La Izquierda Nacional de los Trabajadores ha de ser capaz de salvaguardar, al mismo tiempo:
1/ la integridad de la unidad nacional en el marco del Estado;
2/ los derechos sociales adquiridos por los trabajadores a lo largo de décadas de lucha sindical y política;
3/ el Estado democrático de derecho, es decir, el imperio de la ley como forma irrenunciable de gobierno.
Debe, empero, ir mucho más allá.
La supervivencia de la nación y de su paisaje, la preservación de la dignidad de los trabajadores y de su idiosincrasia como pueblo, realidades puestas en jaque por la erosión combinada de la descomposición político-moral del estado y el dogma del mercado mundial, representan sólo los puntos de partida para una transformación más radical, una auténtica respuesta integral al liberalismo capitalista burgués en la cual pretendemos abordar determinadas cuestiones axiológicas de fondo, con las miras puestas en un modelo comunitario de convivencia de nuevo cuño que deje atrás tanto la sociedad individualista basada en el contrato como la comunidad religiosa tradicional.
La crisis como quiebra existencial de los valores burgueses
La evidencia del cortocircuito sistémico es un hecho incontrovertible que la clase política no puede ya ocultar a sus conciudadanos. Sin embargo, lo que sí les oculta son las auténticas dimensiones de la crisis y sus nulas perspectivas de recuperación a medio y largo plazo. Aunque en los próximos años se produzca algún repunte económico, el sueño del desarrollismo y del consumismo sin límites está herido de muerte y los políticos nos engañan conscientemente cuando intentan hacernos creer que, en breve, todo volverá a ser como era antes, es decir, una interminable orgía de derroche consumista.
El mundo irreal de la burbuja financiera ha desaparecido para siempre. Nuestros ridículos politicastros mienten cada vez que abren la boca a fin de no alarmar a la ciudadanía con el proceso de pauperización masiva que se avecina. La realidad es que entramos en la fase terminal del “estado social y democrático de derecho”. Para Europa, este proceso se va a traducir en un desmantelamiento del modelo pactista de "bienestar" (sin renunciar, empero, a su retórica) y en una regresión social generalizada que castigará a las clases trabajadoras, aumentando las diferencias entre ricos y pobres hasta extremos que sólo el pueblo, con su acción político-sindical de defensa organizada, decidirá hasta dónde consiente que lleguen.
Este panorama puede que se antoje poco “optimista”, pero es realista y quienes hayan aprendido la lección del pasado deberán empezar a reflexionar si, en lugar de una “sociedad de consumo” basada en la manipulación publicitaria comercial, cultural y política (marketing), aquello que en realidad valoran, como personas, trabajadores y ciudadanos, es una auténtica democracia social cuyos niveles materiales de vida, siendo suficientes, no comporten la pérdida de la dimensión existencial nacional, el envenenamiento del ecosistema, la inoperancia de la educación pública, la debacle de la institución familiar, la mercantilización de la cultura y, en general, el ocaso de aquéllos valores que hacen de la existencia humana una vida merecedora de ser vivida.
Los trabajadores luchamos, pues, por unas condiciones sociales irrenunciables, pero, ante todo, por nuestra dignidad como colectivo depositario de principios éticos. De ahí que reclamemos tanto un nuevo modelo de Estado de derecho donde la división de poderes sea real y no ficticia, como, en consecuencia, una política basada en la verdad que deje atrás décadas de fraude y opacidad informativa descarada por parte de los políticos profesionales culpables del desastre.
La crisis, además de económica, es, efectivamente, una crisis política que afecta a la credibilidad de las instituciones “democráticas” y al modelo burgués de convivencia en general, o sea, a la society mercantil. El abstencionismo electoral crece y es el único “partido” que gana las elecciones. En medio del campo de ruinas y devastación de unas organizaciones partidistas tradicionales en las que ya nadie confía, proliferan como hongos de la política los oportunistas, los demagogos y los iluminados ultraderechistas, en algunos casos auténticos analfabetos funcionales que sólo intentan pescar en río revuelto de la crisis. Parece llegada la hora de vender fórmulas milagrosas a las masas desesperadas, pero no otro es el caldo de cultivo de las tiranías históricamente conocidas.
Las promesas de felicidad constante y asegurada mediante el consumismo masivo no sólo han generado nuestros actuales problemas de colapso económico, institucional y moral, sino que amenazan con provocar otros más graves todavía. El retorno de la extrema derecha (que ahora tiene la desvergüenza de reivindicar los derechos de las mujeres frente sexismo galopante de la ley islámica) es quizá ostensible, pero no el único problema añadido. La inmigración musulmana representa la cabeza de puente de una operación de aculturación a largo plazo enderezada a la pura y simple desaparición de Europa como forma de vida de matriz grecorromana, es decir: como cultura racional, ilustrada y democrática. Y no se combate un integrismo reaccionario con otro, como la ultraderecha pretende. Antes bien, islam e integrismo cristiano (o judío) constituyen elementos equivalentes dentro del mismo proceso de regresión histórica hacia un neo-obscurantismo.
