La muerte es la verdad de la existencia.
(Martin Heidegger)
Continuación y III Parte de:
Izquierda burguesa e izquierda nacional
La temática de la izquierda nacional desborda una mera crítica a la actual política de inmigración que sólo pretendiera apuntalar el denominado “estado de bienestar” socialdemócrata en bancarrota convirtiendo a los inmigrantes en chivos expiatorios de los empleados autóctonos arruinados. Abandonamos esta inmunda tarea demagógica a la extrema derecha que pretende pescar actualmente en el río revuelto de la crisis económica. Por su parte, la izquierda nacional de los trabajadores aspira a instituir una alternativa de valores a la sociedad de consumo burguesa; de ahí su hostilidad a la globalización, un fenómeno que no se limita a la esfera económica y del que la política de “libre” circulación de mano de obra, verdadero desencadenante de la inmigración masiva y descontrolada, es sólo una consecuencia, aunque de enorme calibre. No se puede pretender, desde la izquierda, abandonar a su suerte a los trabajadores de la nación tildando de racismo y xenofobia la defensa de las legítimas reivindicaciones populares, pero tampoco cabe cuestionar este comercio con la “fuerza de trabajo” y el fomento del multiculturalismo, para luego dejar todo lo demás tal como estaba antes de la llegada de los inmigrantes.
Por otro lado, si se trata de amparar alguna identidad, habrá que ver de qué identidad estamos hablando, porque, para escándalo de los identitarios etnicistas y religiosos de derecha, la única identidad defendible desde la izquierda es la europea entendida como “cultura de la racionalidad” que hace posible el socialismo; el cual, por cierto, y ahora para escándalo de los izquierdistas internacionalistas, se ha dado en occidente, pero jamás motu proprio en otras civilizaciones. En este sentido, toda izquierda legítima sería nacional, lo sepa o no, lo quiera o no, porque sólo en un determinado marco histórico y cultural surgiría la posibilidad misma del izquierdismo en cuanto proceso de ruptura política enderezada a una creciente racionalización social.
Ahora bien, dicha transformación no culmina en “paraíso” alguno, pues, en primer lugar, trátase de un proceso sin término: el imperativo de racionalidad constituye una idea reguladora que no se confunde con la concepción religiosa secularizada de un “reino de Dios” en la tierra. Tanta sangre se ha cobrado este delirio profético bajo las dictaduras comunistas, que la izquierda nacional de los trabajadores no puede sino arrojarlo al “basurero de la historia”. En efecto, el comunismo, a causa de sus crímenes, es irrecuperable, al igual que el fascismo. No hay, por tanto, acuerdo posible con los marxistas-leninistas ortodoxos, creyentes, en definitiva, de una mera fe. La razón genera el concepto de una crítica filosófica (históricamente, griega), pero en dicha noción ya está incluido el rechazo por principio de todo lo relacionado con una utopía profética (históricamente, hebrea). La mezcolanza interesada entre uno y otro sentido de “progreso” -el utópico-profético y el crítico-racional- es la causa de todos los desastres de la izquierda y, por ende, del colapso axiológico de la civilización occidental.
Un socialismo auténtico jamás “prometerá” la “felicidad del mayor número” o el “paraíso social”, epítome de la demagogia de los charlatanes de feria políticos (herederos aquí de los sacerdotes), sino que se "comprometerá" a instituir la genuina isonomía helénica, es decir, la posibilidad igualitaria, para todos los ciudadanos, sin excepción, de acceder a la autonomía ética racional, la cultura superior y el conocimiento científico en un contexto social de libertad y de diálogo fundamentado (con pretensiones de validez) en la asamblea de ciudadanos.
La izquierda nacional de los trabajadores inspírase así en el ideal democrático de la polis ateniense, no en el ideal teológico judío (y cristiano o musulmán) que se arrodilla, postrada la testa, ante los santos lugares de Jerusalén. Proponemos, en suma, una ruptura radical con respecto al pasado; tan profunda, que debe devolvernos desde el punto de vista ontológico al inicio de la civilización occidental (Heidegger) y permitirnos rectificar en su raíz el camino torcido emprendido por Platón. Frente al comunismo, el anarquismo, la socialdemocracia o el liberalismo, el tipo de comunidad popular orgánica que la izquierda nacional promueve es la derivada del ser (no del poseer), y se concreta en el precepto de dignidad de la persona, del ciudadano y del trabajador, por este orden, con la verdad racional como valor supremo.
La vinculación de los bienes materiales de consumo con signos de estatus, superioridad humana y jerarquía social no es un hecho incuestionable, sino el resultado de determinados procesos de socialización típicamente burgueses; como tal, dicha “asociación mental” (riqueza=valor humano) existe sólo de hecho, pero puede ser suprimida por la educación obligatoria de un estado democrático y nacional que inculque valores éticos de sinceridad, objetividad y veracidad, los cuales entrañan a su vez la práctica de la comunicación lógicamente argumentada y del conocimiento científico. Así, de la misma manera que en las sociedades actuales el dogma nefasto de la adquisición egolátrica, fruto del “individualismo posesivo”, no deja de promoverse e incrustarse en la mente de los niños, y luego de los “consumidores”, a base de machacona publicidad comercial, cabe entender que otra “forma de vida” es posible sin apelar utopías proféticas pseudo religiosas de felicidad colectiva opulenta que nada tienen que ver con la ciencia o el pensamiento racional.
