad práctica de la verdad y, por otro lado, el engaño masivo, la cínica manipulación de la soberanía popular en la cima de las instituciones políticas (Leo Strauss), siendo así que dicho fraude tiene que pasar de forma necesaria, en algún momento, por la falsificación consciente de las tareas científicas y filosóficas. Ésta es ya harto evidente en ciencias sociales y humanas como la historiografía, pero termina afectando a disciplinas de importancia vital para la organización técnica de la sociedad como la economía política. A través de las ciencias humanas, la ideología oligárquica se transmite al derecho de las instituciones, las cuales, mediante normas que condicionan el sentido mismo de la investigación, pervierten las ciencias biológicas y de la naturaleza, traduciéndose en una suerte de incompetencia estructural que desencadenará, tarde o temprano, el colapso del sistema capitalista. Estamos asistiendo ya a ese colapso y se trata de comprender en qué consiste la famosa “crisis”, pero semejante problemática escapa a toda especialidad científica, ¡es la filosofía la que debe aquí asumir su tarea en diametral oposición a las pretensiones de Leo Strauss! Creer que la filosofía no se encuentra tan condicionada como el resto de las disciplinas universitarias constituye empero un error, porque la universidad, pública o privada, decide quién será filósofo y filtra a los profesionales en función de los mismos dogmas que éstos, en conciencia, deberían reducir a polvo cósmico. Si llegan a ser “profesionales de la filosofía”, docentes en suma, es porque, de alguna manera, han interiorizado el imperativo ideológico, la prohibición de denunciar el fraude y, por ende, han desertado de la filosofía; si osan criticar la dogmática, entonces, ni siquiera llegan a ser “profesionales” y se les despoja de antemano de toda autoridad para producir “verdad”, circunstancia que conlleva la caída en una suerte de “círculo infernal” a la hora de acometer los problemas críticos de la sociedad contemporánea.

Un nódulo decisivo de esta constelación de aporías letales es el tema ecológico y la finitud de los recursos naturales racionalmente cotejados con las exigencias del negocio capitalista. No creo que sea necesario abundar en las consecuencias que se siguen de la instrumentalización política de las informaciones y evaluaciones científicas cuando éstas no satisfacen las exigencias de la acumulación y reinversión constantes del capital por lo que a la ecología respecta. Este tipo de cortocircuitos “ciencia/política” ya se detectó, en una versión caricaturesca, bajo las dictaduras comunistas. Famoso fue, por ejemplo, el caso Lysenko. Pero sería un error confiar ingenuamente en que este tipo de sucesos no afectan a las “sociedades liberales”, cuya cohesión interna está regida por “compulsiones a la conformidad” tanto o más feroces –por mucho que las vías de exclusión social del desafecto o “disidente” sean otras- que las de un estado totalitario-policial clásico.

A este tema de la contradicción “objetiva” del sistema nos referiremos con cierto abundamiento en el Manifiesto por una Izquierda Nacional, de próxima publicación.

