Veintitrés años después del opúsculo "El problema cultural del fascismo" (1987), ¿hasta qué punto cabe convalidar lo dicho entonces? A fin de aclarar esta duda, he redactado el siguiente estudio, que se basa también en mi experiencia como profesional del mundo penal, es decir, del sistema penitenciario organizado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Me temo, en este sentido, que la mentada convalidación es casi total, aunque dejo este interrogante abierto al juicio del propio lector. En la foto, soldados alemanes prisioneros de los comunistas. No hace falta explicar cuál fue su destino.
El fascismo fue considerado "el mal absoluto" antes de que se le empezaran a imputar genocidios. Mientras eso ocurría, el inventor de la etiqueta, a saber, Iósif Stalin, había exterminado ya a millones de personas en su país, pero entre los intelectuales de izquierdas pasaba por progresista.
En la actualidad, las democracias liberales utilizan la palabra "fascismo" como sinónimo de lo más diabólico y terrible que haya existido y, con la boca ya no tan pequeña, rechazan también el comunismo. A tales efectos, han institucionalizado el lenguaje antifascista y califican al régimen soviético de... fascista. Es decir, utilizan el código simbólico de Stalin para criminalizar a Stalin. El comunismo no sería sólo fascismo, sino el verdadero fascismo, del que los fascistas habrían sido sólo tristes imitadores. Si aceptamos este fraude semántico del judío André Glucksmann, ayer comunista, hoy sionista, los fascistas inventaron el antifascismo que Occidente emplea para estigmatizar a todos sus adversarios. ¿Occidente sería también, por tanto, fascista? ¿El antifascismo, fascista?
Sorprendente. Pero se trata de "resolver" el problema simbólico de la alianza entre dichas democracias liberales y el comunismo contra Hitler. Hay un fascismo "de verdad" que era el comunismo como hay un "islamo-fascismo" (o un "nazi-sionismo"). Occidente siempre ha luchado contra el mismo enemigo fascista y poco importa que, de forma transitoria, se alíe con una de sus formas para derrotar a otra. Mientras tanto, el régimen de Mussolini, que diera nombre al supuesto "mal absoluto", tiene en su haber 25 condenas a muerte frente a las más de ochocientas víctimas de ETA. Tampoco importa. ETA acusaba de fascistas a sus víctimas y éstas de fascista a ETA. A nadie se le antojaba que esta cabriola verbal ilustrara una vez más el brudo trilerismo semántico de los "intelectuales" (siempre ansiosos de complacer al amo).
Cúmulo de manipulaciones que forma parte de la esencial impostura del régimen de mentirosos, corruptos, criminales y genocidas que gobierna el hemisferio occidental, el sujeto del discurso oligárquico no sólo explota, saquea y extermina a la gente desde cómodos despachos de usureros, sino que, por si fuera poco, pretende sustraerles la inteligencia y la libertad espiritual a base de bochornosos lavados de cerebro. De este enorme fraude, quizá el mayor de la historia, forma parte del fenómeno de la criminalización del fascismo que guía nuestros pasos desde 1987, cuando redactamos "El problema cultural del fascismo".
Jaume Farrerons
13 de febrero de 2013
Editado el 6 de junio de 2024.
El texto que viene a continuación forma parte del trabajo de investigación del DEA (Diploma de Estudios Avanzados) que Jaume Farrerons presentó ante un tribunal de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona el 11 de octubre de 2007 y fue calificado por el mismo con matrícula de honor, acreditando su suficiencia investigadora (CSF). El fragmento en cuestión se encuentra bajo licencia libre y puede, por tanto, ser citado siempre que se indique la fuente. Ha sido publicado en "Disidencias", núm. 9, en el año 2009, bajo el título "Heidegger y la criminalización del fascismo". Dicha revista cuenta, entre otras, con la colaboración del filósofo español Gustavo Bueno.
LA CRIMINALIZACIÓN DEL FASCISMO
Ya que se apela a la razón, la cuestión sería qué hemos de entender por “fascismo”, pero aquí el debate parece haber sido cerrado en nombre de la razón misma. Ahora bien, si lo que se reivindica es la luz, ¿por qué esta contradicción flagrante entre la retórica y las pautas reales de conducta? A este respecto, conviene subrayar en este momento que la totalidad de las teorías científicas que pretendían “explicar” el fascismo científicamente han caído por su propio peso:
“Al cap i a la fi, és la rigidesa dels supòsits metodològics que són la base d’aquestes grans teories la que no els permet funcionar. Per una banda, perquè es basen en una aproximació essencialment negativa: per a uns, allò que no és democracia liberal, o és totalitarisme o es trova a mig camí (autoritarisme); per uns altres, allò que està en contra del moviment obrer organitzat és una reacció capitalista; per a uns tercers, allò que no respon als criteris (pre)definits de la modernitat és un pes del passat. I, finalment, perquè es pren la part, la fixació històrica del fenomen –l’etapa econòmica, la fase del capitalisme, l’era de les masses-, pel tot explicatiu.”[1]
La escandalosa funcionalidad política de las grandes teorizaciones historiográficas oficiales sobre el fascismo ha posibilitado que los historiadores liberales
[2] hayan podido agrupar comunismo y fascismo bajo el concepto genérico de totalitarismo, mientras los historiadores marxistas
[3] identificaban el fascismo con una de las etapas de desarrollo del capitalismo y, por ende, se lo endosaban a sus adversarios occidentales:
“El resultat de la segona guerra mundial i la inmediata divisió del món en dos grans blocs afegiren a l’ànsia de saber la d’instrumentalitzar l’enemic –comú- vençut com a arma llancívola en el combat ideològic de la posguerra.”[4]
A la vista de semejantes “resultados”, entendemos que una y otra exégesis, a despecho de cuál haya sido el desenlace de la guerra fría, cuestionan la cientificidad de semejante “historiografía” en su totalidad. Aquello que podemos aprender del desastre teórico que han representado las interpretaciones ideológicas del fascismo es, en primer lugar, que actitudes como la de E. Faye (o V. Farías) se colocan automáticamente, a pesar de su retórica racionalista, fuera de la razón; en segundo lugar, que no se puede comprender un fenómeno histórico amordazando al sujeto que lo encarna a fin de impedirle que exprese lo que pretende ser y lo que, supuestamente al menos, aspira a conseguir:
“En resum, crec que podríem sintetitzar la crítica a les grans teories, i localitzar al mateix temps la causa del seu no-funcionament, en la ignorància del subjecte feixista, atès que el subjecte real seria en un altre lloc –en les diferents elits. I, si no hi ha subjecte, no hi ha (no és inherent al model) ideología, ja que, al capdavall, hauria estat creada per a engañar, engalipar, manipular, controlar… les masses. Ergo, seria irrellevant el material de què haja estat construït l’engany.”
[5]
Aceptar para los fascistas los supuestos etnometodológicos que la criminología crítica admite, empero, incluso para los peores criminales, a saber, que no podemos comprender –en el sentido hermenéutico vulgar de verstehen- a un sujeto sin identificarnos de alguna manera con él y experimentar el mundo tal como él lo experimenta, supondría una auténtica “revolución” en la interpretación del fascismo y, por ende, en la lectura de Heidegger, lo que es tanto como decir: en nuestra “conciencia” en general. ¿Debemos, pues, para emplear la terminología posmoderna, hacer nuestro lo otro abismático y extraño frente a lo mismo de la normalidad humanista?