Las raíces axiológicas de la corrupción política
Para la mayoría de los ciudadanos, a saber, los trabajadores que configuran el núcleo demográfico y moral de la nación, la clase política actual está formada por una camarilla endogámica de vividores sin escrúpulos. Corruptos, incompetentes y criminales nutren tamaña casta abyecta. Ésta sirve a los intereses de los grandes capitales que la financian y ha bloqueado, en el seno de sus respectivos partidos, los mecanismos de control popular, impidiendo que las bases ejerzan la fiscalización de los cargos a la que tendrían derecho en tanto que depositarias de la soberanía. Sobre este supuesto oligárquico, existente de facto pero nunca reconocido (porque pondría en evidencia la oculta clave de bóveda del sistema, a saber, el control y la distorsión alevosa de la información), propágase como un cáncer la corrupción en el seno de los partidos, los sindicatos, los ayuntamientos y en el resto de las instituciones públicas, que incluyen los parlamentos y gobiernos estatales, locales o autonómicos.
Son éstos hechos ya reconocidos por los ciudadanos, al menos de manera difusa; pero aquello que no se acostumbra a captar con la deseable claridad y distinción es que existe una relación necesaria entre la corrupción política y el sistema de valores imperante en nuestra vida cotidiana, es decir, en el seno de la sociedad burguesa. No nos debe sorprender, en suma, que los políticos utilicen su poder para enriquecerse; derecha e izquierda burguesas se han reconciliado en ese crisol axiológico que ha sido el consumo entendido como sentido posesivo e individual de la vida.
La crisis representa ante todo, por tanto, la quiebra existencial del tipo humano burgués; una figura que nos resulta harto familiar, pero cuyos frutos envenenados empezamos a conocer sólo después de décadas de excesos y fechorías sin límite, que incluyen el genocidio. Aparentemente inocuas, tales pautas de conducta egoístas se muestran ahora como tóxicos morales de efectos lentos e irreversibles para instituciones básicas como la familia (caída en picado de las tasas de natalidad, 50% de divorcios), la educación (fracaso escolar masivo) y el trabajo (absentismo, paro, improductividad). Los políticos son, empero, quienes han dado el ejemplo social por antonomasia con la más descarada hipocresía y cinismo a la hora de aprovecharse de las instituciones.
Existen, en efecto, además de la corrupción política, otras lacras derivadas del modelo burgués predominante a escala social. El fracaso del sistema democrático, la falta de transparencia institucional, la incompetencia escandalosa, la devastación ecológica del planeta, la regresión cultural fundamentalista-religiosa, el colapso educativo, etc., son algunas de ellas, como veremos. Ahora bien, aquello que interesa subrayar aquí en este momento es que todas las lacras mencionadas implican la mentira, el engaño, la manipulación y la opacidad informativa, es decir, la negación de la verdad racional. Porque la verdad, en el sistema liberal, termina siempre subordinada a los intereses del “hombre”, en realidad, al “sujeto del capital” accionado por el mecanismo irracional de la acumulación infinita, en pos de no se sabe qué “paraíso social” que nos esperaría al final de la historia y como culminación del “progreso”. No obstante, para una sociedad basada en la tecnología y, por ende, en la ciencia; sustentada, asimismo, en un sistema político que, coherentemente con lo anterior, debe ser democrático a fin de que la información veraz con carácter vinculante pueda circular sin obstáculos allí donde la administración pública pretenda operar de forma eficiente, la subordinación de la verdad al "deseo", es decir, a las pulsiones del “beneficio” y del “bienestar”, sólo podía provocar el cortocircuito funcional sistémico, como efectivamente ha sucedido.
De la corrupción a la incompetencia
Los ciudadanos conscientes y decentes cuentan en teoría con la posibilidad de fundar partidos políticos para dirigirse al conjunto de la sociedad y luchar contra la actual clase política, pero la realidad es muy distinta de la proclamada en los textos legales: el sistema ya tiene dispuestas las correspondientes válvulas de seguridad a fin de evitar que “la política” se les vaya de las manos a los poderes financieros y a los oligopolios que realmente ejercen la dominación. La repercusión electoral de las siglas de un partido depende, en efecto, de la presencia del mismo en los medios de comunicación, la cual, a su vez, responde a los intereses económicos de las grandes empresas periodísticas. Son las televisiones, las radios y los diarios o prensa escrita en general, los que deciden qué opciones políticas cuentan o no cuentan, y cómo, ante la opinión pública que habrá de dirimir el voto. De manera que la financiación bancaria de las organizaciones y su dependencia de compañías privadas de publicidad o de comunicación, hace imposible que un proyecto político contrario a los poderes oligárquicos pueda desarrollarse, si no es con graves dificultades, en el actual marco pseudo democrático. Una vez más, vemos que es la mentira la que se yergue como factor determinante. La información ha sido colonizada por el dinero.
