domingo, septiembre 11, 2011

Manifiesto por una Izquierda Nacional (II)


El "bienestar general" no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de ningún modo, sino únicamente un vomitivo.


(Friedrich Nietzsche)

Preámbulo al Manifiesto por una Izquierda Nacional:

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2010/05/preambulo-al-manifiesto-por-una.html

Manifiesto por una Izquierda Nacional (I):

http://izquierdanacionaltrabajadores.blogspot.com/2010/07/manifiesto-por-una-izquierda-nacional.html

El propio liberalismo es consciente de que su pecado capital, dejando al margen la cuestión ecológica enorme de los límites del crecimiento, consiste en la torrencial invasión del poder político por parte del poder económico. Tan escandalosa y patente resulta la evidencia de lo que sucede en los parlamentos, donde los lobbies empresariales ofrecen regalos a sus señorías con el fin de comprar la voluntad política pública a plena luz del día, que el político profesional debe preocuparse de mantener las apariencias. Y lo consigue, por supuesto, con la inestimable ayuda de unos medios de comunicación cuya función no es tanto "informar" cuanto ocultar determinados hechos, suprimiendo de la existencia pública de todo aquello que no aparezca en las hojas de los periódicos o en las pantallas de la televisión. La doctrina liberal, sabedora de su talón de Aquiles, a saber, la reducción de la "democracia parlamentaria" a una comedia donde ya todo está decidido porque las auténticas relaciones no son políticas, sino comerciales, donde el antagonismo social sólo se representa, como en un teatro universal (en la actualidad, las más de las veces, en un plató de televisión), ha instituido así la famosa división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para ostentar la apariencia de un mínimo de objetividad en la elaboración y aplicación de las normas.

Pero la "disciplina de partido" liquida la exigible independencia de los parlamentarios, quienes en la mayor parte de los casos (la “libertad de voto” se autoriza sólo ocasionalmente) no deciden en función de criterios racionales o “en conciencia”, sino a ciegas y bajo la compulsión de un brutal contubernio de intereses que no podrán cuestionar sin ser expulsados de las futuras listas electorales de su partido. El llamado "grupo parlamentario" representa en realidad un apéndice del gobierno o, en su caso, de la oposición. No existe debate ni análisis de los problemas del país: se ataca a quien manda haga lo que haga (incluso los aciertos) con el fin de desgastarlo electoralmente y ocupar su lugar, pues fundamentalmente nada va a cambiar. A la inversa: el gobierno no pondera las propuestas leales de una oposición enderezada a mejorar las políticas en beneficio de la nación, sino que ya ha decidido de antemano qué va a hacer y sólo se ocupará de defender a capa y espada su gestión, ocultando los errores que puedan o bien perjudicar la "imagen de las instituciones" o bien remover a los suyos del cargo obtenido, posición que representa un fin en sí mismo y no un instrumento de servicio cívico. Allí donde existe acuerdo, tampoco hay intercambio de ideas: más que consensos alcanzados racionalmente, lo que el sistema liberal burgués capitalista genera son complicidades en aquello que corresponda a la unidad de intereses del estamento político entendido como un bloque frente al pueblo. “Acuerdo” es aquí el silencio de la omertà mafiosa, que ocupa en ese caso el lugar del acto "parlamentario" básico: comunicarse con pretensiones de validez, razonar, fundamentar...


Esa misma mecánica derriba las barreras garantistas que separan el poder legislativo del poder ejecutivo: la burocracia de partido controla en la sombra el uno y el otro en beneficio de la oligarquía económica. Queda sólo, en apariencia, como último bastión de la razón, la aplicación imparcial de unas leyes que ya vienen condicionadas en su misma gestación y producción por los designios oligárquicos tanto en la acción como en la omisión, pero que, siendo públicas, deben evitar mostrarse descaradamente parciales. Por lo que respecta a la omisión, un simple ejemplo: no existe el delito de corrupción porque los políticos, por buenos motivos, se han guardado bien de tipificarlo. Dichas leyes ya manipuladas, en la medida en que sobre el papel han de cumplirse, representan también una amenaza, un mal menor pero nada desdeñable, para la deseada discrecionalidad de la oligarquía, de suerte que un poder judicial independiente constituye una institución que debe figurar en el frontispicio del Estado a efectos propagandísticos, pero que, al mismo tiempo, será convenientemente fagocitada desde su propio interior mediante una serie de prácticas micropolíticas de rango reglamentario y organizativo, casi invisibles para los legos, que reducen poco menos que a la nada la independencia de los jueces. Dichos imperativos inducen a la magistratura a ser dócil con el poder oligárquico que rige la promoción de las carreras profesionales, léase: que fuerzan a aquélla, en última instancia, a someterse al verdadero, gigantesco poder social, tan invisible como omnipresente, de la oligarquía.


En primer lugar, la fiscalía, a través de la figura del fiscal general del estado, funciona como un mero peón del poder ejecutivo, es decir, del gobierno, e ignora todas las vulneraciones de la legalidad que quiera ignorar sin rendir cuentas ante nadie.