La segunda contradicción es subjetiva. Bien entendido que se trata aquí de la subjetividad de los propios oligarcas como individuos y como grupo, guarda una relación esencial con la anterior. En efecto, no podemos dar por supuesto que esa capacidad de asumir la verdad característica, según Leo Strauss, de los filósofos sea compartida por los oligarcas como tales, quienes no son filósofos, precisamente, sino magnates económicos y políticos. Como sabemos, la cúspide de la oligarquía transnacional es la suma exacta del lobby pro-israelí norteamericano y la casta dirigente del Estado de Israel. El resto de las oligarquías, hasta llegar al último escalón local, están subordinadas a Sión en forma de invisible  cadena  jerárquica. Pero entre estas gentes se cuentan creyentes bíblicos ultraortodoxos y, en general, puede decirse que ni siquiera los sionistas strictu sensu forman un grupo homogéneo. Existen, en fin, entre los oligarcas, diferencias internas nada irrelevantes, como en todas las ideologías. La diferencia fundamental es la que opone a nihilistas y religiosos. La combinación de ambos es explosiva, nunca mejor dicho, porque para los nihilistas el único criterio de conducta es el ejercicio del poder sin límites, que conlleva la indecencia más absoluta con respecto a la veracidad, mientras que para los religiosos habría que tomarse en serio la llegada del mesías hebreo, factor que añade a la “inmoralidad sionista” una “irracionalidad ultraortodoxa” de alcances imprevisibles. Máxime si nos percatamos de que viene combinada con la posesión de armas nucleares. Israel, en efecto, es el único país al que “se le ha tolerado” vulnerar el TNP, o sea, que se lo ha permitido a sí mismo, siendo así que, dentro del hemisferio occidental, por encima de Tel Aviv no quedaría ya, en realidad, instancia soberana alguna a la que apelar. No vamos a abordar aquí el jugoso tema de las angustias existenciales que deben de desgarrar a los kierkegaardianos ejemplares humanos de la oligarquía, oscilantes, en su fuero interno, entre las convicciones de aterradoras perspectivas nihilistas y las necesidades soteriológicas o anhelos religiosos de vario pelaje, compartidos con el resto de los creyentes monoteístas de todas las épocas. Nos interesa más, en este punto, señalar sólo de forma sumaria cómo se manifiesta políticamente esta dolencia en el alma del grupo oligárquico. El escritor argentino Norberto Ceresole ilustra los conflictos internos del universo sionista, clave para explicar decisivos fenómenos de la reciente historia occidental.  Evidentemente, si la oligarquía transnacional es la instancia última que decide en nuestro hemisferio, las más insignificantes diferencias entre sus corrientes internas o personalidades destacadas pueden tener consecuencias nada desdeñables para el resto de la humanidad. No digamos ya si esas diferencias, lejos de toda insignificancia, oponen filosofemas aparentemente tan alejados e incompatibles como el sionismo nacionalista “laico”  (=nihilistas) y la extrema derecha religiosa (=ultraortodoxos). Ceresole habla de una “fractura teológica” que se remonta al reino davídico en tanto que Estado político:

Las nuevas formas que adopta el terrorismo intrajudío son hoy decididamente antiseculares. Más específicamente: se trata de reacciones antiseculares contra una historia ideológica que ahora es considerada como subordinada a una “modernidad”, que es percibida, por los nuevos sujetos históricos, como el peligro más letal que existe para el mantenimiento de su propia identidad. Es así como surgen, entre otros, los principales grupos terroristas judíos (especialmente a partir de la conmoción que origina la guerra del Yom Kipur, según ya hemos señalado): como una reacción violenta contra una historia anterior del judaísmo que ya había adoptado la forma de un sionismo modernizador y globalizante.[35]

Pero Ceresole no llega a tocar al fondo del asunto, a saber, la cuestión de la humana relación con la verdad planteada por Leo Strauss. Y no puede hacerlo porque el propio Ceresole se declara católico. Es frente a esa verdad de la nada que reacciona la ultraortodoxia judía provocando el deslizamiento de las posiciones sionistas laicas hacia las mesiánicas del “nacional-judaísmo”. La propia oligarquía no puede interiorizar esa verdad que Strauss exige asumir a la élite oligárquica. Los oligarcas tienen que engañarse a sí mismos para seguir existiendo como oligarcas. La mentira ha de ser entonces tan enorme, que ellos “crean” mientras, al mismo tiempo, “no creen”, según el concepto del doblepensar de Orwell en la novela 1984. Esta noción apunta a la esencia de la oligarquía e identifica tanto su punto más vulnerable cuanto el de mayor riesgo para el género humano en su conjunto. Las contradicciones subjetiva y objetiva de la sociedad contemporánea, aporías que también interaccionan como dialéctica entre subjetividad y objetividad, van a colocar, en efecto, al sujeto con creencias mesiánicas pero que, al mismo tiempo, experimenta y rehúye la nada en una radical escisión espiritual, frente al mayor poder tecnológico de destrucción que la historia contempla, el armamento nuclear, de manera que la subordinación de la ciencia a los “intereses” adopte la fórmula irracional extrema de instrumentación del terror técnico por parte de una locura soteriológica y escatológica de procedencia bíblica. El fondo del estuche sale ahora a la superficie y la subjetividad de Yahvé en cuanto negación del mundo se consuma en forma de destrucción apocalíptica.
 