“
De acuerdo con Matza, cuando analizamos las actividades desde el punto de vista del sujeto desviado, nos damos cuenta de que son viables desde su propia perspectiva. Tienen sentido. Las llamamos “desviación” porque esta diversidad se caracteriza por, aun siendo visible, hallarse proscrita por una norma, pero rechaza que se trate de una diversidad patológica. Con ello se niega la imagen de patología o desorganización asociada al mundo desviado. Pero de igual modo, y de nuevo conviene remarcarlo, se combate la noción romántica que omite describir, aun siendo parte integrante del fenómeno, el sufrimiento de estas personas.”[6]
Debemos admitir que un “fascista”, a los ojos de la mayoría, es un “desviado”, pero no necesariamente un delincuente. Como sabemos, la escuela etnometodológica, cuyo principal representante es el sociólogo Harold Garfinkel, se inspira en la fenomenología que llegó a Estados Unidos con Alfred Schutz
[7] y ha resultado decisiva a la hora de determinar las características específicas de los métodos en ciencias sociales y humanas posteriores a la crisis del funcionalismo.
[8] Aquí el camino ha sido el inverso que en la filosofía, donde se ha pasado del sujeto a las estructuras (recordemos la crítica de Levi-Strauss a Sartre) casi al mismo tiempo que la ciencia social hacía del
sujeto práxico su referente central en perjuicio de la impersonalidad sistémica. Ahora bien, el planteamiento etnometodológico es también inseparable de la propia hermenéutica y vale tanto a los efectos de la exégesis de Heidegger como de una virtual “fenomenología hermenéutica del ‘fascismo’”:
“
para entender la acción social, deben examinarse las condiciones bajo las cuales se actúa. La primera condición es que se actúa en atención a la situación con que nos encontramos, ello sugiere una segunda condición, esto es, que se actúa en función de cómo se interpreta la situación.”[9]
La fenomenología hermenéutica de la vida fáctica descubierta por Heidegger en 1919 entra así en el ámbito de las ciencias sociales a mediados de los años sesenta, cerrando un círculo que incidirá sobre la exégesis del propio Heidegger a través de una ya insoslayable interpretación etnometodológica del “sujeto fascista”. En efecto, una vez admitido que no existe ni existirá conocimiento válido alguno sobre el fascismo abstracción hecha de su subjetualidad, ¿qué pasa cuando se constata que esa “conciencia fascista” ha sido articulada por el pensador más importante del siglo XX? ¿Cómo podemos ponernos en el lugar o situarnos en la perspectiva del “fascismo” sin experimentar el ser-para-la-muerte (Sein-zum-Tode)? ¿Qué consecuencias tiene este hecho para la historiografía y las ciencias sociales? ¿Cabe comprender dicha experiencia haciendo caso omiso de su pretensión de validez, indisociable, empero, de su significado? En el planteamiento de Faye, el sujeto fascista ha sido, sin embargo, suprimido, porque el “método” de este autor (por llamarlo de alguna manera) no consiste en interpretar a Heidegger ex hiphotesi como codificación filosófica de la conciencia fascista, lo que le forzaría a plantearse la cuestión de su “verdad”, sino en poner dicha conciencia en contacto con una hipóstasis semántica externa y opaca llamada “fascismo” que, en calidad de “mal absoluto” y vulnerando todos los supuestos de la práctica científica, permanecería siempre al margen de la crítica. La “lectura” (?) de Heidegger consistirá entonces, para Faye y Farías, en algo así como la instrucción de un sumario donde habría que detectar en cada frase de Heidegger el sentido de la relación con una tal “realidad” delictiva y criminal previamente constituida, de espaldas a la teoría, en el limbo científicamente autocomplaciente de la “memoria histórica” –refugio de dudosos intereses oriundos de la política. El “fascismo” representa en este contexto la coagulación social de una narración propagandística de (post)guerra a la que se puede aplicar de forma fructífera la entera panoplia conceptual de la criminología del etiquetamiento (labelling approach):
“
La forma cómo se manifiesta la indignación moral es por medio de la denuncia pública. La indignación moral sirve para destruir a la persona denunciada y puede contribuir a reforzar la solidaridad de grupo. Esta destrucción se opera por la aniquilación de su antigua identidad y la adscripción de una nueva; no se trata de que esta nueva se añada a la preexistente, sino que la sustituye, “el sujeto es lo que siempre había sido, un ladrón” (…) Estas ceremonias se dan en toda sociedad como forma de reforzar la solidaridad social. Ello se consigue “expulsando” a la persona que ha retado este orden asumido. Para poder expulsarle le provee de una nueva identidad, extraña a la de cualquiera de sus conciudadanos.”
[10]
Heidegger, filósofo reputadísimo, pasa de esta suerte a convertirse en un “nazi”, es decir, en un criminal. Pero conviene no olvidar que este “cambio de identidad”, que se extiende de facto a su filosofía, sólo es posible por la fijación del “contacto” con los fascistas, una maniobra retórica en la que se agotan todas las “pruebas” de Faye y Farías. De manera que podemos preguntarnos si en el seno del propio fascismo se produjo ya una reinterpretación semejante mucho antes de que se perpetraran los crímenes que luego se utilizarán circularmente para legitimar su estigmatización, según el principio: “el sujeto fascista comete tales o cuales actos delictivos porque había sido ya siempre, desde el principio y sustancialmente, un asesino”. Este postulado “fundamenta” tautológicamente en Faye y Farías todo lo que se pretende “informar” sobre el “contenido” del pensamiento heideggeriano en tanto que articulación subjetual del “fascismo”.
Una posible exégesis del fascismo desde las teorías sociológicas de inspiración fenomenológica y hermenéutica requiere, aunque sólo sea de manera indicativa, desbrozar el espacio de una cuestión previa, a saber, ¿en qué horizonte de sentido o situación histórica cabe ubicar este supuesto etiquetamiento previo que determinará la construcción social de la carrera "criminal" del fascismo? A nuestro entender, la respuesta a esta pregunta debe poner en primer plano el horizonte de secularización de los valores y filosofemas de procedencia judeocristiana que define la modernidad. Dicho fenómeno genera en su seno de forma espontánea un lugar simbólico negativo, inicialmente vacío, que deberá ser ocupado por una “realidad” contemporánea y que de alguna manera desempañará el papel que se espera de la misma siguiendo el proceso sociológico harto conocido de la self-fulfilling prophecy. En definitiva, el “lugar” pertenece de antemano a los agentes apocalípticos que se oponen al designio divino y que, en el contexto del progresismo secularizado, obstaculizan la feliz realización de la historia en forma de paraíso social hedonista y eudemonista. Este demonio teológico devenido hombre de carne y hueso o grupo político o Estado secular es el fascismo. ¿Por qué, empero, precisamente el fascismo, si se puede demostrar con estupefaciente facilidad que las imputaciones de criminalidad operan contra él de forma retroactiva y son, por tanto, el resultado esperable y poco menos que necesario –si hemos de convalidar los procesos de criminalización analizados por la sociología- del etiquetamiento previo? Porque el fascismo, y sólo el fascismo, quiso encarnar el evento histórico que hizo suya la tematización y negación de la secularización misma en cuanto tal articulada filosóficamente. Es decir, el sujeto fascista se auto-instituyó, término “fascista” mediante, como significante de extensas tramas de sentido que ya habían sido iluminadas por un filósofo, a saber, el alemán Friedrich Nietzsche, y que, emanando de la propia izquierda revolucionaria (recordemos que Benito Mussolini, el fundador del fascismo, es un político socialista), materializaban una virtual subversión de significado/validez/valor ya precomprendida en el seno del proyecto progresista en tanto que definición e interpretación de la situación histórica judeocristiano-secularizada. A este respecto, puede resultar muy ilustrativo transcribir palabras de Mussolini pronunciadas a partir del año 1919 (por las mismas fechas en que Heidegger inicia el camino teórico que le conducirá al enunciado “la muerte es la verdad de la existencia”) en las que acontece el tránsito de la filosofía a la política con una nitidez poco menos que deslumbrante:
"Nosotros que detestamos profundamente todos los cristianismos, tanto el de Jesús como el de Marx, sentimos una extraordinaria simpatía por el nuevo incremento que toma, en la vida moderna, el culto pagano de la fuerza y el valor... ¡basta ya, teólogos rojos y negros de todas las iglesias, de astutas y falsas promesas de un paraíso que no llegará jamás! ¡Basta ya, ridículos salvadores del género humano que se ríe de vuestras infalibles recetas para alcanzar la felicidad (…) Nosotros hemos destrozado todas las verdades reveladas, hemos escupido sobre todos los dogmas, hemos rechazado todos los paraísos... sobre todo, no creemos en la felicidad, en la salvación, en la tierra prometida..."[11]