Nuestras “democracias” son una estafa; constituyen en realidad redes mafiosas plutocráticas que compran a los partidos políticos parlamentarios para que representen los intereses del gran capital (bancos, entidades de crédito y fondos de pensiones, multinacionales, grandes compañías energéticas, etc.) y sustenten los dogmas intangibles de las instituciones financieras (el estrato capitalista hegemónico). Los oligarcas promueven a los políticos profesionales con sus empresas mediáticas y les financian con sus bancos a cambio de obediencia lacayuna. No sólo prostituyen la información poniéndola al servicio de la ya mencionada opacidad estructural, sino que sus televisiones contribuyen decisivamente a que los políticos corruptos se instalen en las instituciones públicas y las utilicen para negocios privados.
El denominado “sistema democrático” no quiere la participación ciudadana, que implica una fiscalización de las actividades defraudadoras, al contrario, la impide y disuade: reclama sólo cada cuatro años el voto de una masa manipulada. El recurrente e impúdico "secuestro" oligárquico de la soberanía popular resume la realidad del actual aparato político de dominación pública a escala planetaria.
La ineptitud política generalizada es la consecuencia de un sistema social basado en el imperio de la alta finanza, en la manipulación de los medios de comunicación y en la traición sistemática a los intereses de la mayoría social-nacional en provecho de una minoría oligárquica ayuna de pueblo y patria. No es que existan políticos corruptos, es que el sistema liberal se basa todo él en la corrupción y expulsa fuera de sí a los políticos honestos que se nieguen a mentir. La corrupción sólo es posible como efecto querido del silencio cómplice y embustero del grueso de la casta política que, aunque en su gran mayoría no viole ninguna ley según los parámetros normativos que ella misma ha establecido, se beneficia de unos privilegios que, en una democracia real y fundada en el imperio de la razón, deberían ser tenidos por inmorales y fulminantemente abolidos.
El problema de la verdad constituye el hilo conductor para la comprensión de la crisis de 2008, pues otro tanto cabe afirmar respecto de la excelencia y la capacidad: al primar la fidelidad a los poderes fácticos, es decir, la cínica disposición a la mendacidad en la promoción de los políticos, de los gestores públicos y de los funcionarios, son auténticos buscavidas incompetentes quienes terminan controlando las palancas del poder. Se trata de una selección en negativo que sólo permite a los "peores" (intelectual y moralmente hablando) alcanzar la cima del entramado partidocrático y administrativo. Pero, a la larga, un país moderno construido sobre tales mecanismos podridos no puede funcionar. Los escándalos que, a pesar de la vergonzante complicidad política de las fiscalías y de los jueces, estallan regularmente, han puesto en evidencia la bajeza moral, pero también la incapacidad profesional y la ridícula ineficiencia de la entera élite gobernante.
Mas tales lacras no son un azar fruto de la natural limitación humana, sino la consecuencia necesaria de la institucionalización consciente y deliberada de la mentira como pauta de conducta habitual y, con ella, de la falta de objetividad y neutralidad, de la escandalosa ignorancia, de la picaresca con el dinero público, de la impericia que conlleva promover a “recomendados”, en suma, del sometimiento de lo válido, veraz y ética o legalmente debido, a los intereses del individuo o grupo que en cada caso se lucra u obtiene más poder y prestigio con la decisión fraudulenta.
La crisis afecta a los pilares del régimen, porque los ciudadanos han empezado a entender que las fechorías que desencadenaron el alud de la debacle económica son las mismas que caracterizan a los políticos de todos los partidos, quienes las consintieron y se beneficiaron de ellas de forma directa o indirecta. Por este motivo, después de la alternativa en el sentido ideológico, será necesario explicarle a la gente qué nuevo modelo de organización y funcionamiento político se va a instituir para impedir que, en el futuro, repítanse en el seno de la nueva izquierda nacional las prácticas que han definido en el pasado a varias generaciones de profesionales de la política. La respuesta a dicha cuestión son las asambleas ciudadanas libres, que han de operar como contrapeso institucional a los parlamentos, plenos municipales, sindicatos, partidos o entidades ejecutivas análogas.
Además de una crisis monetaria y estadual, la de 2008, y esto casi puede palparse en el espesor del ambiente fétido de nuestros días, es una crisis de valores, una crisis moral de la society que corroe todas sus instituciones, sin excepción. La pauta utilitarista de conducta se ha extendido a la sociedad desde la política entendida como "maquiavelismo", pero su punto de partida en occidente es la matriz cultural de una determinada concepción religiosa judeo-cristiana que experimenta la relación con lo sagrado (las cuestiones últimas de la existencia) como un mero contrato mercantil: "El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro Dios. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los convierte en mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Ha despojado, por tanto, de su valor peculiar al mundo entero, tanto al mundo de los hombres como al de la naturaleza. El dinero es la esencia del trabajo y de la existencia del hombre enajenada de éste, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él. El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente la letra de cambio ilusoria (...) El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente, en su práctica ya acabada, en el egoísmo corpóreo del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad propia" (Karl Marx). Lo humano mismo ha devenido negocio: la ciencia, la política, la fe, la profesión, la amistad y hasta el matrimonio resultan contaminados a la postre por la mentalidad del dinero, del lucro, del cálculo, de la ganancia... Cualquier cosa, persona o actividad, para ser considerada importante o digna de respeto, habrá de rendir alguna clase de beneficio (dividendos, instrumentos de poder, orgasmos, diversión o salvación del alma) al “sujeto”, verdadera máquina succionante de bienes. La verdad por la verdad misma carece de sentido en el contexto del modelo de vida burgués, a pesar de que la sociedad moderna depende objetivamente del respeto a dicho principio.