[1] Hessel, S., Mi baile con el siglo, Barcelona, Destino, 2011, p. 12.
[2] La cita que encabeza este capítulo es un resumen de dicho hegelianismo, al que nos atenemos en la medida en que el propio Hessel se autointerpreta a partir de él.
[3] Glucksmann, A., La cocinera y el devorador de hombres. Ensayo sobre el estado, el marxismo y los campos de concentración, Barcelona, Mandrágora, 1977, pp. 193-194.
[4] Glucksmann, A., Los maestros pensadores, Barcelona, Anagrama, 1978, p. 89.
[5] Lévy, B-H., La barbarie con rostro humano, Caracas, Monte Ávila, 1978, pp. 10-11.
[6] Lévy, B-H., El testamento de Dios, Buenos Aires, 1979, p. (4).
[7] Op.cit., p. 11.
[8] Op. cit., p. 12.
[9] Op. cit., pp. 12-13.
[10] Petras, J., Economía política del imperialismo contemporáneo, Madrid, Maia, 2009, pp. 116: “es absurdo buscar las raíces de las prácticas imperialistas totalitarias de estos políticos sionistas en los escritos de mediocres y oscuros politólogos aficionados a la astrología (Leo Strauss), cuando en toda su vida política activa se han formado y comprometido profundamente con las políticas terroristas del Estado de Israel, del que han tomado sus referencias ideológicas y aprendido sus lecciones políticas”.
 [11] Petras, J., op. cit., pp. 104-105.
[12] Petras, J., op. cit., pp. 10-11.
[13] Op. cit., p. 15.
[14] Op. cit., p. 17.
[15] Op. cit., p. 18.
[16] Op. cit., p. 19.
[17] Op. cit., pp. 20-21.
[18] Op. cit., p. 22.
[19] Op. cit., p. 23.
[20]La desigualdad en la distribución de la renta en los EEUU es la peor de todo el mundo capitalista desarrollado” (op. cit., p. 32).
[21] Op. cit., p. 39.
[22] Op.cit., p. 41.
[23] Op.cit., p. 75.
[24] Op. cit., pp. 41-42.
[25] Op. cit., pp. 114-116.
[26] Strauss, L., Liberalism Ancient and Modern, Nueva York, Basic Books, 1968, p. 100, citado por Holmes, op. cit., p. 91.
[27] Holmes, S., op. cit., p. 91.
[28] Ibidem.
[29] Strauss, L., The Rebirth of Classical Political Rationalism, p. 234; Persecution and the Art of Writing (Glencoe, Ill., Free Press, 1952), p. 24; Natural Right and History (Chicago, University of Chicago Press, 1953), pp. 260, 220; What is Political Philosophy? (Glencoe Ill., Free Press, 1959), pp. 221-222. Citado por Holmes, S., op. cit., p. 92.
[30] Holmes, S., op. cit., pp. 92, 93.
[31] Bloom, A., The Closing of the American Mind (Nueva York, Simon and Schuster, 1987), p. 285.  Citado por Holmes, S., op. cit., p. 93.
[32] Strauss, L., Natural Right and History, p. 81; Liberalism Ancient and Modern, p. 85; Persecution and the Art of Writing, p. 36. Citado por Holmes, S., op. cit., p. 93.
[33] Farrerons, J., “Heidegger y la criminalización del fascismo”, Disidencias, Madrid, Ed. Barbarroja, núm. 9, 2009, pp. 11-58.
[34] Holmes, S., op. cit., p. 95.
[35] Ceresole, N., La falsificación de la realidad, Madrid, Libertarias, 1998, pp. 310-311.