El fascismo hace suyo el proyecto de Nietzsche. En este momento, y sólo en este momento, se fijan las condiciones de posibilidad de la guerra civil europea (y de la posterior extensión de la misma a escala internacional) como conflicto que debe decidir sobre los valores, en el sentido de la
transvaloración de todos los valores hasta entonces vigentes. Este hecho es independiente de que la exégesis fascista de Nietzsche sea o no filológicamente correcta, como lo es también de que los marxistas-leninistas bolcheviques hayan interpretado la obra de Marx rigurosamente o, por el contrario, la hayan manipulado de forma grosera. La fundación
ex nihilo del fascismo español, que nos permite observar los procesos de interacción simbólica con los marxistas desde un “punto cero” local perfectamente identificable y controlable, ilustra que la izquierda comunista y socialista, la misma que había perpetrado ya a la sazón asesinatos en masa y exterminado a millones de personas en la Rusia bolchevique, se siente de antemano moral y políticamente autorizada a asesinar a los fascistas en tanto que encarnación del “fascismo” (=mal absoluto). Un fascismo sobre el cual, empero, recordémoslo, en aquél entonces no pesa acusación alguna de genocidio, sino, antes bien, una estigmatización simbólica de carácter filosófico. Será ésta, a nuestro entender, la que conducirá, por su propia dinámica de interacción simbólica con el humanismo cristiano y socialista, a la violencia sistemática innegable desplegada por los propios fascistas:
“El primer derramamiento de sangre lo produjeron las izquierdas en Daimiel, el 2 de noviembre de 1933: un jonsista, funcionario del Estado, fue muerto a puñaladas. Un mes mas tarde, Ruiz de Alda escapó a un atentado al pasar por Tudela, camino de Pamplona; su coche fue capturado e incendiado por un grupo de atacantes. Durante la venta del quinto número de FE, el 11 de enero de 1934, se produjo una pelea en el curso de la cual fue muerto a tiros un joven de veintidós años, simpatizante de Falange. Otros incidentes semejantes empezaron a producirse en las universidades de Sevilla y Zaragoza, en las que el SEU era relativamente fuerte. Antes de finalizar el mes, otros cuatro falangistas fueron asesinados en diversos lugares del país. (…) Esta sucesión de atentados contra el naciente movimiento fascista sin respuesta, hicieron que algunos dieran a la Falange el sobrenombre de “Funeraria española” y a su líder el de “Juan Simón el Enterrador”.”[12]
Subrayemos que será la derecha cristiana y biempensante la que exigirá al fascismo que adopte estrategias más agresivas; la respuesta de José Antonio Primo de Rivera (el “sujeto fascista”) no puede ser ignorada:
“la Falange Española no se parece en nada a una organización de delincuentes ni piensa copiar los métodos de tales organizaciones, por muchos estímulos oficiosos que reciba.”[13] En todos los países de Europa, casi sin excepción, la célebre “violencia fascista” se concibe a sí misma como una respuesta a una brutal violencia “escatológica” procedente de la extrema izquierda bolcheviquizada y, en último término, de Moscú. Sin embargo, observamos que dicho factor causal ha terminado siendo omitido por las ideologías cristiano-progresistas de los historiadores, los periodistas y los políticos, colocando el carro delante del caballo y calificando de “fascista”, en el mejor de los casos, la actitud del radicalismo rojo (como se hace actualmente con la banda terrorista ETA). Este fenómeno de inversión fraudulenta de la causa y el efecto, mil veces documentado, no modificará ni un ápice, una vez descubierto y fundamentado por el oficio historiográfico, el significado social de un vocablo, “fascismo”, cuyo lugar en la mitología progresista venía preparado por una evolución religiosa milenaria y por la invisceración de determinados valores “humanistas”, más allá de cualquier reflexión o crítica “objetiva” posible, en la conciencia de los intelectuales europeos. El carácter circular o reflexivo de la “imputación” y de la “explicación” del fenómeno fascista se puede hacer valer tanto en el nivel individual del análisis (el militante fascista) como en el grupal (organizaciones y movimientos fascistas) y el institucional (los estados fascistas), y rige para los años 30, pero también para la actualidad, cuando los “fascistas” son producidos por el propio y omnipresente discurso antifascista, que al identificar fascismo y violencia posibilita que criminales de derecho común se adhieran a determinados símbolos como forma de (auto)justificación de sus fechorías (es el caso de los llamados
skin heads). El “fascismo” responde así, como ya hemos adelantado, a un proceso constructivista social que despliega las consecuencias inexorables de la interpretación de la situación histórica prerrevolucionaria y revolucionaria de principios del siglo XX, concebida a los ojos de los intelectuales progresistas como el inicio de la lucha escatológica que precederá a la instauración de un estado social de “felicidad” y al “final de la historia”.
La génesis del holocausto
Sobre semejante trasfondo semántico se produce la (auto) (re) interpretación de la identidad fascista en tanto que respuesta a la estigmatización izquierdista:
“¿Qué cambios experimenta la vida de la persona cuando su acto es definido como delito? De nuevo debe observarse la influencia del interaccionismo simbólico. De acuerdo con éste, el individuo construye su “yo” (self) en base a la interacción con los demás individuos. El individuo puede creerse una “belleza” y actuar acorde con esta creencia, pero en la medida en que la respuesta de los demás no reafirme esta creencia, el individuo tenderá a modificar la percepción de sí mismo. Si ello es trasladado a los sujetos infractores puede observarse que raramente éstos tienen una concepción de sí mismos como “delincuentes”, sus actos tienen para ellos alguna explicación o justificación que los desprovee del carácter de “criminales”.”[14]
En efecto, cuando el fascista ejerce la violencia contra sus adversarios de izquierda, no se considera a sí mismo un criminal, sino que entiende estar amparando su propia integridad física y, por ende, la de la sociedad civilizada, frente a un programa de exterminio social que ha sido perfectamente documentado en la actualidad tras la apertura de los archivos de Moscú, pero que a la sazón era ya conocido en toda Europa desde la fecha misma de su desencadenamiento explícito, a saber, el 2 de septiembre de 1918. Lenin, en efecto, nunca ocultó sus métodos y sólo ignoró las ominosas realidades de la revolución quien quiso ignorarlas en aras de la realización histórica de determinados “valores humanistas”. Así, cuando Mussolini declara la nulidad moral del proyecto profético-utópico secularizado y deviene la encarnación del “mal absoluto” en el seno del universo mental progresista, miles de personas han sido ya asesinadas en los confines de Europa sin que la mayoría de los “intelectuales” consideren tales acontecimientos desde el punto de vista de posibles amenazas para el género humano:
“en noviembre de 1917, Lenin organizó de manera deliberada el terror y ello pese a la ausencia de cualquier manifestación de oposición declarada de los demás partidos o de los diferentes sectores de la sociedad.”[15]
Estamos en el origen del siglo XX, centuria del horror que en ningún caso emprenden los fascistas. La extremada brutalidad
[16] y la aparente falta de motivación de la violencia bolchevique no debe engañar: el “derecho” a exterminar no se fundamenta en la respuesta de los ejércitos contrarrevolucionarios, muy posterior al desencadenamiento del “terror rojo”, sino en la “hipertrofia de legitimidad” emanada de un ideario milenarista heredero del judeocristianismo y presunto portador del “bien absoluto”, a saber, el paraíso social y la promesa de una “superación” tecnológica de la muerte que Marcuse ha formulado
a posteriori de forma explícita. Así, mientras la violencia comunista es activa, causal, autosuficiente, la fascista, en ocasiones -pero no siempre- tan brutal como la primera, tiene empero un carácter eminentemente
reactivo. Esta constatación no pretende legitimar o siquiera atenuar la gravedad de los crímenes fascistas, sino únicamente comprender su sentido de acuerdo con el significado técnico de la
Verstehen hermenéutica. La conciencia y la identidad fascistas se constituyen en el contexto de lucha sin cuartel contra el terrorismo de la izquierda (filo) bolchevique, es decir, en tanto que oposición visceral a la veteromodernidad y, en ese sentido, y sólo en este sentido, como negatividad pura erigida frente a la revolución en correlato antagónico del supuesto “fin de la historia” de sus adversarios “progresistas”. Éstos contarán con la soterrada complicidad del imaginario simbólico occidental construido por la burguesía desde la época de la revolución francesa.