La reflexión sobre la crisis debe llegar así hasta las últimas consecuencias y cuestionar el tipo humano que la burguesía liberal capitalista ha convertido en pilar de nuestro actual sistema económico y social. Es este “paradigma antropológico” el que nos ha llevado al callejón sin salida en el que nos encontramos como civilización. Se trata de alguien preocupado exclusivamente por su "felicidad" privada y que concibe la existencia en términos de utilidad y bienestar individuales, sin otro horizonte histórico ante sí que la proliferación de propiedades, placeres, dignidades y ventajas.
Más profunda y determinante incluso que el modelo de socialización burgués es una opción existencial hedonista de raíces irracionales que coloca a dicho "sujeto constituyente" y a sus necesidades materiales o simbólicas en el centro del ser, que emboza la verdad de la existencia en aras de visiones utópicas seculares de abundancia, ora individual, ora colectiva; que, en definitiva, destruye el sentido del rigor en la vida humana y zambúllese en esa fiesta permanente que quiere ser la “sociedad de consumo”, la cual sólo admite como “alternativa” al materialismo económico ese otro materialismo complementario de la salvación del alma, garantía eterna de disfrute religioso en un “más allá”. Pero aquél que miente en lo fundamental, mentirá en todo lo demás. La sociedad burguesa no es más que una cadena de autoengaños que comienza en la decisión originaria de subordinar la verdad al bienestar subjetivo (el “acto de fe”) y culmina en la denominada “magia de los mercados” de la ideología bursátil, matriz antropológica del actual colapso económico.
De la incompetencia a la criminalidad
Son también valores burgueses los que han inspirado y legitimado el genocidio al que se hallan irremisiblemente vinculados tanto el liberalismo “de derechas” como la izquierda tradicional. Los peores crímenes que la historia humana registra fueron aquéllos que se perpetraron en nombre de la "felicidad del mayor número" y a la sombra del colonialismo europeo, del imperialismo angloamericano y del totalitarismo comunista. Tales han sido las causas “humanistas” de los crímenes de la izquierda radical (y de sus cómplices) que aquí rechazamos y que nos compelen a fundar una nueva izquierda y no sólo una izquierda nacional. Esta izquierda, la nuestra, contempla con horror la masacre impune y debe reflexionar sobre sus causas y motivaciones. ¿Por qué el maoísmo (responsable de cuarenta millones de asesinatos planificados), el estalinismo, Dresde o Hiroshima no han sido nunca juzgados? ¿Cómo pudieron aliarse los EEUU (capitalista) y la URSS (comunista) en la Segunda Guerra Mundial? La palabra “mentira”, la manipulación de la historia, se escribe aquí con letras de sangre. Pero la respuesta a esta pregunta es una vez más la siguiente: entre el comunismo, que la clase política actual condena pero sólo, por razones obvias, de forma harto tímida, y el capitalismo liberal, existe un secreto hilo de conexión, un tesoro compartido, a saber: los valores escatológicos irracionales.
El individualismo liberal es únicamente otra variante de una visión del mundo antropocéntrica que preserva celosamente los principios morales procedentes del bagaje religioso judeo-cristiano secularizado, tronco común de la casi totalidad de las doctrinas políticas modernas. La idea liberal de "mercado mundial" en cuanto “final de la historia” representa así el sustituto derechista de la profecía izquierdizante del paraíso en la tierra tanto como ésta fuera a la sazón la secularización de un mesianismo religioso cristiano (el “reino de Dios”) oriundo, en última instancia, del antiguo Israel. Varias ideologías (comunismo, liberalismo, socialdemocracia, sionismo) compitieron por el poder con el fascismo en el siglo XX, pero un solo proyecto las sustentaba, a saber: el que fija como sentido de la historia la realización de una sociedad donde todas las contradicciones, incluida la muerte, habrán sido abolidas y reinará una “felicidad" sin sombras, como la de los cuentos de hadas. Semejante ficción infantil o mito según el cual todos las males del universo quedaran abolidos (incluso los agujeros negros), autoriza siempre a mentir y asesinar en nombre de un “bien absoluto” tan obligatorio e incontestable como irracional -¿quién podría “oponerse” a dicho “ideal”?-, dibujando a la par en su engañosa propaganda la imagen de un “goce” generalizado “para el mayor número”.