En segundo lugar, el consejo general del poder judicial, órgano disciplinario de la magistratura, viene nombrado a dedo por los partidos, de manera que, gracias a una ley de rango inferior a la constitución, es la oligarquía la que, cúpulas partidocráticas mediante, decide quiénes controlarán a los jueces y, con ello, controla a los jueces mismos.


En tercer lugar, las sustituciones, interinidades y oportunos traslados, que sirven para apartar a un juez concreto de un caso concreto nombrando a dedo a un sustituto, quien ya sabe, si es inteligente y “prometedor”, por qué está ahí y lo que se espera de él sin que nadie tenga que decírselo.


En cuarto lugar, las segundas instancias judiciales, que son como embudos por donde pasan las causas espinosas para el poder y que se alimentan de unos pocos magistrados muy fáciles de controlar porque han ascendido en el escalafón corporativo precisamente a fuer de demostrar que son personas "de confianza" para los testaferros parlamentarios del gran capital.


En quinto lugar, las instituciones penitenciarias, nidos de corrupción y arbitrariedad que, en el peor de los casos, pueden conceder la libertad (tercer grado) de forma inmediata a aquél que haya sido, pese a todo, condenado por los tribunales, apelando a criterios técnicos de tratamiento e individualización de la pena.


En sexto y último lugar, la institución del indulto, que legaliza la exoneración de quienquiera que el gobierno desee amparar o recompensar por sus servicios (en realidad: por su “leal” silencio). Gracias a este auténtico dispositivo mafioso, la impunidad está servida para esos empleados y gestores públicos de la oligarquía económica que son los políticos profesionales.


Ciencia económica versus ideología bursátil


La sociedad burguesa es economicista, de ahí que, por más que el colapso axiológico definitorio de su ser se difunda capilarmente a todas sus ramificaciones, quepa esperar que su contradicción principal se detecte en el seno de una determinada esfera de aquélla; bien entendido que la economía burguesa representa sólo una forma histórica concreta de economía, habiendo constancia, ocioso es decirlo, de otras formas de subsistencia material colectiva. En efecto, en todas las comunidades históricamente conocidas detectamos siempre la existencia de la función económica, esencial para la supervivencia del grupo, pero característico de la economía burguesa es el mercantilismo o “comercialismo”, un sistema de relaciones humanas que involucra al todo social y culmina en la subordinación de la economía productiva a la finanza, es decir, a la usura.


Sólo después de que capitalismo financiero subyuga la economía en su totalidad, puede llegar esta economía ya pervertida a poner de rodillas las funciones política y cultural de la comunidad en su conjunto, instaurando las pautas mercantilistas como criterios últimos de conducta. La Volksgemeinschaft (comunidad popular) se convierte así a la postre en mero sustrato humano de la society, es decir, de un entramado contractual formado por socios calculadores e interesados que intercambian mercancías y acumulan riqueza; a eso llaman ser una persona normal y no otro es el sentido de su vida, que convierte en “locos” a quienes no compartan el common sense, léase: el ideario inglés del negocio.


El elemento o factor comunitario tradicional sobrevive, pero sometido al sistema de relaciones sociales capitalista, que lo consume poco a poco; el capital necesita, por ejemplo, familias con hijos para explotar en el trabajo e incluso valores “patrios” a fin de disponer de brazos entusiastas que empuñen los fusiles en guerras con fines crematísticos -por poner un ejemplo: la guerra de Iraq para controlar las reservas petrolíferas de Oriente Medio-, pero la comunidad tradicional ha sido instrumentalizada, doblegada, engañada, reducida a su mínima expresión y, con el liberalismo monopolista oligárquico tardío, mortalmente herida en sus índices de natalidad. De suerte que la sociedad burguesa misma, la cual no puede existir sin sustentarse en ese humus sociológico y hasta biológico de un fundamento comunitario, siembra el veneno de su propia extinción demográfica. Debe así, al fin, importar inmigrantes de otras comunidades menos aburguesadas para sustituir la mano de obra extinta que el capitalismo necesita y que una decadente society de consumistas ayunos de valores éticos ya sólo de forma muy deficitaria puede proporcionar.


Sobre el fondo del conflicto sociedad-comunidad, este auténtico cuadro dramático de descomposición humana que se consuma en las grandes megalópolis mundiales, perfílanse los procesos contradictorios que, en los términos de la propia sociedad burguesa y en el interior de la misma, la conducen a la crisis, donde volvemos a observar una vez más la colisión entre la exigencia de verdad, racionalidad y objetividad inherente a la propia economía productiva capitalista, por una parte, y los “intereses” de la oligarquía, del individuo burgués y del capital financiero como fenómeno en perpetua expansión cuantitativa, por otra.