No ha existido, empero, una izquierda fundamentada en el contenido ético de la verdad. Toda izquierda, hasta el día de hoy, ha sido materialista y así lo ha reconocido con desafiante desparpajo. Que semejante izquierda se haya corrompido una vez conquistado el poder no debe extrañar: la traición al pueblo, el fraude y la impostura estaban inscritos implícitamente en sus valores hedonistas desde el principio. No era, pues, razonable esperar otra cosa. Ésta es la izquierda burguesa en un sentido genérico, a la que ya nos hemos referido más arriba al caracterizar a la burguesía y derivar de ella el liberalismo (no a la inversa), primeras formas históricas de la izquierda.
En los tiempos de la Revolución Francesa (1789), la palabra “izquierda” mienta la burguesía y el capitalismo mercantil, es decir, el “progreso” que permitirá dejar atrás la desacreditada Edad Media. El vocablo “derecha”, por su parte, apunta en la dirección diametralmente contraria: el Antiguo Régimen, el legitimismo monárquico, el integrismo religioso y el dominio parasitario de la aristocracia terrateniente. Sólo cuando la burguesía conquiste definitivamente el poder social brotará el sentido contemporáneo de la palabra "izquierda". Liquidado el Antiguo Régimen y el sistema feudal por las imparables transformaciones históricas emanadas de la Revolución Industrial, la Revolución Científica y la Revolución Democrática, el capitalismo ocupa, en efecto, el espacio “conservador de lo existente” a la sazón, o sea, la derecha. Sólo entonces, desbordando el liberalismo democrático jacobino, se desarrollará un nuevo sentido del término “izquierdismo”, cuya temática central es el socialismo en tanto que alternativa a la sociedad burguesa capitalista en su conjunto.
En el seno de esa misma noción difusa, y durante la transición de la Segunda a la Tercera Internacional, se distinguirá una izquierda reformista democrática frente a una izquierda radical revolucionaria (comunista o anarquista). En el presente apartado, el término izquierda burguesa se refiere a la izquierda reformista cuyo doctrinario fundacional fue el marxista “revisionista” Eduard Bernstein. Por izquierda burguesa contemporánea entendemos pues, en sentido estricto, aquélla ideología y práctica políticas de carácter socialdemócrata (luego, en el postmarxismo, "socioliberal") que, habiendo aceptado los supuestos axiológicos hedonistas y eudemonistas de la doctrina liberal, así como sus instituciones políticas y económicas, se limita a gestionar la administración estadual desde supuestas “sensibilidades sociales” que la derecha conservadora presuntamente no respetaría. La socialdemocracia hizo suyos, a principios del siglo XX, no ya sólo los valores burgueses, sino incluso las pautas de conducta privadas de la burguesía, e intentó aburguesar al proletariado, como ya Georges Sorel denunciara en su día. No en vano, de la crítica soreliana surgió el primer fascismo (1919), claramente de izquierdas, aunque prontamente derechizado y, por ende, cristianizado.
Desde el punto de vista cultural la izquierda burguesa radicalizó dichos supuestos axiológicos hacia posturas estéticas opuestas a la moral victoriana, más restrictiva dentro del marco general de un eudemonismo del bienestar “espiritual”, vinculándose a la masonería, al judaísmo y al anticlericalismo, pero sin abandonar nunca el universo psicológico burgués de los “placeres”, el británico confort y la “búsqueda de la felicidad” que América había fijado por primera vez legalmente como derecho individual en su declaración de independencia (1776). La naturaleza misma de la masonería y otras sociedades secretas refleja la traición a la racionalidad ilustrada en que consistirá la fracasada modernidad, entonces naciente: "los discursos de la razón y de la sinrazón, ilustrado e iluminista, no se ensañan ineluctablemente uno con otro, sino que una Ilustración insatisfecha, fría y abstracta, está tentada a explorar otras vías consoladoras y redentoras. Desde tiempos remotos se ha ido enhebrando una relación de ósmosis entre aritmosofía y aritmética, alquimia y química, astrología y astronomía, magia y medicina. Los cánones de la nueva ciencia no bastan, así como tampoco los de la nueva política, para colmar el anhelo fáustico de una vida plena, intelectual y emocionalmente, una sed infinita y de infinito" (Faustino Oncina, Filosofía de la masonería, 1997).
Las raíces mágicas de la ideología bursátil no se resuelven en una metáfora o un recurso retórico. La razón, cuya expresión en estado puro es insoportable para estos cristianos secularizados que nutren la izquierda, será así prostituida a la sinrazón y a las necesidades humanas de "infinito". La ciencia económica burguesa, en sus versiones liberal o social, será a la ciencia económica socialista auténtica lo que la magia a la medicina o la alquimia a la química. Una ciencia que está por construir y que, como viera Marx, constituye uno de los pilares del socialismo. Pero ni siquiera Marx pudo liberarse del influjo del irracionalismo y de la compulsión a introducir por la puerta falsa en la filosofía de la historia las narraciones proféticas del judaísmo (bien patentes, por lo demás, en sus predicciones pseudo científicas sobre la evolución futura del capitalismo).