Mas esta engañosa quimera se ha traducido, sin embargo, y no por casualidad, en su contraria, a saber: en la devastación ecológica del planeta; en la esterilización galopante (totalitaria o mercantil) del arte, del pensamiento y de la ciencia; en la liquidación física asesina de segmentos enteros de las sociedades premodernas (comunismo); en la esclavización, abierta o solapada, de una parte de la humanidad precapitalista en beneficio de una minoría metropolitana (colonialismo); en el genocidio impune (Hiroshima, Dresde, Kolymá); en descaradas agresiones militares basadas en la mentira consciente (supuestas armas de destrucción masiva iraquíes); en el asesinato legal de los no nacidos (aborto); en la expulsión, extinción o desvertebración moral de los pueblos y su sustitución migratoria (ingeniería demográfica y cultural); en la manipulación de la historia; en la subordinación de cualesquiera criterios morales, culturales y políticos a las exigencias de "crecimiento económico", desarrollo cuantitativo y consumismo; todo ello legitimado por la incontestable “utopía” soteriológica del “bienestar”, verdadero motor ideológico del incremento constante del capital en cualesquiera de sus versiones (calvinista, colonialista, capitalista, comunista, sionista, neoliberal) conocidas hasta el día de hoy.
Rama anarquista del moderno "hedonismo pueril" ha sido la "subcultura de la transgresión" basada en el consumo de drogas, quizá la forma más desesperada y nítida de la masiva huida contemporánea ante la verdad. Todavía hoy, la utopía libertaria complementa el individualismo liberal burgués en el mundo del lumpen proletariado y nutre unas cárceles en perpetua expansión con legiones de desgraciados drogodependientes, es decir, de individuos sometidos a los efectos de diversas substancias químicas idiotizantes que anticipan ad hoc las sensaciones placenteras asociadas a la imagen del “paraíso” (religioso o social); mito mil veces prometido pero nunca realizado por sacerdotes y políticos, quienes explotan la difusión de esta auténtica narración tribal de occidente siendo perfectamente conscientes de sus consecuencias nocivas y hasta destructivas para la formación ética de la juventud.
La doctrina hedonista penetra como "alegre esperanza" y "amor" (mientras los bombarderos arrasan Bagdad) todas las manifestaciones culturales de la putrefacta sociedad burguesa. La droga esboza la caricatura del sistema de valores vigente, su realización no aplazada y urgente, su reductio ad absurdum, y sólo por ello, a saber, porque su propia lógica expresa la más profunda y devastadora necesidad, que no podría ser detenida de otro modo, es decir, la verdad coherente y autodisolvente de la “sociedad de consumo” y de los proyectos escatológicos religiosos que históricamente la precedieron, ha tenido que ser prohibida por las autoridades, a la par que convertida en un suculento negocio ilegal, estéticamente “transgresivo”, y factor de regulación social para los grupos oligárquicos que la satelizan.
Otro tanto cabe afirmar respecto de la sexualidad. La transgresión sexual promovida por la vieja izquierda radical ácrata con fines políticos de desvertebración social e institucional se ha traducido en el desarrollo comercial de fenómenos como la pornografía, la pederastia, el turismo sexual y la prostitución infantil. La dinámica interna del relativismo hedonista había tarde o temprano de conducir a la peligrosa generalización de este tipo de prácticas, legitimadas por presuntos teóricos y doctrinarios del ideal liberal-libertario, es decir, de las diferentes gradaciones o fórmulas del individualismo. La satisfacción del deseo o el éxtasis sin límites resume su propuesta, harto funcional para un "sujeto del capital" entregado a la renovación constante de objetos de consumo que se lanzan al mercado espiritualmente envueltos por la "ilusión" de la estúpida ideología burguesa moderna.
Una vez más, observamos que los valores de bienestar, felicidad, placer, etc., y la negativa liberacionista a "reprimir” los impulsos, el cuestionamiento de las normas en cuanto tales, en suma, la supresión de todo aquello que pueda frustrar las pulsiones del “sujeto”, nos muestran la monstruosa faz del antiprogreso “moderno”. La pregunta es, ¿hasta dónde aceptaremos de buen grado descender por esta pendiente de humana descomposición? ¿Puede sostenerse a largo plazo una civilización que no respeta ningún principio ético excepto el carácter intocable de las apetencias individuales del consumidor convenientemente comercializadas? Y ante el patente desmoronamiento de las instituciones, ¿será la única alternativa la regresión integrista religiosa que no sólo ha acampado ya a las puertas de occidente (islam), sino que la propia oligarquía ha emprendido (ortodoxia judía, integrismos cristianos) por su propia cuenta?