Ya en las causas inmediatas que han desencadenado la crisis de 2008 podemos acreditar este cortocircuito sistémico: los “activos” tóxicos que han hecho quebrar a decenas de bancos y han puesto en peligro el sistema financiero global eran en realidad fraudes, mentiras y pseudo valores “podridos” que, en una maniobra constante de opacidad y ocultación de información empresarial veraz, es decir, de huida hacia adelante, habían pasado de una entidad bancaria a otra construyendo en el aire un castillo puramente ficticio de inversiones y beneficios sin consistencia técnica. Ahora bien, este fenómeno no es un caso extremo o una excepción dentro de la economía del dinero, sino que el ficcionalismo constituye la esencia misma del mundo inversor y de la llamada “magia de los mercados”, la cual se sustenta en una suerte de “optimismo” obligatorio y estructural -del que la sociedad norteamericana es quizá el ejemplo más caracterizado- que ha de garantizar la rentabilidad del capital, o sea, su progresión matemática infinita.


La crisis de 2008 representa así sólo un efecto de superficie, un síntoma, de una enfermedad crónica, incurable y terminal de la sociedad burguesa, a saber, la contradicción axiológica entre la “sociedad de producción”, regida por el valor trabajo y, por ende, por el imperativo de la verdad racional que hace posible la eficacia y la eficiencia laborales, y la “sociedad de consumo”, basada en la “felicidad”, léase: en la subordinación de cualquier principio racional a los intereses hedonistas, a los deseos, a las “esperanzas”, a las pulsiones del individuo liberado de todo deber moral o político intrínseco.


La “sociedad de consumo” secularizada necesita de la “sociedad de producción”, pero no a la inversa. La economía racional basada en el trabajo y en la acumulación de conocimiento científico y técnico es perfectamente pensable sin bienes de consumo hedonistas, pero la “sociedad de consumo” resulta en cambio inconcebible si no viene sustentada por la tecnología, por el trabajo y por el estrato comunitario de fondo que posibilita fácticamente su existencia material. Ahora bien, a medida que se desarrolla, la sociedad de consumo destruye sus propias condiciones productivas económicas de la misma manera que la society en general aniquilaba los requisitos comunitarios basilares que configuraban su gratuita (y no calculada en los costes de producción) fuente nutricia (grupos primarios, naturaleza, mundo de la vida). Esta doble erosión, a la que hay que añadir siempre la destrucción de los ecosistemas y el agotamiento de unos recursos naturales finitos, desemboca en la crisis, cuyas motivaciones inmediatas pueden ser las que se han explicado en los periódicos y televisiones, pero las causas profundas de la cual siguen implosionando constantemente en los fundamentos del sistema capitalista global por mucho que nuestros gobernantes hablen ahora, con fines electoralistas que pronto serán olvidados, de tener más presente la ética en la fétido universo profesional de Wall Street.


El meollo de la sociedad burguesa es así el mercado financiero: su esencia consiste en la negación del trabajo. Un individuo o grupo dispone de dinero y, sin trabajar, aspira a que ese dinero se multiplique y crezca como si el dios judío hubiera intervenido milagrosamente en la tierra. Es la consumación religiosa del capitalismo burgués, cuya opción axiológica subordina la “sociedad de producción”, constituyendo en todo momento la clave de bóveda de la dominación simbólica y estructural de ésta a la “sociedad de consumo”. La utopía forma así parte del liberalismo tanto como del comunismo, aunque con una formulación institucional distinta. A pesar de que la “sociedad de consumo” depende objetivamente de la “sociedad de producción”, es aquélla la que, en efecto, totaliza en lo simbólico y, finalmente, institucionaliza el sentido del proyecto capitalista burgués (no confundir con el “capitalismo” a secas) en tanto que secularización de la religión judeocristiana.


Técnicamente, estaríamos sólo ante la mera inversión del capital, cuestión aséptica que remite a uno de los tres famosos factores de producción, pero una crítica de la misma que se limite a la ideología liberal, quédase en la superficie de la sociedad burguesa tardía (oligárquica), en su economía política o, en otras palabras, en la explicación conceptual que esta sociedad da de sí misma. Desde el punto de vista sociológico, por el contrario, nos encontramos con cosas como la religión y la magia, que ya en el siglo XVIII se funden con la "ciencia" económica en un universo donde imperan las típicas personalidades burguesas tradicionales, obsesionadas con su salvación, la resurrección de la carne, el paraíso que esperaba a los ricos en el más allá y otros mitos que, según estableciera ya Max Weber en su día, interpretábanse como manifestación terrestre del designio soteriológico divino en la suerte que les había sido deparada por Yahvé.


El problema no es el capitalismo como concepto de racionalización económica, sino la burguesía en cuanto sistema de valores irracional. Una vez secularizada la religión, es decir, muerto el dios teológico en la creencia social, dichas estructuras objetivadas de sentido siguieron funcionando sordamente como mecanismo capaz de despertar el proceso psicológico de la esperanza del inversor y del consumidor, verdad oculta de la fenecida creencia religiosa. El secreto del dios judeocristiano, como Marx ya denunciara acertadamente, es lo que podríamos denominar el esperancismo institucionalizado de la ideología bursátil, que pasamos a exponer de forma sintética.