De forma habitual, la izquierda burguesa opera mediante políticas fiscales redistributivas, unos fondos públicos que, en la actualidad, además de retribuir con generosidad -y hasta la indecencia- a los propios políticos profesionales, utilízanse mayormente para financiar la entrada de mano de obra barata inmigrante en provecho del capital, reflotar bancos filo-oligárquicos (los desleales son intervenidos, véase el caso de Mario Conde) o contratar y sacar de apuros a empresas del propio entorno político-mafioso. El laborismo británico es el modelo de todas las izquierdas burguesas antes y después incluso que la socialdemocracia "prusiana", harto más socialista ésta que el pseudo socialismo inglés ("fabianos").
La revolución fracasó, empero, en Alemania y, a pesar de los esfuerzos aislados de los nacional-bolcheviques, no pudo nunca disolverse el divorcio simbólico entre el imperativo nacional y el internacionalismo burgués, antesala de la globalización. El resultado fue el nazismo (1933), un nacional-socialismo cuya derechización, que toma como modelo la precedente y escandalosa del fascismo italiano (1922), en lugar de solucionar el problema, lo empeora reduciendo el socialismo a puro nacionalismo. Con ello, Alemania juega sus cartas contra el resto de Europa y, a la postre, contra la humanidad toda. Mas su inevitable derrota arrastrará el ideario prusiano, que no era racista. Prusia desaparecerá literalmente del mapa en el mismo momento en que se funda Israel (=racismo). La sociedad de consumo edificada a partir de la posguerra será así obra del laborismo inglés y de la socialdemocracia alemana, ya definitivamente “fabianizada”. Vendrán a continuación los tiempos dorados del keynesianismo, cúspide de la “felicidad” obrera europea, con una factura de 50 millones de muertos cada tres años en el Tercer Mundo. Pero tras la caída del muro de Berlín (1989), si no antes, una camarilla endogámica de burgueses anglófilos advenedizos pudo abandonar expresamente lo que quedaba del marxismo revolucionario incluso en sus versiones bernsteinianas revisadas y explotar, siempre en provecho de un sector concreto de la burguesía (masón y filosionista), los símbolos del sindicalismo y del viejo obrerismo.
Este tipo de “izquierda” burguesa post-socialdemócrata o "socioliberal" es casi todo lo que queda en Europa del proyecto socialista, abstracción hecha de los obsoletos grupúsculos sectarios anarquistas y comunistas. Las redes antiglobalización carecen de caracterización ideológica, aunque más parecen empapadas de un difuso aroma liberal-libertario que de un componente comunitario en el sentido fuerte de la palabra. Pues a medida que la esclerosis del marxismo revisionista convertía en papel mojado la presunta “transición democrática al socialismo autogestionario”, la diferencia entre la derecha y la izquierda burguesas se iba reduciendo también a cero. La izquierda burguesa, siguiendo el ejemplo de los comunistas, y precisamente en nombre de dichos emblemas “sociales” que todo lo legitimaran en su día, se permitía así actuaciones de ataque a los trabajadores que la derecha liberal-conservadora jamás hubiera osado emprender.
Estas agresiones ya no se realizaban esgrimiendo, de forma sincera, como coartada, la edificación de un futuro socialista (Lenin), sino, alevosamente, en lacayuna y consciente obediencia al capitalismo más descarnado. Y ello sin perjuicio de que a las masas siguiera hablándoseles de “socialismo democrático”, aunque, eso sí, evitando explicar en qué consistía ya lo socialista de tal socialismo, reducido a puro hedonismo consumista con un toque añadido de transgresión sexual, relativismo ético, consumo de substancias estupefacientes y rancio anticlericalismo guerracivilista. Y la “derecha social”, consciente del lastre electoral que suponía la creencia común de que sólo actuaría en perjuicio de los más débiles económicamente, fue desarrollando políticas fiscales de masas que, en muchos aspectos, los más sustanciales, eran casi idénticas a las proclamadas por la izquierda parlamentaria. En contrapartida y de forma paralela, la izquierda burguesa ha dejado incluso de considerarse socialdemócrata en sus evoluciones más tardías, abandonando ya toda “tercera vía” para convertirse en franca y abiertamente liberal. En nuestros días, la “izquierda” burguesa arroja el epíteto peyorativo de “neoliberal” a la cara de los conservadores más recalcitrantes, pero se apropia el liberalismo cual cosa comprensible de suyo, calificándose a la vez a sí misma de “socialista”, como si semejantes contorsiones ideológicas fueran compatibles con el más elemental sentido común.