La primera obligación de una alternativa política a la crisis es explicar que esta concepción del mundo entraña un criminal engaño; que el mercado y su compulsión al consumo no puede erigirse en criterio último de las decisiones políticas, porque pisotear sistemáticamente los principios morales y los intereses de las instituciones sociales fundamentales tiene también, a la larga, consecuencias corrosivas nada desdeñables; que el ciudadano de una sociedad civilizada no puede concebirse a sí mismo como un perpetuo adolescente obnubilado por sus “deseos”; que el planeta no soportará la liquidación de los recursos naturales disponibles al ritmo que la sociedad burguesa los malgasta; que es necesario, en definitiva, fijar límites jurídicos, éticos, políticos y económicos de carácter racional a la dilapidación de riqueza material por parte de la humanidad. La escasez es la determinación en virtud de la cual la realidad, la verdad, se presenta hoy en el mundo de la economía en forma de aquel aguijón que hiciera estallar en su día la burbuja financiera. Pero con ésta explota también la burbuja mental de la sociedad espectacular, esa matriz virtual cuya pantalla poblada de ficciones nos protegía frente al mundo real y las barreras insoslayables impuestas a la “pulsión deseante”, resorte psíquico de la maquinaria mercantil.
Por tanto, es menester, en primer lugar, institucionalizar un canon de existencia humana auténtica, un entramado de normas infranqueables; en otras palabras, necesitamos urgentemente un modelo educativo público anclado en valores racionales, siendo así que aceptar la idea de una society planetaria acuñada en el molde del paraíso consumista (el mercado mundial) heredado de la religión, constituye un sueño infantil de la propaganda liberal que puede costarnos muy caro como especie.
Ya fuimos, los trabajadores, estafados por el comunismo, ¿lo seremos ahora por el liberalismo? Esto sería todavía más ridículo. Ha llegado la hora de la verdad y tiene que haber políticos dispuestos a decir la verdad. La cultura del espectáculo y los mitos publicitarios correspondientes tocan a su fin. La sinceridad deviene presupuesto y principio supremo de toda acción cívica honesta. La verdad en tanto que pauta de conducta lógica y fundamentada es el valor racional supremo y fija los pilares ilustrados de una cultura ética de las instituciones públicas de espaldas a la cual los efectos destructivos de la crisis no dejarán de propagarse y ahondarse. Mas es esta exigencia de objetividad radical la que reclama poner coto, de forma inmediata, al desarrollismo y a la devastación ecológico-cultural, étnica y moral de la tierra.
Ahora bien, los trabajadores no debemos consentir que el desmantelamiento de la “sociedad de consumo” y el descrédito de su caprichosa narrativa profética arrastren consigo los avances del estado social y democrático de derecho que tanta sangre costó conquistar a nuestros padres y abuelos: se trata de conceptos muy diferentes. Para nosotros trabajadores, nuestro deber consiste en liquidar un modelo basado en el saqueo capitalista del mundo, en el hambre de los países pobres, en la destrucción de la cultura, la ética, el paisaje, etc., no empero abolir por decreto la básica justicia y los requisitos económicos que hacen posible una vida propia de pueblos civilizados.
Cabe esperar que los políticos profesionales intenten darnos gato por liebre y, mientras las oligarquías siguen revolcándose en el lujo más escandaloso y obsceno, nos instarán a que seamos "razonables" y nos "apretemos el cinturón". Pero no vamos a consentir este engaño y jamás entraremos voluntariamente a vivir en las horrendas chabolas -materiales, mentales y morales- que ya nos preparan los gestores franquiciados de la tiranía de Wall Street. La erradicación del paradigma humano liberal no ha de suponer el retorno a la barbarie industrial, a la explotación decimonónica salvaje de los obreros, a la delincuencia, sino que, por el contrario, puede y debe traducirse en una mejora de la calidad de vida de millones de trabajadores que ya no tendrán que arrastrarse por la existencia sometidos a la presión del consumismo; que ya no vivirán encadenados a la ecuación burguesa que iguala la respetabilidad y el estatus social de las personas (su valía humana, en una palabra) a la capacidad simbólica de consumo reflejada en la ostentación bien visible pero mendaz de objetos de lujo y hasta de marcas comerciales concretas. Reclamamos una dignidad cívica y moral republicana de participación real en las instituciones nacionales y democráticas, una justicia, la de los ciudadanos, que conlleva en las dos direcciones (de máximos y de mínimos) ciertos umbrales materiales infranqueables de desarrollo social, pero no, y ya nunca más, una existencia consumista.
La contradicción fundamental de la sociedad burguesa
Las directrices políticas que propone la izquierda nacional suponen así siempre, aunque no la nombren explícitamente, la promoción de valores alternativos a los de la burguesía socio-liberal (izquierda) y también, no lo olvidemos, a los de la burguesía liberal-conservadora (derecha). Pero nuestra postura no depende de una suerte de condena moral simple de la realidad en que vivimos, sino de la cruda constatación de las contradicciones objetivas insolubles que han estallado en el seno de la society. Ésta, como un charlatán de feria o un aspirante a tirano, promete la "felicidad" a cambio de la sumisión adocenada del hombre-masa, pero genera el infierno en la tierra. Pretende construir la “sociedad de consumo” sobre una base tecnológica (la “sociedad de producción”), pero el desarrollo de la ciencia, que es consustancial al progreso tecnológico, depende del respeto al valor de la verdad y termina colisionando con las exigencias hedonistas esgrimidas como discurso legitimador e interiorizadas de manera consecuente por la mayoría de la población.