La reflexividad que afecta a todos los fenómenos sociales alcanza en este punto su expresión más extrema y decisiva. Por reflexividad entendemos que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito de las ciencias de la naturaleza, la concepción que los sujetos tengan de la sociedad modifica la realidad social independientemente de que dicha concepción sea verdadera o falsa. El motivo es que una teoría o idea social es ella misma un hecho social, hasta el punto de que en la sociedad pueden darse las denominadas profecías autocumplidas; por ejemplo, si Y es concebido por todos los que le envuelven como X, esta calificación afectará a Y por las reacciones que provocará en su entorno social, las cuales le habrán forzado a responder con determinadas pautas de conducta independientemente de que X sea o no un dato cierto. En los mercados financieros, la reflexividad no sólo es importante, sino esencial para los inversores. El éxito de la inversión de capital depende de la actuación de los otros inversores, es decir, de lo que los otros inversores piensen sobre los restantes inversores, la coyuntura económica y social, la rentabilidad (un futurible) de los activos adquiridos, etcétera. Tanto es así que, por ejemplo, el FMI no puede hacer públicos ciertos informes sobre la situación económica de determinados países con el fin de no empeorar su situación. La información veraz es la clave de la inversión exitosa, por supuesto, pero sobre todo lo es su opacidad, siendo así que cuanto más se engañen los otros inversores, es decir, el resto respecto de uno, más ganará este inversor individual. Sin olvidar que hay una información implícita, constituyente de la institución bursátil como tal, que ha de ser necesariamente falsa, pues se alimenta de nociones de infinitud matemática que entran en conflicto directo con la noción básica de la economía política, a saber, la que nutre el concepto científico de escasez. Luego, si las instituciones deben mentir, incluso autorizar y justificar oficialmente la mentira en casos concretos, la ideología bursátil miente siempre, representa algo así como la mentira institucionalizada, lo que no le impide ser al mismo tiempo el epicentro del desarrollismo capitalista financiero y, por ende, de la ciencia económica burguesa.


El capital debe reinvertirse de forma constante y está estructuralmente vinculado a una actitud existencial “optimista” que ha de profetizar rendimientos, ergo: felicidades y bienestares que animen la “confianza del inversor”. Su tiempo es infinito, lineal, un sentido emanado directamente de la historia profética. Dicha cosmovisión, como la sonrisa plastificada y compulsiva del norteamericano medio en tanto que símbolo de la cobarde estupidez de la society, es totalmente impermeable a la realidad y sólo admite de forma coyuntural unos datos negativos que fuercen a la venta (a eso se le llama recoger beneficios), pero siempre bajo el horizonte doctrinal intangible del dogma de un “crecimiento económico” que no puede cesar, sean cuales fueren las condiciones objetivas, sin provocar una “crisis” sistémica. Por ello cabe afirmar que, para detener el ciclo de la inversión y colapsar el sistema, bastaría con la verdad: la finitud de los recursos naturales, económicos y demográficos.


En suma, la conciencia de la escasez -desplegada a partir de un concepto ontológico de finitud- no sólo señala la dirección obligada de la crítica a sociedad burguesa, sino la única guía de toda revolución posible. El capitalismo global puede seguir existiendo en la medida en que, en previsión de tal circunstancia, hace sus deberes de manipulación y confía en que la verdad, la objetividad y la racionalidad encarnadas por los trabajadores hayan sido ya compradas ("para eso te pago"), léase: sometidas de antemano, como pautas de conducta, a los intereses del capital. Hete aquí la tarea de los periodistas, de los intelectuales y de los políticos como testaferros de la oligarquía.


El trabajador, aunque sometido actualmente en su subjetividad, en calidad de consumidor, a las exigencias de la “sociedad de consumo”, constituye la célula básica de la “sociedad de producción” y, en consecuencia, el depositario de sus valores en tanto que fundamento axiológico (subjetivo) a la par que institucional (objetivo) de la revolución socialista. Dicha revolución, como veremos más abajo, no consiste en otra cosa que en llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica del trabajo, que es la lógica de la ciencia y, por ende, la lógica de la verdad, hasta el completo desmoronamiento de la sociedad burguesa.


El carácter constitutivo, esencial, de la negación de la realidad inherente al “esperancismo” bursátil y bancario manifiéstase, por otro lado, en el fenómeno de la volatilización del valor económico, que comienza con la fundación misma de la sociedad capitalista en tanto que sociedad basada en el societario “valor de cambio” por oposición al comunitario “valor de uso”. El dinero es un trozo de papel que representa un valor abstracto universalmente intercambiable, pero en la medida en que tal objeto pueda ser fabricado a placer en prensas como una mercancía más, existirá siempre en la society un desfase entre el papel emitido y la “realidad económica”, que se va reajustando mediante la inflación y la deflación, pero que como tal no desaparece jamás y posibilita en los resquicios (sólo detectables mediante la información privilegiada, o sea, ocultada, ergo, mentira mediante) los “grandes negocios” a la sombra de la política.


Una vez abandonado el patrón oro, que anclaba el valor de cambio en un objeto físico determinado ajeno a decisiones interesadas, una moneda, el dólar, es decir, un mero documento mercantil, operó por un tiempo como ancla del resto de los "papeles". Pero el proceso de volatilización no terminó aquí: las tarjetas de crédito, los bonos, las acciones, los fondos de pensiones, los títulos de toda suerte, devinieron activos de tercer grado que representan valores de cambio compensables en títulos monetarios. Los "valores" se han convertido así en esos hechos puramente simbólicos que configuran la famosa burbuja financiera en tanto que mero globo repleto de sueños metafísicos. Cuelgan del hilo de creencias, confianzas, fiabilidades y suministros más o menos sesgados de (des)información financiera.


