!Fascistas!
Por George Orwell
De todas las preguntas sin respuesta de nuestro tiempo, tal vez la más importante sea ésta: “¿Qué es el fascismo?”.
Una de las organizaciones de estudios sociales que hay en los Estados Unidos recientemente formuló esta pregunta a cien personas distintas, y encontró respuestas que iban desde “democracia en estado puro” a “lo diabólico en estado puro”. En Inglaterra, si se pide a una persona corriente, con capacidad de pensar, que defina el fascismo, por lo común responde señalando a los regímenes alemán e italiano. Y ésta es una respuesta insatisfactoria, porque incluso los principales Estados fascistas difieren entre sí en gran medida, tanto por estructura como por ideología.
Por ejemplo, no es fácil que Alemania y Japón encajen en un mismo marco, y es aún más difícil en el caso de algunos de los pequeños Estados que se pueden definir como fascistas. Suele darse por sentado, en efecto, que el fascismo es inherentemente belicoso, que prospera en un ambiente de histeria bélica, que sólo puede resolver sus problemas económicos mediante preparativos de guerra o mediante conquistas en el extranjero. Pero éste no es el caso, claramente, ni de Portugal ni de las diversas dictaduras sudamericanas. Asimismo, se supone que el antisemitismo es uno de los rasgos distintivos del fascismo, pero algunos movimientos fascistas no son antisemitas. Algunas polémicas eruditas, cuyo eco se escucha en las revistas norteamericanas desde hace muchísimos años, no han servido para precisar si el fascismo es o no una forma de capitalismo. Sin embargo, cuando aplicamos el término “fascismo” a Alemania, a Japón, a la Italia de Mussolini, sabemos, a grandes rasgos, a qué nos referimos. Es en la política interior donde la palabra ha perdido el último vestigio de significado que pudiera tener. Si se examina la prensa, se descubre que no hay, prácticamente, ningún conjunto de ciudadanos –ningún partido político, desde luego, y tampoco ninguna organización, de la clase que sea– que no haya sido denunciado por fascista a lo largo de los últimos diez años.
Aquí no me refiero al uso verbal del término “fascista”. Me refiero tan sólo a lo que he visto publicado. He visto las palabras “de simpatías fascistas”, o “de tendencia fascista”, o “fascista” a las claras, aplicadas con toda seriedad a los siguientes grupos:
Conservadores: todos los conservadores están sujetos a la acusación de ser subjetivamente profascistas. El gobierno británico en India y en las colonias se tiene por algo idéntico al nazismo. Las organizaciones de lo que cabría llamar tipo patriótico o tradicional se tildan de criptofascistas o de “mentalidad fascistoide”. Ejemplos de ello: los Boy Scouts, la Policía Metropolitana, el MI5, la Legión Británica. Frase clave: “Los colegios privados son caldo de cultivo del fascismo”.
Socialistas: los defensores del capitalismo a la antigua usanza defienden que el socialismo y el fascismo son una y la misma cosa. Algunos periodistas católicos sostienen que los socialistas han sido los principales colaboracionistas en los países ocupados por los nazis. La misma acusación se vierte, desde otro ángulo, por parte del Partido Comunista, en especial, durante sus fases ultraizquierdistas. Entre 1930 y 1935, el Daily Worker habitualmente se refería al Partido Laborista llamándolo Fascistas Laboristas. De ello se hacen eco otros extremistas de izquierda, como los anarquistas. Algunos nacionalistas indios consideran que los sindicatos británicos son organizaciones fascistas.
Comunistas: una escuela de pensamiento considerable se niega a reconocer que haya ninguna diferencia entre los regímenes nazi y soviético, y sostiene que todos los fascistas y todos los comunistas apuntan aproximadamente a lo mismo, y que incluso son, en cierta medida, las mismas personas. En el Times (antes de la guerra), más de un cabecilla se ha referido a la URSS como “país fascista”. Asimismo, desde otro ángulo también se hacen eco de esto los anarquistas y los trotskistas.
Trotskistas: los comunistas achacan a los trotskistas, esto es, a la propia organización de Trotsky, el ser un grupo de criptofascistas pagados por los nazis. Es algo que la izquierda, casi en bloque, creyó a pie juntillas durante el período del Frente Popular. En sus fases ultraderechistas, los comunistas tienden a aplicar esa misma acusación a todas las facciones que se hallen a la izquierda de ellos mismos.
Católicos: fuera de sus propias filas, a la Iglesia Católica se la tiene universalmente por organización protofascista, tanto objetiva como subjetivamente.
Antibelicistas: los pacifistas y otros grupos contrarios a la guerra son a menudo acusados de ponerle al Eje las cosas mucho más fáciles, e, incluso, se les adjudican sentimientos profascistas.