El “estado social y democrático de derecho”, que erígese precisamente como confluencia entre la derecha social y la izquierda liberal de posguerra, ha seguido el inevitable camino que cabía esperar, hasta condensarse en algo muy parecido a ese partido único implícito en todos los “bipartidismos” institucionalizados del "sistema". Los recursos públicos destinados a la redistribución fiscal se han convertido en una inagotable fuente de dinero a disposición de los grupos oligárquicos y de los grandes poderes económicos, vinculados a la alta finanza. La oligarquía, además de explotar, como siempre ha hecho, a los trabajadores, ha descubierto así que con el “socialismo liberal” (?) o "liberalismo social" puede saquear regularmente las arcas del estado a efectos de subvencionar sus aventuras empresariales, culturales, políticas y hasta personales (VISA-Oro a cargo del contribuyente). Se ha generado un estamento oligárquico estructuralmente vinculado al estado: la burocracia oligárquica. De este negocio viven muchas familias privilegiadas abusando de los nombramientos a dedo, de las oposiciones trucadas y del nepotismo más nauseabundo. Si tenemos en cuenta los privilegios de la casta parlamentaria y la corrupción que, pese a tales prebendas, ensucia, por activa o por pasiva, las manos de todas sus “señorías", el pueblo, después de pagar sus impuestos, es literalmente expoliado.
El obeso y sobredimensionado estado social representa, en efecto, en primer lugar, una “inagotable” fuente de recursos para las “administraciones del bienestar” y para las extensas redes de intereses privados surgidas a la sombra de la prevaricación, el tráfico de influencias, el soborno y el cohecho. Es en este contexto que "lo social" incluye un complejo entramado de burocracias regionales y municipales, empresas nacionalizadas, instituciones semipúblicas o concertadas y clientelas fijas, donde se instala la izquierda burguesa como poder parasitario opuesto a la derecha puramente "neoliberal" y empresarial. Ésta se identifica también con ideologías burguesas pero agita un signo más conservador, religioso y hostil a una “excesiva” regulación económica, como si el problema consistiera en la legislación democrática y no en la malversación. La “izquierda” burguesa se concierta mejor con el capitalismo financiero dominante, de carácter tan parasitario como la propia burocracia, y juega a la polémica con el capitalismo industrial. Izquierda "divina" y derecha socioliberal se enfrentan en la liza electoral, pero, como ya hemos tenido ocasión de analizar, sobre el trasfondo omnipresente de unos principios axiológicos comunes (aunque, precisamente por este motivo, intangibles para los electores). Únelas a ambas, después de 1945, un vínculo doctrinal superior, a saber, el antifascismo y la complicidad criminal con la oligarquía estadounidense y el Estado de Israel. El apuntalamiento y perpetuación del sistema oligárquico como dispositivo de dominación pública transnacional del mundo occidental -un concepto de “política exterior”- es el objetivo compartido y prioritario de todas las opciones políticas socioliberales; las cuestiones relativas a la corrupción, el crimen y la incompetencia del estamento político se consideran, en definitiva, un “mal menor” frente al imperativo de consolidar esta función colonial-represiva pro-EEUU vinculada a la “gran política” de posguerra.
Ahora bien, llegada la crisis, tanto el "centroderecha social" como la izquierda "socialista y liberal" habían de mostrar por igual sus fauces capitalistas, por mucho que una y otra estén desempeñando, en este contexto, funciones simbólicas ligeramente distintas, como por otro lado era de suponer. Las prebendas de los diputados, altos cargos y demás costra estamental, de la que se benefician los partidos del régimen, no se han recortado, pero las pensiones y las nóminas de los funcionarios han sido “redistribuidas” a la inversa, o sea, reabsorbidas para consolidar las reservas tambaleantes de los bancos privados que patrocinan los abultados gastos del estamento político oligárquico. Dichas entidades sufragaron las campañas electorales y el tren de vida de quienes ahora les devuelven el favor: los mismísimos políticos electos. Y éstos, claro, ostentan su ilimitada generosidad oligárquica hurgando en el erario público, es decir, a expensas del poder adquisitivo, siempre al límite de la subsistencia, de los trabajadores de la nación, sin siquiera plantearse la posibilidad de una razonable renuncia a sus propios excesos.
La soberbia e ignorancia de los zánganos oligárquicos carece de medida y sentido de la realidad, ni siquiera disimulan ya su prepotencia y dan por supuesto que la gran masa de los ciudadanos, manipulados por los medios de comunicación, está dispuesta a consentirlo todo. En este escenario, los testaferros políticos de la oligarquía han podido cumplir todos los compromisos implícitos de su función social latente sin que partidos o sindicatos "de izquierdas" hayan movido un dedo para denunciar o, mucho menos, impedir el escándalo que semejante contubernio supone para un sistema político formalmente "democrático". Quizá todo esto no nos suene, empero, demasiado nuevo: ¿no lo hemos escuchado mil veces referido a la derecha? Ahora bien, lo que no sabíamos o sólo sospechábamos, pero que con la crisis de 2008 ha quedado definitivamente probado, es que quien enarbola la guadaña para la matanza de los trabajadores es siempre la fraternal “izquierda”, siendo así que los corderos proletarios prefieren, al parecer, ser sacrificados en nombre de la tradición obrera. Reservan éstos, por tanto, su odio para golpear la faz de un espantajo al que denominan “la derecha”, confundiéndola con los partidos más conservadores o reaccionarios, sin percibir que precisamente la derecha sociológica, liberal y no precisamente reaccionaria, o sea, políticamente el centroizquierda burgués, masón y sionista es el que nunca ha dejado de gobernarlos.