La realidad queda lejos, pero tarde o temprano hará acto de presencia. Cuando eso ocurra, se puede vender antes de que la desagradable visita se haga pública (esto fue precisamente lo que hizo Jordi Pujol con sus activos podridos en Banca Catalana, empresa que él mismo había llevado a la quiebra), pero, aunque algunos tramposos salven la piel, los sucesivos engaños acumulados a escala social y luego mundial conducen siempre al callejón sin salida del crack general, o sea, a la crisis. Alguien tiene que pagar el precio de las fantasías ficcionalistas: los trabajadores, el pueblo, es decir, las terminales del proceso económico que marcan la frontera entre la “magia” inversora y la realidad social.


En justa correspondencia, desde el punto de vista subjetivo la “sociedad de consumo” no compra para satisfacer necesidades adheridas a un valor de uso, sino para ostentar el signo del valor volatilizado en forma de marcas, enseñas de estatus social visible que a su vez exprésase en la cadena numérica de una cuenta bancaria o en un título (activo) que remite a papel y más papel... El rango o categoría de la persona significa la fuente de "posibilidades infinitas", mera negación del límite, es decir, de la muerte del “sujeto constituyente”. El capitalismo representa en última instancia una pseudo vivencia de lo divino que trafica con la esperanza entendida como obstrucción permanente de la autoconciencia finita. El oligarca, el “rico”, ha adquirido, gracias a los "títulos" de capital, la disposición subjetiva de una inmunidad existencial, léase: aquello que antes se denominaba la gracia. Podemos observar, por tanto, la relación entre la naturaleza puramente ideológica del funcionamiento bursátil, bancario e inversor, y el ficcionalismo de unos "valores" que representan posibilidades o expectativas de pago en otros títulos, o sea, posibilidades de más posibilidades, como una nube de gas interpuesta entre el sujeto y la verdad, donde se excluye, precisamente, la posibilidad de la imposibilidad última, esencial: la escasez del tiempo. En su lugar, el tiempo existencial “de uso”, la posibilidad experimentada, se ha matematizado como tiempo “de cambio” infinito; el dinero objetiva la adquisición de posibilidades abstractas, succión de tiempo suplementario de vida (servicios de otros) vivenciado subjetivamente como seguridad, tranquilidad, bienestar, importancia, superioridad personal, poder, distinción... Un mecanismo que guarda muchas analogías con la drogodependencia, porque la acumulación no concluye nunca y el tiempo marcha ontológicamente en dirección contraria al vector optimizante del fetiche monetario.


El dinero simboliza en suma tiempo condensado con el que se puede comerciar y que, por ende, cabe acumular. Y tiempo, o sea vida, robada a otros, es lo que acapara la oligarquía, si es que tiempo somos, como Heidegger ya viera. La burbuja financiera se nutre así de puro aire, es decir, de una mentira que es creída socialmente: todo va bien y donde hoy tenemos a, mañana tendremos a+1, pasado mañana a+2, y así indefinidamente: hete aquí el “progreso” capitalista. Estamos ante una "religión" o, mejor dicho, según afirmara Marx, ante el batiente corazón económico de la doctrina judaica que el cristianismo occidental abrigaba secretamente en su interior. No obstante, en uno u otro momento, dicha burbuja tiene que topar, conviene insistir en ello, con la irreductibilidad de la escasez, concepto básico de la economía crítica, y estallar en forma de “crisis económica”. Mas no se trata de un problema coyuntural de la sociedad burguesa, sino de su esencia, que ha de devastar el planeta en un plazo ya relativamente breve si no se organiza frente a ella una respuesta política y cultural de grandes dimensiones.


La última y fundamental consecuencia en la contradicción principal y central de la sociedad burguesa es así, en definitiva, la imposibilidad y el fraude de la ciencia económica liberal. En efecto, en la ciencia económica convergen los imperativos de veracidad y objetividad, por un lado, y los intereses del capital sustanciados en la financiación de las instituciones donde debe desarrollarse la actividad científica. Si la economía productiva ha sido absorbida y subordinada por el usurero, es decir, por el capital financiero y el mercado de inversiones, ello no ocurre casualmente. Antes, el usurero ha tenido que “comprar” al científico. Y, en primer lugar, al economista teórico, cuya pauta trabajo eficiente comportaría de iure el imperativo de objetivar la verdad del usurero, del inversor, del capitalista.


No hay corrección posible dentro del marco de la ideología liberal porque el pensamiento ha sido doblegado de antemano en el corazón mismo de la fragua económica burguesa. Ésta es la premisa del capitalismo burgués: para un periodista, para un profesor, para un funcionario, para un político, etcétera, la verdad debe quedar siempre supeditada a los “intereses”, ya se sabe cuáles. Se le pide a uno que mienta para tomar nota de si está dispuesto a mentir y determinar si es una persona de confianza (=dispuesta a mentir).