Los fascistas, en cambio, permanecerán solos hasta la derrota final, que será bélica, pero, ante todo, esencialmente espiritual (fascismo=crimen). Ahora bien, es de tal horizonte de significación que se desprende la imputación de irracionalismo, que imprime al discurso fascista el marchamo gnoseológico correspondiente a una diabolización sustantiva de carácter axiológico, político y moral.
Por lo que respecta a la asignación social del estigma, los teóricos del etiquetamiento se han expresado con claridad: los mecanismos de estigmatización no son “objetivos” ni “racionales”. La escuela del labelling approach dedicó estudios iluminadores a los procesos de criminalización de la marihuana, de las brujas y de determinados actos desviados típicos de la adolescencia que el sujeto agente no interpreta en ningún momento como delito. De ahí se concluye que “el proceso de etiquetamiento cumple unas funciones sociales, independientemente de lo que se etiquete”, lo que permite que ciertos delitos sean perseguidos, pero otros no provoquen la reacción de las correspondientes instancias de control social, en último término ligadas a valores, es decir, a estructuras “cosmovisionales” e “ideológicas” que los exoneran: “Ello desde luego ya había sido afirmado por Durkheim, de acuerdo con el cual el castigo permitía reafirmar los valores que se protegían y que cohesionaban la sociedad. Al castigar su vulneración se estaba reafirmando que estos valores eran socialmente apreciados.”[17] Es sobre esta base que Lenin puede afirmar públicamente la legitimidad del “terror rojo” codificándolo como norma legal:
“Creo que lo esencial está claro. Hay que plantear abiertamente el principio, justo políticamente –y no solamente en términos jurídicos-, que motiva la esencia y la justificación del terror, su necesidad y sus límites. El tribunal no debe suprimir el terror, decirlo sería mentirse o mentir; sino fundamentarlo, legalizarlo en los principios, claramente, sin disimular ni maquillar la verdad. La formulación debe ser lo más abierta posible, porque sólo la conciencia legal revolucionaria y la conciencia revolucionaria crean las condiciones de aplicación fácticas.”[18]
La “gravedad” del “acto” calificado de delito y fundamento de la estigmatización no dependería, por tanto, del “hecho en sí”, sino de su interpretación en clave axiológica y, en consecuencia, de la mediación cosmovisional que implica, en una situación estándar de etiquetamiento, tanto a las instancias judiciales cuanto a las mediáticas y científicas. En definitiva, es una determinada sociedad la que decide lo que es delito o no lo es, incluso en casos extremos: “tomando un ejemplo límite como el acto de matar, éste no podrá definirse como desviado hasta observarse qué reacción social ocasiona. Esta reacción social variará obviamente con el contexto en el cual el acto se produce; matar para robar puede definirse como un acto desviado ya que origina una reacción social negativa; sin embargo, no se origina una reacción social negativa frente al que mata en legítima defensa, o frente al que mata en una guerra.”
[19] Podemos afirmar que tampoco se origina una reacción social negativa frente al que mata en nombre de los valores cristiano-progresistas; en cambio, sí se produce dicha reacción cuando el agente niega expresamente dichos valores, y ello tanto si mata como si no:
“Cuando en enero de 1939 se preguntó a los norteamericanos quién querrían que fuera el vencedor, si estallaba un enfrentamiento entre Alemania y la Unión Soviética, el 83 por 100 afirmó que prefería la victoria soviética, frente al 17 por 100 que mostró sus preferencias por Alemania. En un siglo dominado por el enfrentamiento entre el comunismo anticapitalista de la revolución de octubre, representado por la URSS, y el capitalismo anticomunista cuyo mejor defensor y mejor exponente era Estados Unidos, esa declaración de simpatía, o al menos de preferencia, hacia el centro neurálgico de la revolución mundial frente a un país fuertemente anticomunista, con una economía de corte claramente capitalista, es una anomalía, tanto más cuanto que todo el mundo reconocía que en ese momento la tiranía estalinista impuesta en la URSS estaba en su peor momento.”[20]
Hobsbawm, empero, no acierta a explicar esta hostilidad más que con declaraciones contradictorias sobre el desafío a la civilización occidental que representaba Alemania y que, al parecer, no se observaría en la URSS ¡ni siquiera en la época de Stalin! Y ello pese a que a la altura del año 1939 el régimen comunista bolchevique había cometido ya varios crímenes de masas y el nacionalsocialista, pese a ciertas atrocidades innegables como la persecución y asesinato de opositores políticos o la eutanasia aplicada a los deficientes mentales, todavía no había cruzado el límite jurídico del genocidio:
“Los que leían libros (incluido el Mein Kampf del Führer) eran los que tenían más posibilidades de reconocer, en la sangrienta retórica de los agitadores racistas y en la tortura y el asesinato localizados en Dachau o Buchenwald, la amenaza de un mundo entero construido sobre la subversión deliberada de la civilización.”[21]
¿No entrañaba, empero, una subversión deliberada de la civilización la política de “compulsión infinita” desplegada por Moscú, una masacre sistemática que se basaba también en la tortura y el asesinato, pero además, en el exterminio masivo y planificado de segmentos enteros de la sociedad, y de etnias y poblaciones en su totalidad, como los kulaks y los cosacos? Según Courtois, “desde 1920, la ‘descosaquización’ encaja ampliamente en la definición de genocidio.”
[22]Pero hasta el año 1939, cabe acreditar las siguientes muestras de lo que, en mayor medida que el nazismo hasta ese momento, cabría en buena lógica entender por una verdadera subversión deliberada de la civilización y que, no obstante, Hobsbawm pasa alegremente por alto: a/ cinco millones de víctimas de la hambruna planificada por Lenin en 1922; b/ fusilamiento de decenas de miles de obreros y campesinos por orden de Lenin (1918-1922); c/ asesinato de decenas de miles de personas en los campos de concentración 1918-1930; d/ liquidación de 690.000 personas durante la Gran Purga estalinista de 1937-1938; e/ deportación de dos millones de kulaks en 1930-1932; f/ destrucción por hambruna planificada de 6 millones de ucranianos entre 1932 y 1933.
[23] Estamos hablando de cifras que doblan ya las del holocausto en unas fechas en las que éste ni siquiera ha comenzado. Comparar las torturas de Dachau y Buchenwald, que eran campos de concentración y no de exterminio, con el aniquilamiento de 13 millones de personas, comporta una impostura moral de dimensiones cósmicas que, sin embargo, constituye la realidad cotidiana de nuestras sociedades “democráticas”.