Cabe afirmar, consecuentemente, que una genuina “izquierda de los trabajadores” no existe ya en Europa. La izquierda política liberal representa la clave de bóveda del sistema opresor, no su crítica, y ni en sueños su negación. Pero esto significa que es la burguesía capitalista, la derecha sociológica, oligárquica, financiera, la que controla en última instancia todas las opciones sindicales y políticas, incluidas las formalmente izquierdistas, y manda en la sombra desde hace décadas agazapada tras el rótulo de la palabra "democracia". Aquello que se pasea obscenamente como "socialismo" por los colegios electorales cada cuatro años no es más que liberalismo maquillado. Incluso, puede añadirse, lo peor y moralmente más degenerado de la eterna burguesía.
A base de pseudo progresismo barato, efectista y de escaparate, esta gentuza descuélgase de sus lugares de recreo, vicio y sodomización en el momento oportuno, ataviados los señores con chaqueta de pana sin corbata y trajecitos rojos de diseño las señoras, para presentar propuestas como el “matrimonio homosexual”, la “ley del aborto”, la ley de "violencia doméstica", la “ley de la memoria histórica” u otras similares, con las cuales pretenden disimular, en las cuestiones que realmente importan a la gran masa de la población, su total docilidad respecto a los intereses de la alta finanza; marcando, empero, al mismo tiempo, el terreno simbólico, con fines meramente electorales, frente a la derecha liberal-conservadora de corte clerical. Una derecha política cuyo papel es siempre hacer de comparsa del mítico “progresismo”, de suerte que no pierde ocasión de rehuir la propia palabra “derecha” como si fuera la peste y se declara de “centro” o acusa de nazis a los “socialistas” jugando con el vocablo “nacional-socialismo", pero nada tiene que decir sobre el obsceno racismo del Estado de Israel. Una derecha “humanista cristiana” a la que está reservada la desagradable tarea de rebajar los michelines presupuestarios de la burocracia del bienestar, engordados sin tasa por la “izquierda” burguesa, que de cada 10 euros consume 9 en sí misma y 1 en justificar la existencia de determinadas partidas de “gasto social”.
Cuanto más abyecta es su postración ante el capitalismo financiero y el gobierno de los EEUU, tanto más debe esta indecente burguesía agitar la provocación anticlerical, el aborto a la carta (verdadero exterminio subvencionado de la nación), el inmigracionismo de “puertas abiertas” y toda la simbólica de la subversión cultural con que justifica su carácter folklóricamente izquierdista. En consecuencia, a pesar de estas apariencias estéticas lúdicas y festivas, la realidad es que sólo existe ya en Europa una mera derecha liberal ocupando el espacio central de las izquierdas “moderadas” (al que se contrapone de forma ficticia una derecha conservadora cómplice), y aquél es el verdadero nombre del enemigo a batir.
El socialismo carece ya de todo contenido ideológico relevante. La vetero-izquierda ha muerto de iure como tal. Queda ahí tendido su cadáver putrefacto apestándolo todo. Nos hallamos en el grado cero de una izquierda que hay que empezar a construir acuñando un discurso nuevo desde sus conceptos más básicos, que son los axiológicos e institucionales-organizativos.
Al saldar cuentas con la (falsa) izquierda burguesa, debe quedar así remachado el principio de que la izquierda nacional se propone, en efecto, poner fin a la sociedad capitalista, es decir, a la vieja derecha judeocristiana de siempre en el sentido metapolítico de la palabra; y ello sin excepciones ni matices, es decir, que la izquierda nacional se abalanzará contra la derecha en todas sus versiones o graduaciones: 1/derecha sociológica liberal (la que manda en Europa, o sea, la “izquierda” política burguesa), 2/ derecha conservadora (la comparsa político-clerical del bipartidismo) y 3/ derecha reaccionaria (la hiperminoritaria extrema derecha). No quisiéramos engañar a nadie: nuestra bestia negra es la oligarquía capitalista financiera, cuya expresión política se designa con una palabra de uso vulgar y harto comprensible, a saber, “derecha”. No existe ante nosotros más que una falsa izquierda, una conspiración impostora de sinvergüenzas subvencionados por la banca, una caterva de ladrones que usurpa los escaños izquierdistas del Congreso de los Diputados. El enemigo es la derecha y casi "todo" es ya derecha en el espectro político de las sociedades occidentales.
Por los mismos motivos, tampoco sueña la izquierda nacional con volver a los “felices” años sesenta del keynesianismo socialdemócrata europeo, el cual, mirando de reojo al sistema soviético, integró a las masas en el sueño dorado de un crecimiento económico indefinido, mientras en el llamado Tercer Mundo millones de personas morían famélicas cada año a la vista de nuevos y curiosos turistas occidentales descendientes de la añeja “clase obrera revolucionaria”. La burguesía oligárquica, en efecto, compró al obrero, lo derechizó; consiguió que los estratos sociales laboriosos de la vieja Europa se convirtieran en cooperadores necesarios de sus crímenes y del sistema capitalista en su conjunto.