El sistema capitalista, que tiende como es sabido a la concentración, necesita producir en masa y dicho imperativo implica ingentes y casi astronómicas cantidades de capital para ganar competitividad y mantener la tasa de beneficios de la piara financiera, y ello depende a su vez de los necesarios apoyos políticos, los cuales remiten en último término a elementos discursivos (“científicos”), pues en realidad los individuos reales no importan frente al sujeto abstracto del capital (=Yahvé) que los utiliza a todos. Las empresas multinacionales son monstruos burocráticos -con sus departamentos de investigación anexos- y nunca hubo inconsistencia en la afirmación de que la burguesía financiera occidental y la burocracia totalitaria soviética representaban lo mismo, aunque quedara por explicar, con los instrumentos conceptuales de la crítica, en qué consistía tal identidad: dichas empresas son ya estados económicos más poderosos que los propios estados políticos y su personal directivo está formado por gestores y funcionarios (tecnostructura), no necesariamente por propietarios.


El sistema capitalista pare al burócrata desde el seno de su propia dinámica interna de acumulación. Se trata de una cuestión de volúmenes y organización, no de diferencia cualitativa entre capitalismo burgués y comunismo marxista. Inevitablemente, el capitalismo burgués, como el comunismo marxista a su manera, tenía que desembocar en la irracionalidad del mercado de títulos ficticios (títulos de los títulos, títulos por excelencia: mentiras puras en que culmina la mendacidad como forma de vida) y en el idiotismo desarrollista, pero también en un universo neofeudal de empresas cuyas dimensiones superan las de países enteros; aquéllas desbordan el poder político del estado como último reducto de una posible racionalidad sustancial con pretensiones reguladoras que debería tener su expresión en la ciencia económica.


Las universidades burguesas no pueden, empero, resistirse a este influjo. No hay nada que un científico individual o un grupo de científicos pueda hacer al respecto. Ahora bien, la ciencia se basa precisamente en la crítica de la ideología y en la apelación a la realidad, a la verdad, es decir, en aquello que la alta finanza y la burocracia del “bienestar” tienen que negar para seguir existiendo en cuanto modus vivendi donde la “magia inversora” hace que el dinero “crezca” como por alquimia.


La crítica de la economía política es el núcleo de la crítica del liberalismo, la ideología burguesa dominante una vez el derrumbe económico del sistema ficcional comunista ha sido certificado y, tras él, el de la socialdemocracia (parásito fiscal del capitalismo), en una cadena de quiebras doctrinales que sólo con el colapso definitivo del neoliberalismo angloamericano alcanzará su final lógico. Pero dicha crítica no puede omitir los valores y la pregunta por el valor verdad, siendo así que el ficcionalismo financiero -negación de toda veracidad en el fuero interno de las personas y de las instituciones- constituye su auténtico motor, aunque se trate aparentemente de una mera “idea”. Dicha crítica habrá de realizarse, por tanto, de manera forzosa, fuera de las facultades de economía, quizá en las de filosofía, cada vez más abandonadas y empobrecidas, en cualquier caso bien lejos de los enclaves donde la oligarquía transnacional se ha asegurado de antemano el beneplácito institucional y la legitimación teórica.


El ficcionalismo, configuración metafísica moderna de una originaria torsión antropológica de la verdad, el llamado “humanismo cristiano” (y, en última instancia, el platonismo), se ha objetivado en forma de capital que, como el famoso “mundo de las ideas” paralelo de Platón, no es “nada” (una mera cadena numérica en el ordenador bancario central de un paraíso fiscal) pero que al fin lo es todo, pues la sociedad y la historia giran en torno a ella, como Egipto entero giraba y se extenuaba, hasta caer exangüe, en torno a una ilusión objetivada en la pirámide vacía, tumba del faraón-dios presuntamente inmortal. Magia financiera y magia pseudo revolucionaria de la izquierda internacionalista -como veremos más abajo- expresan dos formas del profetismo judío y del platonismo, las cuales convergen en el cristianismo, engendrando en su interior y evacuando de él a la postre la modernidad burguesa.


Tales “valores” son ya, a la par, valores en el sentido filosófico y valores en el sentido económico, pues la sociedad burguesa los ha fundido en un fenómeno social institucionalizado, o sea objetivado, que, como el Geist hegeliano nos enseñaba, trasciende el idealismo y el materialismo metafísicos: la “realidad” social de la ficción creída, “real” como la religión monoteísta en tanto que ilusión aceptada por todos, léase: la institución bursátil y el “mercado financiero”, la banca. La crítica de los valores, la nietzscheana “transvaloración de todos los valores” sólo puede operar, consecuentemente, desde el valor verdad como deconstrucción de ese esperancismo ficcionalista secularizado en forma de “sociedad de consumo”.