Partidarios de la guerra: los que se resisten a la guerra suelen fundamentar sus alegatos en que las aspiraciones del imperialismo británico son aun peores que las del nazismo, y tienden a tachar de “fascista” a todo el que sueñe con una victoria militar. Además, toda la izquierda tiende a equiparar militarismo con fascismo. Los soldados de a pie con cierta conciencia política casi siempre se refieren a sus superiores tachándolos de “fascistoides” o “fascistas por naturaleza”. Las academias, los escupitajos, el betún, el saludo a los oficiales son conductas consideradas propensas al fascismo. Antes de la guerra, sumarse a los territoriales era tenido como muestra de tendencias fascistas. El reclutamiento obligatorio y el ejército profesional son denunciados como fenómenos parafascistas.
Nacionalistas: el nacionalismo se considera de manera universal como algo inherentemente fascista, aunque esto sólo se aplica a movimientos nacionales que el orador desapruebe. El nacionalismo árabe, polaco, finlandés; el Partido del Congreso de la India, la Liga Musulmana, el sionismo y el IRA han sido descritos como movimientos fascistas, aunque no siempre por parte de ellos mismos.
Tal como se emplea, bien se ve que la palabra “fascismo” carece casi por completo de significado. En la conversación, claro está, se emplea con mayores desatinos que en letra impresa. La he oído aplicada a los agricultores, a los tenderos, al Crédito Social, al castigo físico, a la caza del zorro, a los toros, al Comité de 1922, al Comité de 1941, a Kipling, a Gandhi, a Chiang Kai-chek, a la homosexualidad, a los programas radiofónicos de Priestley, a los albergues de juventud, a la astrología, a las mujeres, a los perros y no sé a cuántas cosas más.
En todo este lío considerable subyace una suerte de significado oculto. Para empezar, está bien claro que hay diferencias grandes, algunas muy fáciles de señalar, aunque no tanto de explicar, entre los regímenes llamados fascistas y los democráticos. En segundo lugar, si “fascista” significa “en sintonía con Hitler”, algunas de las acusaciones que he enumerado antes tienen, naturalmente, mucha más justificación que otras. En tercer lugar, incluso aquellos que emplean como arma arrojadiza la palabra “fascista” sin ningún reparo, le dan un cierto sentido emocional. Al decir “fascismo” se refieren, grosso modo, a algo cruel, carente de escrúpulos, arrogante, oscurantista, antiliberal y contrario a la clase obrera.
Pero es que el fascismo también es un sistema político y económico. Así las cosas, ¿cómo es que no disponemos de una definición clara y ampliamente aceptada? Por desgracia, no la tendremos, o al menos, no de momento. Aclarar el porqué sería demasiado largo; esencialmente, se debe a que es imposible definir el fascismo satisfactoriamente sin reconocer cosas que ni los propios fascistas, ni los conservadores, ni los socialistas de ninguna adscripción están dispuestos a reconocer. Todo lo que se puede hacer es emplear la palabra con una cierta circunspección y no, como se suele hacer, rebajarla a nivel del insulto o de la palabra malsonante.
Poner al hombre frente a la verdad
Una información básica a la hora de analizar la crítica del antifascismo en Orwell como denuncia del odio y de una mera voluntad homicida (sentimientos e intenciones que, no obstante, se atribuyen habitualmente al fascismo), es la idea que el propio Orwell se hacía del fascismo. Probado progresista, no creo que nadie se atreva a acusar a Orwell de simpatías filofascistas y, sin embargo, el artículo que transcribimos íntegro (pues, a nuestro entender, merece figurar en este blog como documento fundamental) enfoca el problema en unos términos muy similares a los que nosotros hemos planteado desde que el 20 de noviembre de 2007 inauguramos la bitácora FILOSOFÍA CRÍTICA. Así, no sorprenderá tanto lo que Orwell dice como el hecho de que lo diga Orwell a pesar de que los antifascistas no dejan de manipular a este autor como si fuera uno de los suyos. Probad de colgar el texto citado sin firma e ilustrado con la foto donde Orwell luce un hitleriano bigote de mosca en un foro anarquista y, sin dudarlo, seréis tachados inmediatamente de "fascistas", insultados, amenazados... Pero, insisto en ello, Orwell se limita a constatar algo que en el fondo ya conocemos, a saber, el vergonzante uso de la palabra fascista en una sociedad presuntamente democrática, una práctica que, en boca de los agitadores, podría explicarse, no así cuando estamos tratando con presuntos intelectuales o defensores de los derechos civiles que dicen oponerse al abuso y a la discriminación.