[24] Hobsbawm es así incapaz de aportar un solo argumento racional de carácter jurídico y humanitario que explique la preferencia de los intelectuales y de las masas norteamericanas por el régimen de Stalin. Las únicas coartadas con las que pretende legitimar su dudoso discurso son de tipo ideológico-cosmovisional, pero él mismo reconoce que las caracterizaciones y los términos descriptivos que utiliza ni siquiera tienen sentido, por más que tampoco se preocupe de corregirlos:
“A medida que avanzaba la década de 1930 era cada vez más patente que lo que estaba en juego no era sólo el equilibrio de poder entre las naciones-estado que constituían el sistema internacional (principalmente europeo), y que la política de Occidente –desde la URSS hasta el continente americano, pasando por Europa- había de interpretarse no tanto como un enfrentamiento entre estados, sino como una guerra civil ideológica internacional. (…) Y en esta guerra civil el enfrentamiento fundamental no era el del capitalismo con la revolución social comunista, sino el de diferentes familias ideológicas: por un lado los herederos de la Ilustración del siglo XVIII y de las grandes revoluciones, incluida, naturalmente, la revolución rusa; por el otro, sus oponentes. En resumen, la frontera no separaba al capitalismo y al comunismo, sino lo que el siglo XIX había llamado “progreso” y “reacción”, con la salvedad de que esos términos ya no eran apropiados.”[25]
No eran apropiados porque el fascismo no representaba un simple proyecto de restauración tradicionalista y de retorno al antiguo régimen, es decir, un vulgar reaccionarismo de extrema derecha, ni una mera respuesta fideísta religiosa a la ilustración dieciochesca, sino un modelo alternativo modernidad y crítica racional de la ilustración en la cual se apelaba a la filosofía y a la ciencia, es decir, a la razón, para rechazar el racionalismo intelectualista, el individualismo burgués y la concepción judeocristiano-secularizada del progreso. Con lo dicho podemos empezar a entender por qué los genocidios, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad perpetrados por los vencedores quedaron impunes, mientras que Auschwitz pasaba a formar parte del repertorio cotidiano de la cultura, la política y de los medios de comunicación a escala mundial:
“Pero ¿por qué ese débil eco en la opinión pública de los testimonios relativos a los crímenes comunistas? ¿Por qué ese silencio incómodo de los políticos? Y, sobre todo, ¿por qué ese silencio “académico” sobre la catástrofe comunista que ha afectado, desde hace ochenta años, a cerca de una tercera parte del género humano en cuatro continentes? ¿Por qué esa incapacidad para colocar en el centro del análisis del comunismo un factor tan esencial como el crimen, el crimen en masa, el crimen sistemático, el crimen contra la Humanidad? ¿Nos encontramos frente a una imposibilidad de comprender? ¿No se trata más bien de una negativa deliberada a saber, de un temor a comprender?[26]
La teoría del etiquetaje nos ofrece, una vez más, el indicio de una posible explicación, que en todo caso remite a la filosofía:
“Llegados a este punto podría preguntarse, ¿si no existe ninguna diferencia cualitativa entre los diversos actos, qué es lo que permite que unos sean tipificados en los códigos penales, en tanto que otros sean considerados como meramente ilícitos o incluso lícitos? ¿Por qué unos se etiquetan en tanto que otros no? De nuevo, la respuesta más obvia era afirmar que precisamente se castigaban aquellos actos más graves, que ponían en peligro la subsistencia del sistema social. Sin embargo, si bien ésta era la respuesta que dictaba el sentido común, ésta se veía desmentida por la experiencia personal y los estudios de los teóricos del etiquetamiento. (…) el castigo era una forma de degradar determinadas actividades, designar a determinadas actividades como delictivas era una forma de asegurarse que no iban a gozar del favor de los ciudadanos bien pensantes. Dominar los símbolos –el lenguaje-, ser capaz de establecer las definiciones, es una forma de controlar las actitudes igual que otras formas de control, pero más sutil.” [27]
La definición del fascismo como “mal absoluto”, un discurso sin conexión alguna con la realidad pero generador de unos efectos reales que iban a legitimarlo al fin de forma retrospectiva, es un ejemplo colosal del dominio de los símbolos y del lenguaje respaldado por el poder y por la ideología del mundo veteromoderno. En consecuencia, hablar de irracionalidad a propósito del fascismo y hacerlo, por si fuera poco, desde la “inocente” atalaya moral del progresismo, representa ante todo una burla de la razón, una impostura que, en definitiva, no se sostiene ante un mero examen superficial de los hechos. Afirma Jean-Pierre Faye
[28], en este sentido, que los efectos históricos de un relato falso son “verdaderos”, es decir, reales. Historia significa, en primer lugar, una narración de los orígenes proyectada hacia el futuro y esgrimida como legitimadora de la acción del grupo. Dicho relato puede ser, y lo es a menudo, falso y, en ocasiones, además, pura mentira consciente. De ahí que, a renglón seguido, J.-P. Faye se apresure a explicarnos cuál es la narración verdadera tomando como referencia la composición de lugar que el ideólogo nazi Ernst Kriek intenta convertir en narración oficial del régimen de Hitler:
“En varios textos de los años 30 a 40 –dirigidos principalmente contra un pensamiento que considera como rival del suyo en la lucha por el status de filósofo oficial del nacionalsocialismo, y al que hace acusar en este sentido por los servicios de Rosenberg ante la Dirección de la Visión-del mundo para el Reich: el de Martin Heidegger-, ataca con vehemencia a lo que, según él, se ha inaugurado con la aparición griega del Logos y del concepto. Con los “aprendices de brujos del Logos” se abriría “el período del Nihilismo Occidental: el período del error y de la mancha errante más prolongados” (des längsten Irrwahns und Irrweges). Con la filosofía griega y su prolongación occidental “comienza a ser desbancado el mito por obra del logos”. A partir de ahí, en lo sucesivo, “fluye el Nihilismo”. A la vez y por este advenimiento del Logos, comienza “el juicio y la decisión” sobre la relación entre “lo verdadero y lo no verdadero”: de ahí “procede toda la lógica formalista que domina los espíritus desde Parménides hasta nuestros días.”[29]
Se trata, en suma, para el nazismo, de erigir una narración deliberadamente mendaz, el mito, respecto de la cual lo primero que conviene aclarar es que es falsa, y no sólo falsa, sino una impostura expresa, un fraude. En la narración que al hablar sobre narraciones el propio J.-P. Faye está construyendo a nuestras espaldas, el lugar que ocupa Lenin está claro desde el principio, hasta el punto que, de entre todos los representantes de la tradición humanista que podría escoger, y no hay pocos, Lenin aparecerá como depositario de la concepción del mundo “verdadera” y “verídica” opuesta a la mitología (errónea y falaz) de los nazis:
“El mismo que recoge y reproduce la lógica hegeliana en plena guerra mundial había, pocos años antes, entablado una controversia con su amigo Bogdanov, en un terreno totalmente distinto: la crisis de la física y de la teoría de la ciencia. A Bogdanov, que afirmaba que no existe criterio sobre la verdad objetiva y para quien “la verdad es una forma ideológica”, replicaba Lenin: “si la verdad no es más que una forma ideológica, no puede haber en ella verdad independiente del sujeto o de la humanidad porque, lo mismo que Bogdanov, no conocemos otra ideología que la ideología humana”. Y si la verdad no es más que una forma organizativa e ideológica, de la experiencia humana, entonces, “la afirmación de la existencia de la tierra independientemente de toda experiencia humana no puede ser verdadera”. De esta reducción al absurdo se deduce una conclusión clara: “la negación de la verdad objetiva es propia del agnosticismo y del subjetivismo. El absurdo de esta negación de Bogdanov aparece claramente”. De esta forma, el juego de las formas ideológicas –formas que organizan la experiencia humana- no puede excluir una “verdad objetiva” que, precisamente, traza la frontera de la diferencia entre ciencia e ideología. Y es “esta diferencia (raznitsa)… la que Bogdanov ha suprimido al negar la verdad objetiva.”[30]
La cita de J.-P. Faye se saca a colación a propósito del famoso telegrama de Ems, que Bismarck habría falsificado para conseguir determinados efectos y desembocar en una buscada guerra contra Francia. Sin embargo, era el propio Lenin quien reivindicaba la necesidad de fabricar mentiras para producir ciertos efectos. La falsedad consciente será una de sus pautas de conducta, véase si no, como un ejemplo entre los centenares posibles, cómo ordena difamar a los miembros de un comité humanitario dedicado a conseguir ayuda extranjera para sacar de la hambruna (un desastre provocado por las requisas bolcheviques ordenadas por el propio Lenin) a millones de campesinos:
“Publicaremos mañana un comunicado gubernamental breve y seco de cinco líneas: Comité disuelto por negarse a trabajar. Dar a los periódicos la directiva de comenzar desde mañana a cubrir de injurias a la gente del comité. Hijos de papá, guardias blancos, dispuestos a ir de viaje al extranjero, peor mucho menos a viajar por provincias, ridiculizarlos por todos los medios y hablar mal de ellos al menos una vez por semana durante dos meses.”[31]
La historia del bolchevismo es el relato de sus interpretaciones de los hechos enderezadas a manipularlos a los efectos de justificar la guerra civil y el exterminio. Esta falsificación de la realidad es especialmente furiosa cuando el poder soviético se enfrenta a huelgas, revueltas o manifestaciones obreras que no puede concebir y que explica mediante el recurso a los “provocadores” contrarrevolucionarios.