Pero ahora esa misma burguesía, que descarta ya con desdén la posibilidad de una nueva “amenaza comunista”, no necesita que Europa occidental funcione ante la Moscú como “escaparate del capitalismo” y ha decidido abaratar costes importando inmigrantes dispuestos a “producir” por la mitad del sueldo que un trabajador autóctono. El obrero, el empleado, el hombre de la calle, ya vivían asfixiados por unas necesidades consumistas que el mismo sistema socioliberal había implantado en las mentes de los trabajadores mediante la lobotomía ideológica de la publicidad comercial: ahora les culpabilizará por ello, siendo así que sus salarios resultan ya poco “competitivos” frente a los suculentos estándares de esclavismo laboral institucionalizados por los países-piratas emergentes. La derecha sociológica, es decir, la burguesía oligárquica, y sus testaferros políticos de la “izquierda liberal”, que en las últimas décadas del siglo pasado hincharon el precio de la vivienda, desregularizaron el empleo y, en general, pusieron todas las trabas posibles para impedir que los trabajadores de la nación pudieran fundar una familia, promoviendo en lugar de ello el consumo individual, topaba en sus negocios con un encarecimiento de la mano de obra provocado por la caída en vertical de las tasas de natalidad europeas que ella misma instigara. Fue así que la alta finanza resolvió poner fin al “estado social y democrático de derecho” con el nuevo tráfico de carne humana al servicio del capitalismo, léase: el fenómeno de la inmigración.
Esta histórica decisión se tomó en Europa tras la caída del muro de Berlín. Su meta era la de disolver no solo la cultura europea milenaria substituyéndola por una identidad multicultural, permeable a la manipulación del mercado, sino, también, cualquier patrón cultural y de valores que pudiera poner en peligro la globalización. Eliminar muros equivale también, en este caso, a eliminar culturas, y este proceso tiene lugar tanto a orillas del Amazonas o el Orinoco cuanto en el corazón de Alemania. Es ahora, en el medio plazo, cuando estamos empezando a sufrir sus efectos del genocidio axiológico. El ideario capitalista reclama la libre circulación de capitales y fuerza de trabajo y, por tanto, el fin de la época de una artificial “prosperidad obrera” en nuestro continente. Europa lucha ahora por su supervivencia pura y simple.
Ahora bien, ¿qué hacen las “izquierdas” burguesas frente a esta auténtica debacle social de los trabajadores europeos? La burguesía “atea” ha puesto la herencia simbólica de la tradición obrera, es decir, los ideales de solidaridad, justicia e igualdad -aquéllos que en su día permitieron rescatar a los trabajadores decimonónicos del agujero existencial al que la más brutal explotación derechista los había arrojado-, al servicio del capital, siendo así que dichos ideales (y las ayudas sociales que implican en la práctica) ya no benefician a los trabajadores autóctonos, sino a la legitimación de la política liberal de la inmigración y a la acogida de los inmigrantes como personas que, según repite la canción “humanitaria”, cantada empero en provecho del muy poco humanitario mundo del dinero, buscan ser “felices” y “tienen derecho” a entrar ilegalmente en Europa; siendo objeto, acto seguido -hay que subrayarlo-, del más descarado dumping (trabajo a precio reducido) en beneficio de los propietarios capitalistas y en perjuicio de los trabajadores nacionales, enviados al paro si no aceptan la rebaja impuesta por el explotador de turno. El resultado final es tanto la explotación despiadada del extranjero como la del autóctono, pero con el agravante añadido de que al no alcanzar la mayoría de los salarios de los foráneos los mínimos necesarios como para cubrir todas sus necesidades, sus pagas se deben complementar con las subvenciones públicas que religiosamente han financiar con sus impuestos los principales perjudicados por el tráfico de carne. Los inmigrantes, al final, se convierten en una fuerza de trabajo a disposición de la oligarquía almacenada en barrios marginales, pero también en perpetuos menores de edad que sólo pueden existir gracias al Estado o a comisión de delitos, muy lejos de cualquier posibilidad real de integración, que sólo sería posible con una política laboral basada en auténticos criterios de racionalidad e igualdad.
La izquierda burguesa ha justificado la inmigración abusando de la autoridad que le da su tradicional e injustificada "superioridad" ética frente a una derecha integrista, con razón muy acomplejada, que hasta hace poco escondía sus crucifijos; pero, y no olvidemos esto nunca a la hora de imputar responsabilidades, fue la derecha liberal, esa plaga de los “triunfadores” de la gomina, la que echó mano de los inmigrantes para explotarlos y, con ello, traicionó a la nación. Derecha sociológica e izquierda burguesa complementan sus funciones a la perfección. Una comete las fechorías laborales, la otra perfuma el ambiente para disimular el hedor de la descomposición social con aromas de derechos humanos, multiculturalidad relativista y democracia “representativa”.