Esta contradicción se plasma de manera bien visible en el problema educativo que corroe por dentro el mundo docente y convertirá los colegios e institutos en reformatorios custodiados por guardias de seguridad. La evidencia es que el desarrollo “democrático” y el crecimiento de las sociedades liberales y multiculturales de consumo van acompañados de un desplome de los mínimos de excelencia educacional y del aumento correlativo de los niveles de delincuencia, con cárceles a rebosar y un sistema penitenciario en constante situación crítica de oberbooking. En una palabra, pese a la presunta mayor “riqueza” y “libertad” de la sociedad burguesa, los estándares éticos e intelectuales de su juventud caen en picado. ¿Por qué?
La discordancia entre los imperativos de verdad y trabajo, que son ascéticos, y las exigencias hedonistas de felicidad, bienestar y satisfacción consumista sin límites, hacen imposible el funcionamiento de una estructura institucional que será, cada vez más, una “sociedad de la información” o “del conocimiento”, pero que en su forma burguesa actual no socializa personas y ciudadanos capaces de estar a la altura de los imperativos de eficacia racional que le son inherentes. De hecho, como hemos visto, carece de lo más básico: el compromiso ético con la verdad, la racionalidad y la objetividad, pilar central de todo edificio social moderno.
La “aporía moral” pudre, en primer lugar, el corazón de las propias élites burguesas, las cuales devienen corruptas, viciosas, perezosas y estúpidas (hasta el punto de buscar de nuevo su refugio existencial en las obsoletas religiones monoteístas), pero se extiende luego como una plaga a las mayorías sociales (telebasura), colapsando instituciones como la familia, la empresa, la escuela, etcétera, cuyo funcionamiento normal no se puede sustentar, pese a la propaganda, en un detestable hedonismo utilitarista que calcula a cada instante el propio placer o ventaja como pauta de conducta habitual.
La contradicción política como crisis de legitimidad
La contradicción principal de la sociedad burguesa comporta, en primer lugar, la autodestrucción de toda apariencia de sistema democrático y su transformación poco menos que chulesca en una gran oligarquía económica explícita. Los políticos se hacen ricos y los ricos, políticos. En el mundo de la política observamos, en efecto, la colisión entre las exigencias de transparencia, eficiencia, objetividad, diálogo fundamentado y pretensiones de veracidad que han de regir tanto en las instituciones políticas propiamente dichas como en sus apéndices administrativos estaduales, y los intereses económicos individuales y grupales que son los que, en la realidad del mundo capitalista, mueven en la sombra los hilos de la actividad parlamentaria, gubernamental y administrativa.
La estructura misma de los partidos debería ser asamblearia para facilitar la vehiculación de la información, la fiscalización de los liderazgos y la renovación de las cúpulas; pero ya desde el principio los partidos se articulan de modo oligárquico, vertebrándose como mafias que controlan todos los mecanismos institucionales y deciden por anticipado cuáles van a ser las resoluciones de los órganos presuntamente soberanos. Una vez convertido el partido en juguete de una oligarquía interna, es muy fácil que la sigla funcione como dócil maquinaria de fabricación de votos y pueda ser puesta en bandeja para ser vendida a la oligarquía financiera transnacional. De espaldas a las bases, este “tinglado” utilizará las instituciones públicas cual plataformas de negocio o de mera promoción personal en descarado comercio con los poderes económicos.
La financiación ilegal (informes falsos, adjudicaciones públicas a empresas del entorno oligárquico, etc.), las recalificaciones fraudulentas de terrenos por parte de los ayuntamientos y otras fechorías relacionadas con el mundo inmobiliario, son algunas de las fórmulas habituales de la corrupción institucional. Ahora bien, las oligarquías de partido sólo pueden funcionar mediante la manipulación de las bases. En otros términos: tienen que mentir siempre. Esta práctica genera, empero, ineficiencia y encarece hasta la quiebra los costes de la gestión pública. La esencia del liberalismo político vigente consiste en la subordinación de la objetividad (también en materia económica) a los denominados “intereses del partido”, en realidad las obscenas apetencias del grupo que controla la marca electoral de turno y que podemos definir como “testaferros del capital”.