Quienes omiten dichos aspectos de la crítica, apelan, lo sepan o no, a una fundamentación preliberal de la sociedad burguesa, la cual no podrá hacer otra cosa que dar un paso atrás, de carácter conservador, hacia una etapa ya superada de dicha sociedad, la etapa keynesiana, congelada artificialmente mediante un cinturón de protección étnica, u otra todavía anterior, de tipo neocolonial, con la añadidura de una recuperación de las herrumbrosas falacias religiosas y hasta místicas que la acunaron, es decir, la desecularización galopante; ésta ya se detecta de forma alarmante en los Estados Unidos y quiere, como no podía ser menos, infectar también Europa. Veámoslo brevemente.


La contradicción cultural o la desecularización de occidente

Hasta aquí hemos contemplado de forma panorámica las contradicciones de la sociedad burguesa en los planos político y económico. Nos queda por ver su contradicción básica en el plano cultural. No nos extenderemos mucho sobre el tema, que merece un tratamiento singular habida cuenta de que, como hemos venido sosteniendo, la sociedad burguesa no ha ido nunca más allá de la secularización de la religión judeocristiana y, por ende, de un fenómeno cultural que contamina la política en forma de maquiavelismo, desembocando finalmente en el envenenamiento esperancista de toda la sociedad, crisol del cálculo económico financiero y estratégico político (la famosa racionalidad instrumental o de los medios, por oposición a la racionalidad sustancial o de los medios y de los fines). Pero lo que sí conviene subrayar es la conexión entre el proceso de desecularización al que acabamos de hacer referencia y la bancarrota de un proyecto de bienestar que ha quebrado ya y no puede sostenerse más que en la propaganda. Con ello, el burgués recupera el consuelo fideísta que antaño había "modernizado" con la soberbia voluntad de construir el “reino de Dios” en la tierra. En efecto, el liberalismo nunca quiso dar el paso definitivo -la ruptura del cordón umbilical religioso- que debía conducir a la construcción de una sociedad basada en la razón. Como veremos, incluso los comunismos ateos inspirados por Marx jamás renunciaron a los valores fundamentales del judeocristianismo.


La burguesía se ha hecho en ocasiones atea, pero sólo para afirmar idénticos valores despojados de la cáscara teológica. En último extremo, una sorda hostilidad hacia el mensaje de la ciencia unía a unos y otros, es decir, a ateos progresistas y creyentes liberales. En la cultura liberal progresista y hasta en el anarquismo se detecta ese miedo a la racionalización total que pondría en cuestión las tradiciones hedonistas aseguradoras de la vida del burgués opulento, significados axiológicos que también valen para la canalla marginal. El “yo puro”, como expresión de la figura del individuo burgués arrancado de sus raíces empíricas, no ha existido nunca. De lo que se arranca es de sus raíces fáctico-trascendentales, pero esto es harina de otro costal. Véase lo que opina un doctrinario liberal de primera magnitud sobre el tema de la igualdad: "no existe esa supuesta igualdad entre los hombres, por el simple hecho de que no nos paren así nuestras madres. Los humanos, en realidad, somos tremendamente disímiles. Hermanos, incluso, se diferencian por sus atributos físicos y mentales. La Naturaleza jamás se repite; nunca produce en serie. Cada uno de nosotros, desde que nacemos llevamos grabada la impronta de lo individual, de lo único, de lo singular" (Ludwig von Mises, Liberalismo, 1927). El burgués ha permanecido aferrado a unas creencias y pautas de actuación que son las que operan como fundamento de la sociedad de consumo en cuanto “secularización” keynesiana del “reino de Dios”. El fracaso de dicho proyecto va acompañado de una expresa recuperación de los valores religiosos teológicos, es decir, de una desecularización y de un retorno a los conflictos de tipo vergonzosamente confesional. No otros son los que en estos momentos dominan la agenda de la política internacional y que en el futuro no harán sino monopolizarla por completo. Todo ello a menos que Europa recupere su otra tradición, de procedencia griega -Atenas frente a Jerusalén- y dé el paso decisivo hacia la racionalización existencial radical.


En una sociedad basada en la ciencia, la racionalización consumada sólo puede consistir en un afloramiento cultural de sus auténticas raíces, aquéllas que, como Heidegger vio con claridad, se remontan a la Hélade y nos remiten al problema de la verdad, a la “veracidad” como forma de vida; en definitiva, a la filosofía. La sociedad burguesa, en todos los ámbitos institucionales públicos, apela a la razón, la verdad objetiva, la eficacia, etcétera, mientras abandona los ámbitos privados o civiles al irracionalismo del consumo, de la “felicidad” y de lo lúdico. Pero la incapacidad de llevar el imperativo de racionalidad hasta sus últimas consecuencias se traduce en una concepción no crítica de la propia razón que, en última instancia, disuélvela en los "intereses pulsionales" del sujeto, motores del mercado. La racionalidad instrumental fija técnica y objetivamente los medios para alcanzar los fines, pero cede la determinación de éstos al deseo, al consumo, a la voluntad inversora sedienta de beneficios, a la voluntad de poder político y dominación, etcétera; en suma, a la felicidad del individuo, pues tan "feliz" es el tirano como el drogadicto o el creyente místico.