[32]Ahora bien, si, una vez más, se trata de la razón y del iluminismo frente al irracionalismo fascista, ¿en nombre de qué verdad objetiva y a qué efectos filosóficos se convierte a Krieck y no a Heidegger en exponente del nacionalsocialismo, y a Lenin y no a Bogdanov en exponente del comunismo? Y si Lenin encarna, como portaestandarte de la luz, la bondad del comunismo en la lucha escatológica universal contra el mal que Emmanuel Faye ha heredado, ¿con qué Lenin nos quedamos? ¿Con el que miente conscientemente, y lo reconoce sin embozo, por motivos que él considera estratégicos, y no duda en calificar de “mierda” el cerebro de los intelectuales? ¿O con el que ha institucionalizado su propio discurso como verdad objetiva condenando al exterminio la palabra y la persona del disidente? Para expresarlo con palabras del propio J.-P. Faye:
“¿qué ciencia es capaz de enunciar los criterios de una “verdad objetiva”, y de decidir, entre los enunciados narrativos, “entre lo verdadero y lo no verdadero”? La pregunta se convierte en: ¿cómo es posible la narración histórica?”[33]
Faye no lo aclara, pero inmediatamente sostiene que
“una línea de demarcación se traza ante nuestros ojos: por un lado, la narración que rechaza la decisión entre “lo verdadero y lo no verdadero”; por otro, la que estima que ese rechazo borra toda diferencia, toda “raznitsa” entre ciencia e ideología.”[34]
Desde un espíritu “objetivo” semejante al que erige a Lenin en representante de lo verdadero (una narración manipulada hasta extremos que no dudo en calificar de monstruosos, máxime cuando se presenta ataviada con los ropajes de la “ilustración”) construye Emmanuel Faye su relato o narración sobre Heidegger, alguien que fue atacado precisamente por Krieck como amenazante encarnación del Logos y que, en segunda generación,
[35] se ha convertido al parecer en su contrario sin que sepamos cómo. Este relato supone un postulado interpretativo nunca fundamentado ni legitimado, en virtud del cual Auschwitz expresaría la sustancia del nazismo y convertiría a su vez al régimen de Hitler en substancia del fascismo como fenómeno político genérico. A la postre, el “fascismo” en general y en cuanto tal –una red de significados que constituyen la inversión simétrica de la cosmovisión humanista- quedaría también “contaminado”. Sin embargo, no es la distinción marxista entre ciencia e ideología, ella misma reificada y a la postre desacreditada, la que puede tener aquí un valor criterial determinante, siendo así que el retroceso del materialismo histórico marxista en la ciencia de la historia es ya un dato irreversible de la situación, sino la determinación de un concepto de verdad que debería tener en cuenta los extremos actuales del estado de lo metodológico en la historiografía:
“
nos importa indagar acerca de los valores simbólicos que contienen las fuentes y establecer el posible repertorio de sus significados, trabajar a propósito de las intenciones ocultas que representan y, en fin, ofrecer más o menos afortunadas interpretaciones sobre sus usos y elementos no explícitos.”
[36]
Dichos planteamientos tácticos entrañan un auténtico cambio de paradigma, que supone el desmoronamiento del objetivismo positivista y la omnipresencia de los planteamientos fenomenológicos y hermenéuticos:
“A partir de mediados de los años setenta, y desde entonces hasta ahora con ritmo incrementado, ha tenido lugar por el contrario en las ciencias sociales una expansión de la consideración interpretativa, que halla su fundamento final en la espectacular evolución de la filosofía de la ciencia. La historia no ha sido ajena, ni mucho menos, a estas transformaciones de la sociología y de la antropología, que incorporan tradiciones de pensamiento que permanecían marginadas. (…) la más nueva de las historiografías que existen actualmente sitúa si punto de partida en la demolición del realismo ontológico y las filosofías objetivistas. Lo cual no es, claro está, estrictamente nuevo.”[37]
Esta disolución del realismo ontológico no puede confundirse con un retroceso de la objetividad o de la fundamentación de los criterios de la exégesis, de manera que, más que de crítica del objetivismo, convendría hablar de crítica del objetualismo en nombre de la objetividad, a menos que se trate de sustituir la hipóstasis de la narración política oficial por un mecanismo de autocensura del propio historiador enmascarada como libre expresión de su subjetividad axiológica.