Tales pretensiones se concretan a su vez en la negación del principio asambleario y en la usurpación de la soberanía de los militantes, despreciados como mera “masa borreguil” por parte de la burocracia de la organización. En definitiva, la élite oligárquica utilizará sus prerrogativas subterráneas enquistadas como relaciones de vasallaje, fidelidad y amparo mutuo de individuos “leales a X” con el fin de renovar una y otra vez en sus cargos o hacer peregrinar de un cargo a otro a unas personas cuya característica fundamental es su voluntad de engañar para encubrir al "jefe" que las protege. Los oligarcas, esencialmente ignorantes y corruptos, se han elegido de antemano a sí mismos para mandar y nunca van a ceder el poder de buen grado aunque, de manera más o menos regular, se renueven las caras de los brutales energúmenos que ocupan el primer plano.
La mafia oligárquica como tal es la que pone esos rostros en el cartel y los seguirá poniendo hasta que se rompa el ciclo de reproducción del grupúsculo. Será normalmente otro grupúsculo el que ocupe su lugar, pero no ocurriría así si se respetaran los principios democráticos y la asamblea hiciera valer sus derechos, formalmente ya reconocidos por la ley. Los postulados asamblearios resultan, sin embargo, pisoteados una y otra vez. ¿Por qué? Porque los valores burgueses imperantes incluso entre los propios perjudicados impiden que una asamblea pueda funcionar. No otro es el sentido del sistema oligárquico que, extendiendo el modelo organizativo económico-comercial a la totalidad de las instituciones públicas controladas por los partidos, desencadena la crisis de la sociedad liberal. Ésta provoca a su vez la reacción totalitaria (bolchevismo) y la respuesta, igualmente brutal, a dicha reacción (fascismo). Conocemos el nuevo totalitarismo (islamismo), la ultraderecha del siglo XXI se encuentra todavía en fase de gestación.
Sobre la base de esta doble usurpación descrita, a saber, la de la asamblea del partido por su cúpula oligárquica y, en segundo lugar, la del partido mismo por las élites económicas que lo financian e instrumentalizan, puede el sistema dar los siguientes dos pasos en orden a la definitiva liquidación de la democracia, a saber:
1/ la fundación de instituciones políticas que, como las de la Unión Europea, sólo en una parte muy reducida y anecdótica son elegidas democráticamente por los ciudadanos, pero que, en cambio, tienen la potestad de limitar de forma decisiva la soberanía de los Estados miembros;
2/ el mercado mundial, que remata el proceso de oligarquización instituyendo marcos burocráticos y procesos decisorios subterráneos en los que el voto popular no juega ya absolutamente ningún papel.
Es la misma estructura opaca que en el caso del partido, pero ahora de dimensiones macrosociales o “en grande”. Nadie, en efecto, ha “votado” la globalización, nadie ha sufragado políticamente la libre circulación de la mano de obra extranjera; a nadie se le consulta tampoco sobre las deslocalizaciones, la supresión de aranceles que arrasan las economías locales en beneficio de los productores asiáticos (quienes no respetan los derechos más básicos del trabajador y resultan por ello más "competitivos"), etcétera. Las decisiones que instituyen dichos mecanismos, cuya incidencia en la vida cotidiana de las personas es tremenda, han sido tomadas por la oligarquía de espaldas y en abierto conflicto con los legítimos intereses de una sociedad democrática. La contradicción implica, por tanto, que las prácticas oligárquicas de opacidad, desinformación y manipulación terminarán colapsando incluso la apariencia liberal de las instituciones públicas occidentales. Las heces ya rebosan por todos lados. Occidente muestra, en medio de toneladas de basura, su verdadero rostro a los pueblos “subdesarrollados” que la ONU debería “educar” pero que no en balde, ante la ofensa del insoportable hedor, deciden pasarse, armas en mano, al terrorismo islámico.
Mas, a tenor del hecho incontestable de que la supuesta existencia de la democracia y el respeto a los derechos humanos es la fuente de legitimación del régimen liberal, la evidencia obscena de la oligarquización del sistema político, la patencia de sus crímenes impunes, el escándalo de su increíble ineficiencia y putrefacción, hace acto de presencia como crisis de legitimidad, desfondamiento abismático de la soberanía añadido a la crisis económica. Ambos fenómenos desencadenan un gravísimo efecto disfuncional para la “gobernabilidad”, con un aumento galopante de la delincuencia que traduce de iure lo que constituye la realidad habitual para un estamento político que medra en el ilegalismo más absoluto, a la sombra de poderosos particulares y sin intención alguna de modificar su escandaloso "tren de vida".
La pérdida de credibilidad de la política, que paraliza el funcionamiento de la democracia en forma de abstencionismo crónico y facilita la aparición de la plaga de los demagogos, futuros tiranos y postreros beneficiarios iletrados del fenómeno oligárquico, empieza ya, empero, en el momento, al parecer insignificante, en que la asamblea de una organización política legal acepta deponer sus derechos ante el estamento de los políticos profesionales; el proceso culmina, en última instancia, con la erección de ese poder invisible de logias, clubs (Bilderberg), comisiones trilaterales y otras sectas burguesas que, sin consultar a los afectados, pretenden dirigir en silencio los flujos económicos y los destinos de los pueblos a escala planetaria.
http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2010/07/manifiesto-por-una-izquierda-nacional.html