La frase más interesante -e inquietante- del texto de Orwell la encontramos empero al final, cuando el autor de 1984 pregunta:
¿cómo es que no disponemos de una definición clara y ampliamente aceptada? Por desgracia, no la tendremos, o al menos, no de momento. Aclarar el porqué sería demasiado largo; esencialmente, se debe a que es imposible definir el fascismo satisfactoriamente sin reconocer cosas que ni los propios fascistas, ni los conservadores, ni los socialistas de ninguna adscripción están dispuestos a reconocer.
¿Cuáles son esas cosas que, respecto del fascismo, nadie -ni los propios fascistas- estarían dispuestos a reconocer? ¿Precisamente las que tratamos de abordar en este blog? ¿Qué es el fascismo? La pregunta del millón: se abren las apuestas. De la respuesta a dicho interrogante depende el sentido de la historia reciente de Europa y, por ende, la interpretación que hacemos de nosotros mismos como sociedad e incluso como sujetos libres lastrados por la responsabilidad de dar una orientación u otra a nuestras vidas. Esta problemática antropológica radical pasa por plantear de forma objetiva cierta cuestión "prohibida" por el poder, léase: el fascismo. Entrecrúzanse en ella todos los enigmas de la existencia histórica que, como dice Ortega, nos constituye en nuestro ser más íntimo, porque "nosotros" somos, ante todo, entes cuya "substancia" es la historia. Orwell, como poco, lo sospechaba (no puedo asegurar hasta dónde alcanzó su reflexión en este aspecto). La cuestión sería, en suma, la pregunta por el contenido doctrinal del fascismo, o sea, por los elementos de validez racional de los que, como cualquier otro movimiento político de su envergadura, sin duda alguna también el fascismo era depositario. La historiografía oficial del sistema oligárquico hasta los años setenta del siglo pasado ha negado que pudiera siquiera hablarse de tales contenidos. El fascismo era puro oportunismo, violencia, culto personalista y rastrero a un dictador, etcétera. Pero los hechos, como se dice, son tozudos e incluso los historiadores oficiales han tenido que reconocer a la postre el carácter revolucionario y doctrinal del fenómeno fascista. Esta circunstancia ha desencadenado agrias confrontaciones entre los historiadores que, con un mínimo de dignidad profesional, han aceptado la necesidad de revisar los viejos dogmas interpretativos de la historia europea contemporánea, y aquellos otros que trabajan como meros apéndices de las autoridades oligárquicas. No pretendemos aquí que haya académicos capaces de ofrecer una imagen "positiva", en algún aspecto, de los movimientos fascistas. Nótese que hablamos de algo mucho más básico, a saber, del reconocimiento de que los fascistas actuaban también, a su manera, en función de ideas y valores. Y, añadimos nosotros, de ideas y valores de abismal calado filosófico. Dichas ideologías podrían ser consideradas repulsivas (háblase de totalitarismo, racismo, dictadura, militarismo), pero a finales del siglo pasado ya se admitía, a la postre, como poco, que el fascismo no se redujo al puro anhelo de poder de una élite de políticos profesionales sin escrúpulos. Mas ni siquiera caracterizando el fascismo en términos ideológicos de tal calaña estaban los historiadores dogmáticos satisfechos. La mera admisión de una "doctrina fascista" considerábase una traición a la democracia, al progreso, a los derechos humanos, etc., es decir, al obligado conglomerado mítico del antifascismo de posguerra. Un antifascismo cuya esencia se manifestaba, como Orwell supo ver, en brutales incitaciones al asesinato oriundas de un odio abismal, casi metafísico, que convendría también explicar si no queremos incurrir en una mitología opuesta.
Pero, ¿por qué ni siquiera los fascistas estarían dispuestos a reconocer expresamente de manera pública y verbal -salvo, quizá, en circunstancias excepcionales- cuál era su auténtica ideología? Porque una ideología verdaderamente revolucionaria sólo lo es en la medida en que niega los valores vigentes, mas, por otro lado, como genuina revolución requiere del apoyo de las masas. El concepto de revolución entraña esta profunda contradicción: una inversión o transvaloración de todos los valores (Nietzsche) que, no obstante, debe recurrir a las grandes mayorías sociales, depositarias inerciales, precisamente, de aquéllo que se pretende erradicar de cuajo (el judeocristianismo). El fascismo utilizó el nacionalismo y la experiencia del frente (la guerra) como vehículo para instituir una axiología trágico-heroica cuyas profundas raíces filosóficas suponían una subversión axiológica de lo existente mucho más honda que cualquier revolución de carácter marxista. Poner al hombre frente a la verdad. El fascismo, empero, fracasará, convirtiéndose en un inmenso fraude. Ya veremos por qué.
Jaume Farrerons
18 de julio de 2011
AVISO LEGAL
http://nacional-revolucionario.blogspot.com.es/2013/11/aviso-legal-20-xi-2013.html
Jaume Farrerons
18 de julio de 2011
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