La fundamentación del discurso historiográfico
La ignorancia de dichos supuestos metodológicos constituye el telón de fondo de afirmaciones “científicas” e “historiográficas” sorprendentes como la que sigue:
“el fascismo es un sistema terrible, cualquier otro tipo de régimen habría sido mejor y los italianos que lucharon contra él, en el exilio o en el interior, fueron los verdaderos héroes de la época de Mussolini.”[38]
Sin embargo, el Fascismo –el Estado italiano entre los años 1922 y 1944- es quizá, con la excepción de la socialdemocracia, el único sistema político contemporáneo al que no se puede acusar de genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, por lo menos en la medida en que tales tipos jurídicos afectan masivamente al resto de las ideologías políticas, liberalismo incluido. Sostener que “cualquier otro tipo de régimen habría sido mejor” que el Fascismo en la misma época en que Lenin y Stalin exterminaban por millones a sus conciudadanos –mientras Italia sólo conocía unas pocas sentencias de muerte y daba un trato “relativamente humano” a los disidentes, hecho incontestable que el propio Tannenbaum reconoce-
[39], equivale a una obscenidad moral que, no obstante, insistamos en ello, forma parte de nuestra deforme normalidad democrática; esta impostura que infecta como una peste la totalidad de las ciencias humanas y sociales representa, en fin, la continuidad lógica inevitable, en el plano historiográfico, de la impunidad de los crímenes del humanismo que el occidente liberal ha instituido. Otro tanto cabe afirmar respecto de las vinculaciones entre la filosofía de Heidegger y el irracionalismo. Una vez aceptado que el “fascismo” constituye “lo más abyecto que conoce la historia humana”,
[40] establecer la relación entre el pensamiento de Heidegger y dicho fenómeno escatológico se convierte en un ejercicio irracional de imputación de la irracionalidad, que es el “tiro en la nuca” que se le descerraja a una teoría cuando no se la puede refutar. Véase, si no, como “razona” Farías:
“"La humanidad (dice Heidegger) consiste en que el hombre, aludido por el ser en su propia esencia, responda a la verdad del ser”. (…) Por eso, finalmente “mientras el hombre no agradezca, permanece siendo inhumano. El hombre inhumano es aquel que, desde el desconocimiento del olvido del ser, ignorante, insiste, en negarse a todo reconocimiento de la verdad del ser que sólo conoce el ponerse a buscar el poder por el poder”. Para Heidegger, por lo tanto, no existe ni siquiera la dimensión de lo humano no trascendental que comienza y termina en los individuos cotidianamente reales que, solidariamente, pueden intentar asumir la vida como tarea y posibilidad de alegría compartida e intersubjetivamente ordenada en la tolerancia.”[41]
Las conectivas adquieren, en efecto, el derecho policial de pisotear toda lógica deductiva. En este fragmento de texto parece evidente, en efecto, que no existe ilación alguna entre las citas de Heidegger y las conclusiones (“por lo tanto”) que Farías deriva de las mismas. Es el mismo tipo de construcción sin sentido o abrumadoramente dogmática que ya hemos detectado en otros autores y que impide todo planteamiento ilustrado de la relación entre la filosofía y el fascismo, en tanto que convierte en literalmente impracticable el abordaje racional de uno de los dos términos de la relación. De ahí que la conclusión de “irracionalismo” referida al “fascismo” arrastre con ella a Heidegger en tanto que filósofo “promotor del mayor crimen de la historia” y deforme profundamente su pensamiento, hasta hacer de él algo irreconocible que contrasta con la literalidad de los textos, interpretados siempre ad pesimam partem por los propagandistas del “humanismo”. Otro ejemplo de las manipulaciones a las que, en este contexto de impunidad y abuso, se entrega Farías, lo tenemos en la página 299 de la obra citada, donde pretende documentar el racismo de Heidegger apelando precisamente a una cita que, en todo caso, probaría lo contrario:
“La connotación radicalmente racial de estos momentos constituyentes del Ser-Dasein-Historia, Estado y Pueblo son reafirmados por Heidegger con la mayor decisión. “El uso más extenso que hacemos del Pueblo es cuando se habla por ejemplo de “Pueblo en armas”: porque entonces nosotros no sólo entendemos a aquellos que han recibido la orden de movilización. Nosotros entendemos por Pueblo algo diferente a la simple suma de quienes pertenecen al Estado, algo que representa un lazo aún más fuerte que la comunidad de estirpe y raza: a saber la Nación, y esto significa un modo de ser que se forma compartiendo un destino común y dentro de un Estado”.”[42]
También se detectan en Farías casos clarísimos de falsificación típicamente bolchevique. Así, cuando, haciéndose eco de las razones de descargo de Marcuse ante Heidegger, caracteriza la expulsión de los alemanes del Este como un simple traslado provocado por la colaboración de los autóctonos alemanes en la ocupación nazi:
“Heidegger compara a las víctimas de los campos de exterminio con los alemanes que fueron expulsados de los territorios de países en los que habitaban debido a su colaboración con la ocupación nazi.”[43]
Semejante manipulación de los hechos pretende ocultar que: 1/ aunque las minorías alemanas fueran expulsadas de los países extranjeros en que vivían desde hacía siglos, los alemanes de Este fueron expulsados de territorios alemanes, no de países extranjeros, 2/ los alemanes del Este deportados desde Silesia, Prusia y Pomerania, no fueron castigados por colaborar con los nazis, siendo así que entre las víctimas se contaba sencillamente a la totalidad de la población civil, nazis y no nazis, menores de edad y adultos, enfermos y sanos, hombres y mujeres, etcétera; 3/ los alemanes del Este fueron expulsados a fin de compensar a Polonia por la anexión soviética de los territorios polacos (a raíz del pacto germano-soviético entre Stalin y Hitler) que el resultado de la Segunda Guerra Mundial no iba ya a invalidar por el lado ruso; 3/ no se trató de un simple traslado, sino de una “limpieza étnica” acompañada de exterminio, con más de dos millones y medio de personas asesinadas.
[44] Pese a ello, así es como concibe Marcuse (y suscribe Farías) estos hechos históricos no discutidos por nadie mas aceptados sin protesta por la totalidad de la comunidad internacional como cosa comprensible de suyo: “Sólo quiero comentar, dice Marcuse, un párrafo de su carta, no sea que mi silencio pueda ser interpretado como aquiescencia; usted escribe que todo lo que digo sobre el exterminio de los judíos vale exactamente igual para los aliados si en vez de los judíos ponemos a los alemanes del Este. ¿No se coloca usted con esta frase fuera de la dimensión lógica; es posible explicar, saldar y “aprehender” un crimen, alegando que también otros han perpetrado acciones parecidas? Más aún, ¿cómo es posible poner la tortura, la mutilación, la aniquilación de millones de seres humanos en el mismo plano que el traslado forzoso de grupos étnicos, en cuyo transcurso no se cometieron ninguna de estas atrocidades (dejando aparte quizás algunos casos excepcionales)?”
[45] Quizá dos millones y medio de “casos excepcionales” (sin contar el robo y las violaciones masivas de mujeres, ancianas y niñas alemanas por la soldadesca soviética) sean poca cosa para Marcuse cuando no se trata de valorar los daños infligidos a ejemplares sagrados del “pueblo elegido”. Pero la sana lógica nos dice que los niños son inocentes independientemente de su raza y de las acciones cometidas por sus mayores, algo que los nazis olvidaron y pagaron, pero que los aliados, habiéndolo olvidado también, y a tenor de su privilegiada vinculación con la ideología “humanista”, es decir, como simpáticos “guerreros de la libertad y la justicia” y precisamente –y de ahí el escándalo- en calidad de tales (su causa formaría parte del lado correcto de la vida), pueden obviar con total impunidad. De manera que Farías está, gracias a tales imposturas, en condiciones de “explicar un crimen (y justificarlo) alegando que otros han perpetrado acciones parecidas” (y esto es lo que hace exactamente en la página 559, ya citada) mientras reprocha a Heidegger su falta de sentimientos y su inhumanidad por pretender equiparar las víctimas alemanas inocentes a las víctimas judías inocentes, cuando todo indica que dicha equiparación es lo último que les queda por hacer a las personas decentes antes de reconocer que han sido profundamente estafadas por el “antifascismo”. En definitiva, son Marcuse y Farías, así como la práctica totalidad de los propagandistas e impostores del “humanismo”, los que se colocan “fuera de la dimensión lógica” y, con ella, de la ilustración, la ciencia y la racionalidad que tanto reivindican al caracterizar el fascismo como “mal radical”. Por no hablar del “ternurismo” que siempre llena sus bocas de fiscales sedientos de sangre y venganza en nombre de la “tolerancia”, la “alegría” y demás ídolos de su repugnante retórica de buenas intenciones.