Los motivos por los cuales la izquierda burocrática burguesa regulariza los inmigrantes que la derecha política empresarial introdujo en el país como “ejército industrial de reserva” siguiendo las “sugerencias” del capitalismo financiero no son, por tanto, y pese a los farisaicos rasgamientos progresistas de vestiduras, nada humanitarios. La “izquierda” burocrática burguesa bendice, con la doctrina de los derechos humanos, la masiva entrada de dóciles fellahs laborales que el capital necesita para abaratar los costos de la mano de obra. Y lo hace conscientemente, engañando a los perjudicados, que son la mayoría de sus electores. Así, al igual que la “patriótica” y “cristiana” derecha empresarial, la “izquierda” burguesa favorece a su manera la inmigración, legitimándola legal, ideológica y políticamente, pero además hace suyas con singular celo inquisidor aquellas funciones, típicamente culturales, de la denuncia como racistas -pábulo de un supuesto “neofascismo”- de todas las protestas de la gente común ante la caída en picado del valor del trabajo, así como el ensordecimiento municipal de los problemas de desvertebración social que el fenómeno de la “multiculturalidad” ha provocado en los barrios obreros: aumento galopante de la delincuencia, conflictos culturales, consolidación "étnica" del tráfico de droga, nuevas enfermedades y retorno de otras ya erradicadas en occidente, desocupación estructural masiva, apropiación de las ayudas sociales por parte de los recién llegados, más pobres que los paupérrimos del país, etcétera.
Las tareas de promoción del relativismo que la oligarquía impone a escala europea dentro del subapartado cultural de la agenda globalizadora, pertenecen así también a las funciones, harto repugnantes, que la izquierda burguesa tiene asignadas: socavar las condiciones sociales del pueblo europeo, favorecer que se extinga la cultura autóctona, perjudicar, como sea, a sus propios compatriotas, que cáusanles pavor como virtuales “racistas” porque el 70% de los ciudadanos han dicho ya alto y claro que no quieren más extranjeros.
A los ojos de la oligarquía, el pueblo europeo se está transmutando en un ente "fascista" harto peligroso. Sus señorías temen y odian a los mismísimos electores. El inmigrante les resulta más simpático -es humilde- que el ciudadano a los lacayos parlamentarios del gran capital. Pero la “izquierda” burguesa, tan angustiada en teoría por el incipiente “racismo” y los derechos de los inmigrantes, tan convencida de su ostentosa superioridad moral en tanto que humana encarnación de la "democracia", se quita la máscara cuando observamos que permite la explotación de esa mano de obra cuya entrada en el territorio nacional ampara pero que luego libra a su suerte, es decir, a las garras de los explotadores.
Los inspectores de trabajo de las administraciones “de izquierdas” sólo muy de cuando en cuando, y a efectos puramente propagandísticos, ponen al descubierto los auténticos antros de explotación en que se ha convertido esa nueva esclavitud del siglo XXI que es la esquirolismo y el dumping migrante. Franquicias gremiales de los mismos poderes económicos con los que se revuelcan en la vomitiva cama redonda de la oligarquía, tampoco los sindicatos han hecho otra cosa que propaganda solidaria de baratillo, antifascismo subvencionado, acogiendo a inmigrantes en sus sedes como si fueran hoteles, sin consultar a los afiliados, mientras, después del número teatral multiculturalista, permitían que los “perros de la patronal” siguieran ladrando a las familias del país y atenazando con sus mandíbulas sedientas de “beneficios” las condiciones laborales de todos los trabajadores -inmigrantes y autóctonos: ahora, sí, sin distinción de razas.
A cambio de esta "mansedumbre reivindicativa" y de mantener en la impunidad el delito laboral, los dirigentes sindicales se embolsan mensualmente sabrosos sobresueldos en efectivo y disfrutan de toda clase de prebendas, que van desde las dietas a las liberaciones totales, sufragadas por esos mismos trabajadores a los que cada día, con encomiable fidelidad a lo políticamente correcto, ensartan por la espalda. Semejante izquierda burguesa o aburguesada de gestos, símbolos bermellones, declaraciones verbales transgresivas, lloronas supervivencias del holocausto, seguridades biempensantes, pedigrís progresistas, etcétera, se muestra en suma radical en la gesticulación y la ostentación de su quincalla emblemática, en la estigmatización de los verdaderos críticos (tildados siempre de “fascistas”), en la agitación estridente de una memoria histórica interesada y farisea, pero, al mismo tiempo, se muestra también tremendamente conformista en su entrega, imbuida de total y cínico consentimiento, a las instituciones fundamentales del sistema capitalista.
Izquierda radical e izquierda nacional
Al hablar de radicalización a la izquierda nos referimos, en primer lugar, a la exigencia de reactivar el espacio público de una izquierda rupturista depositaria de autoridad moral suficiente como para apelar a la movilización de los trabajadores. Situada entre la izquierda burguesa mundialista y la izquierda radical internacional, dicha izquierda rupturista, actualmente inexistente, debe hacer suyos los intereses populares, que son nacionales, contra la globalización, es decir, contra un neoliberalismo obtuso que los ofende sin compasión y que no tropieza ya con ningún obstáculo en la comisión de sus fechorías excepto la retórica impotente, falsa y obsoleta de los desacreditados grupúsculos comunistas y anarquistas. El principal problema al que se enfrentan los trabajadores europeos es así su falta de fe en sí mismos como sujeto político capaz de hacer frente a las agresiones, perfectamente planificadas, del capital financiero internacional. La única alternativa aparente de los trabajadores serían así las organizaciones radicales de cuño marxistoide o ácrata, pero éstas ejercen como un polo de repulsión política que refuerza las pautas desmovilizadoras de las pseudo izquierdas burguesas. De ahí que el dispositivo de poder oligárquico también promueva, subvencione, tolere y mantenga aquéllas dentro del espacio radical, siendo así que monopolizándolo y, en el fondo, usurpándolo, asegúrase el fracaso de toda tentativa verdaderamente izquierdista nacional, la cual, por parte del sistema, sólo podrá ser calificada ya de “fascista”.