La supuesta verdad “objetiva” (instrumental) en tanto que mero reaseguramiento ansiolítico del sujeto debe interpretarse, consecuentemente, en términos de una eficacia que quiere los medios pero que se afirma en la intangibilidad de ese mismo “sujeto constituyente” cuyo estatus ontológico permanece indefinido e introduce los fines bajo mano, de contrabando. En cualquier caso, es todo lo que se quiera menos un “yo puro”; es quizá el yo más impuro posible, porque el deseo que lo condensa como cosa, como "individuo" inmerso en el mercado, expresa el sentido de la opacidad misma y la visceral negación de toda pureza racional, es decir, de toda verdad imperativa y vinculante aceptada sin condiciones previas.


En este punto, la cultura occidental se ha colapsado y no debe sorprender que retroceda hacia estadios aparentemente ya superados de su desarrollo, como el que expresa el conflicto religioso fanático, la autoinmolación suicida y asesina en nombre de dios, el rechazo de la libertad de pensamiento e investigación... Debe elegir y opta por traicionar la verdad. El terrorista suicida no cree que vaya a morir, es decir, como el ciudadano consumista occidental, vive en la ficción. Pero existe una ficción secular de no menor infamia que la religiosa. Nuestra ficción de europeos consumistas descreídos no es mejor que la del talibán, no sólo porque los muertos por accidente de tráfico superen los de todas las guerras del siglo veinte, sino porque en occidente, territorio de la libertad, también existen dogmas protegidos por la ley que imponen compulsivamente la repugnante ideología del “bienestar”.


En efecto, el retorno del obscurantismo no se presenta sólo en forma de involución integrista religiosa de carácter rupturista frente a los regímenes de cuño oligárquico-liberal, fenómeno bien patente en los países árabes, sino que manifiéstase, de manera germinal, en otros fenómenos alarmantes intrínsecamente vinculados al colapso cívico interno de la civilización occidental. Estos hechos, que no podemos ignorar, pues son tan graves como la actual reabsorción oligárquica del sistema liberal, el progresivo desmantelamiento del estado social o la devastación galopante del ecosistema, atentan contra la libertad de opinión, pensamiento y expresión de los ciudadanos, y se han traducido en una creciente legislación represiva en perjuicio de aquéllos que niegan la versión oficial instituida sobre la historia reciente de Europa. Porque si lo que hemos dicho hasta aquí tiene algún sentido, parece evidente que la oligarquía no podrá jamás permitir que sea el criterio de verdad, y no los intereses oligárquicos, el que determine algo tan importante para su discurso autolegitimador como el contenido de una narración en la cual la faraónica oligarquía explica a las masas sus legendarios orígenes históricos en términos de lucha contra el mal absoluto, es decir, contra el infierno secularizado identificado con el “fascismo y el Holocausto” (inversión o negación del paraíso secularizado que la propia oligarquía encarnaría).


Aquí conviene juzgar por qué los crímenes del fascismo, hechos que deberían ser abordados desde una perspectiva histórica científica (la única perspectiva que puede evitar que se repitan), han acabado por convertirse en auténticos mitos de carácter semireligioso cuyo cuestionamiento, tenga o no fundamento racional, es brutalmente perseguido desde todas las instituciones. En tanto que el fascismo represente o simbolice el mal absoluto, en aquello que de ninguna de las maneras puede ser tolerado, todo lo demás aparece como un mal menor que debemos aceptar con resignación. En consecuencia, como la alternativa a la corrupción es el “mal radical”, el “infierno en la tierra”, el “fascismo”, debemos permitir que nuestros salvadores saqueen el erario público como si la cosa careciera de importancia. El régimen no puede ofrecer nada valioso capaz de legitimarlo positivamente y está, por este motivo, obligado a justificarse en negativo. Desacreditada la religión como fuente de autoridad, la legitimidad sólo puede proceder de la historia. La gestión minuciosa del relato histórico, por tanto, es decisiva para empuñar el control mismo del poder, siendo así que un poder ayuno de legitimidad está condenado, ya a hundirse por su propio peso, ya a embarcarse en una violencia sin límites que, en el fondo, entrañaría un designio suicida.


Ahora bien, aunque no se hubieran falseado los hechos, como poco se ha manipulado su significado al convertirlos en elementos simbólicos y representativos de un mal que justifica o relativiza los crímenes y tropelías propias transmutándolas en males menores que debemos soportar si queremos evitar ese infierno que nos aguarda en un “más allá histórico” de ciencia-ficción (por oposición a un paraíso no menos ficticio). En este mismo sentido, se puede afirmar que, a despecho del relato histórico oficial impuesto, como decimos, por ley, la realidad es bien otra: la oligarquía transnacional agrupa a los mayores asesinos de la historia, a sus cómplices y a todos aquéllos que, por activa o por pasiva, han sostenido el mencionado dispositivo de dominación pública impuesto en occidente después de la Segunda Guerra Mundial. Esta afirmación no comporta negar, ni mucho menos, los crímenes del fascismo, que son muchos y graves, sino únicamente denunciar una manipulación que constituye un auténtico insulto a la cultura ilustrada moderna, basada en los principios de racionalidad y veracidad.

IZQUIERDA NACIONAL DE LOS TRABAJADORES

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