Creyentes de la fe utópico-profética marxista,
secularización mostrenca de la fe en Cristo
La selección de los hechos históricos determinantes y significativos a la hora de caracterizar un fenómeno siguiendo criterios claramente dogmáticos e ideológicos –en cualquier caso nunca fundamentados racionalmente-, la omisión fraudulenta y malintencionada de otros hechos, la pura invención y la fabulación, las pseudo ilaciones consecutivas que vulneran la lógica más elemental, la manipulación de las citas que confía, ya en la estupidez, ya en la complicidad del lector... Etc. Estamos en el interior mismo de la factoría “progresista” productora del estigma. Su mecanismo fundamental ha sido, es y será la mentira consciente. Todas las señaladas y otras constituyen, en efecto, prácticas criminalizadoras habituales de los apologetas del “iluminismo” en su lucha mundial escatológica contra el fascismo y, por ende, contra la filosofía de Heidegger. Pero esta actitud existencial torcida ante la patencia de la verdad tiene raíces religiosas muy remotas que conducen en último término a la metafísica platónica griega del olvido del ser, momento y lugar en que se institucionaliza el incontestable predominio del "hombre", de su bienestar y de su satisfacción espiritual. Las “conclusiones” de los “investigadores”, pese a estar corroídas por una impostura fundamental que va más allá de la cuestión del fascismo y, en el fondo, de la teoría y de la vida académica misma, son, no obstante, totalmente asumidas por las llamadas instituciones democráticas, lo que, a tenor del descrédito evidente que suponen ante cualquier persona capaz de pensar por sí misma, no deja y no dejará de retroalimentar a la extrema derecha en todas sus formas, incluidas las más repugnantes:
“Con ello, el fascismo y, en especial, Auschwitz, vendrían a ser la culminación de un proceso de peregrinaje invertido, en el cual la civilización europea se iría alejando del progreso, de la libertad, de la emancipación de la conciencia individual y de los pueblos para adentrarse en los territorios exasperados del nihilismo, en los desafiantes jardines de la irracionalidad, en los bosques petrificados de la barbarie.”[46]
Las citadas afirmaciones son “literatura” en el peor sentido de la palabra, siendo así que se arrojan al lector envueltas en una pretensión de cientificidad sólo para mejor ocultar al público la verdad, a saber, que, ayunas de toda fundamentación metodológica, desempeñarán a lo sumo una función meramente propagandística. Con ellas se satisfacen, en efecto, los imperativos de la política y, en cualquier caso, se alimenta un estado de opinión que nutre sin cesar su propia vigencia axiológica a contrapelo de las cada vez más abrumadoras evidencias. Pero, por lo que respecta a la ciencia, es decir, en este caso, a la historiografía, las “conclusiones” aquí transcritas carecen de “marco teórico”. Esta afirmación se desprende no sólo del ya comentado estado de la cuestión con respecto al fascismo, sino también de la propia situación general de la disciplina:
“Ralentizado o desaparecido en nuestro tiempo el empuje anterior del materialismo histórico, son muy pocas las veces que en los mercados científicos se arriesga el debate radical, en orden a una jerarquización de las distintas interpretaciones existentes. Atendiendo a razones políticas e ideológicas más que epistemológicas, se consigue a lo sumo que alguna de estas interpretaciones –normalmente poco compleja o sofisticada- incida en círculos más amplios, de heterogéneo público, a base de insistir en sus recursos de tipo estético y formal.”[47]
Son así los intelectuales progresistas quienes se instalaron hace mucho tiempo en los jardines de la irracionalidad, donde se han ido transmutando poco a poco en árboles petrificados de la prevaricación profesional al servicio del poder. El definitiva, a base de retórica, de perpetuas licencias, abusos y vacíos metodológicos, de mala “literatura” que busca dorar la píldora, de falacias lógicas, rituales tribales de contaminación y mentiras, manipulaciones u omisiones factuales de todo tipo, se nos pretende “demostrar” que la filosofía de Heidegger, en tanto que “fascista”, pertenecería al campo del irracionalismo. Con ello, los “comisarios” de las letras se ahorran el trabajo de una refutación que parece estar totalmente fuera de sus limitadísimos alcances filosóficos.
[1] Saz Campos, I., “Repensar el feixisme”, a “Afers”, núm. 25, Repensar el feixisme, València, Ed. Afers, 1996, p. 449.
[2] Saz Campos, I., op. cit., pp. 444-446.
[3] Saz Campos, I., op. cit., pp. 447-448.
[4] Saz Campos, I., op. cit., p. 444.
[5] Saz Campos, I., op. cit., p. 450.
[6] Larrauri, E.,
La herencia de la criminología crítica, México, Siglo XXI, 199, p. 22.
[7] Cfr. Schutz, A.,
El problema de la realidad social, Buenos Aires, Amorrortu, 1974 (edición original en inglés, La Haya, 1962).
[8] Cfr. Coulon, A.,
La etnometodología, Madrid, Cátedra, 1988.
[9] Larrauri, E., op. cit., p. 27.
[10] Larrauri, E., op. cit., pp. 40-41.
[11] Cfr. Tasca, A.,
El nacimiento del fascismo.
[12] Payne, S.,
Historia del fascismo español, París, Ruedo Ibérico, 1965, p. 46.
[14] Larrauri, E., op. cit., p. 33.
[15] Courtois, S. et alii,
El libro negro del comunismo, op. cit., p. 823.
[16] Cfr. Courtois, S. et alii, op. cit,
El libro negro del comunismo, pp. 69-170.
[17] Larrauri, E., op. cit., p. 31.
[18] Couurtois, S., op. cit., pp. 150-151.
[19] Larrauri, E., op. cit., p. 30.
[20] Hobsbawm, E.,
Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2000, p. 149.
[21] Hobsbawm, E., op. cit., p. 155.
[22] Courtois, S., op. cit., p. 22.
[23] Courtois, S., op. cit., pp. 23-24.
[24] Las víctimas del nazismo hasta el año 1939 apenas superaban las 100.000 personas, lo que no es poco pero apenas comparable con la criminalidad del comunismo, frente al que el nacional-socialismo reaccionaba con medidas extremas. Vid. Courtois, S., op. cit., pp. 28-29.
[25] Hobsbawm, E., op. cit., p. 150.
[26] Courtois, S., op. cit., p. 32.
[27] Larrauri, E., op. cit., p. 32.
[28] Faye, J.-P.,
Los lenguajes totalitarios, Madrid, Taurus, 1974, p. 15 y ss.
[29] Faye, J.-P., op. cit., pp. 23-24.
[30] Faye, J.-P., op. cit., pp. 27-28.
[31] Courtois, S., op. cit., p. 145.
[32] Cfr. Courtois, S., op. cit., pp. 105, 107, 110-111, 133-135.
[33] Faye, J.-P., op. cit., p. 28.
[34] Faye, j.-P., op. cit., pp. 28-29.
[35] Sería inexacto afirmar que sólo en segunda generación, siendo así que J. P. Faye ha publicado ya dos obras sobre la relación entre Heidegger y el fascismo que anticipan el trabajo de E. Faye. Cfr. Faye, J.-P., Le piège. La philosophie heideggerienne et le nazisme, París, Ed. Ballard, 1994; Le langage meurtrier, París, Ed. Ballard, 1996.
[36] Hernández Sandoica, E.,
Tendencias historiográficas actuales. Escribir historia hoy, Madrid, Akal, 2004, p. 28.
[37] Hernández Sandoica, E., op. cit., p. 39.
[38] Tannenbaum, E.,
La experiencia fascista. Sociedad y cultura en Italia (1922-1945), Madrid, 1975, p. 9.
[39] “En comparación con la Alemania nazi o con la Unión Soviética en la época de Stalin, su número fue relativamente pequeño y el trato que se les dio relativamente humano. Entre 1926 y 1943 sólo fueron condenadas a muerte 25 personas, y esta cifra incluye a varios espías y terroristas eslavos”. Cfr Tannenbaum, E., op. cit., pág. 197 y ss.
[40] Farías, V.,
Heidegger y el nazismo, Palma de Mallorca, 2009, Objeto Perdido, p. 9.
[41] Farías, V., op. cit., pág. 561.
[42] Farías, V., op. cit., pág. 299.
[43] Farías, V., op. cit., p. 559.
[44] Cfr. Zayas, A.,
Nemesis at Potsdam. The Anglo-Americans and the Expulsion of the Germans (versión española en Historia XXI Los anglo-americanos y la expulsión de los alemanes, Barcelona, 1999).
[45] Farías, V., op. cit., p. 532.
[46] Gallego, F., op. cit., pág. 14.