A la vergonzante realidad de la izquierda burguesa hay que añadir, en suma, la función casi parapolicial de las viejas izquierdas radicales. Atadas a un pasado criminal que apenas disimula su coincidencia de valores con la burguesía capitalista, dichas izquierdas lumpen, formadas por "carne de presidio" (Marx), carecen de credibilidad ante los trabajadores. El apestoso rincón radical ha sido colonizado por sectores sociales marginales que el propio Marx despreciaba. Se trata, ante todo, en ellos, de una reivindicación lúdica y transgresiva de la violencia, de perfil delincuencial, que espanta a los ciudadanos. Éstos conocen la historia lo suficiente como para mantener vivo el recuerdo de las atrocidades cometidas en la chekas en nombre de una justicia social que, en el fondo, reproducía los mismos afanes consumistas que las sociedades liberales, pero sin ser capaz de satisfacerlos nunca, por no hablar del clima de opresión y obscurantismo policial en que se consiguieran los pocos avances sociales de las dictaduras comunistas. La izquierda radical sólo existe ya para abortar en su espacio toda tentativa de verdadera radicalidad y para anclar cualquier posible chispa de rebelión al dogma mundialista del antifascismo. La extrema izquierda, reducida al antifascismo, trabaja así, lo sepa o no, para la oligarquía financiera y la burguesía mediocre que basa su “competitividad” en la política de los salarios bajos. Los llamados (con razón) "guarros" son la partida de la porra (y del porro) del sistema capitalista, instalados en el lado izquierdo del dispositivo de poder mundialista, que clausuran por ese extremo (al igual que los skins ocupan el lado derecho, clausurándolo así simbólicamente por el extremo opuesto y sirviéndolo lacayunamente como ejemplificación de la profecía autocumplida del antifascismo). Cada uno representa su papel de límite, de escoria indeseable y, con la salvedad de alguna detención rutinaria, tienen asegurada la supervivencia mientras se atengan al guión fijado por Hollywood que les imponen sus infiltrados policiales y les financian, en el caso de la extrema izquierda, sus patrocinadores municipales.
La desconfianza de los trabajadores hacia la política de izquierdas y el sindicalismo en general es así absoluta y con razón. Actualmente, aquéllos tienen que elegir entre corruptos perfumados con corbata (consumidores de coca) y apestosos antisistema (consumidores de marihuana o heroína). Los trabajadores hemos sido traicionados, primero, por la burguesía, que sin duda realizó su revolución moderna en nombre de valores liberales (1789), pero sólo para convalidar inmediatamente dicha tabla axiológica como ideología legitimadora de los horrores del sistema fabril capitalista descritos por Engels y Marx. Más tarde (1917), los trabajadores fueron engañados por el marxismo con sus promesas de un paraíso en la tierra, el cual se vio pronto realizado, sí, pero más bien en forma de infierno: el estalinismo y su red de campos de trabajo esclavo o gulag, aparato de tortura colectiva al servicio de un régimen de acumulación de capital de carácter totalitario, incompetente, podrido y genocida.
Finalmente, los trabajadores han sido estafados por las izquierdas socialdemócratas (1945), las cuales prometieron, ante la monstruosidad asesina del comunismo, una transición pacífica y democrática al socialismo pese a que, de hecho, se han limitado a preparar el terreno para el retorno del capitalismo salvaje de los primeros tiempos de la industrialización, ahora en su más monstruosa versión global, acontecimiento de consumación ya inminente que nos retrotraerá, desde el punto de vista de los derechos sociales, al punto de partida, y cerrará de este modo un ciclo histórico completo de imposturas y manipulaciones, con el trabajador siempre como víctima.
La historia moderna deja así a los trabajadores europeos (unos 300 millones de personas) en una situación de abandono total frente al desmantelamiento del estado del bienestar y las correlativas políticas de inmigración (mano de obra barata) perpetradas bajo el rótulo del progresismo humanitario, es decir, justificadas en nombre de valores de izquierdas a pesar de que sólo tengan como objetivo ampliar los márgenes de beneficio de las empresas y perjudiquen, en cambio, precisamente, a la inmensa masa de personal laboral autóctono no cualificado. Por este motivo, será muy difícil recuperar la confianza moral de los sectores populares en una organización política que proponga cambios radicales y la lucha abierta contra la impunidad el capitalismo global emergente.
Lo primero que habrá que conseguir es que dicha organización alternativa se estructure de tal manera que su transparencia democrática y asamblearismo convenzan hasta al más receloso de que no se van a repetir ya nunca los tiempos del comunismo, con su liturgia del “partido” como neo-iglesia. Por ello hemos propuesto, desde mucho antes de que estallara el fenómeno de los "indignados", la constitución de asambleas ciudadanas libres en tanto que instrumento táctico inexcusable del combate social. En consecuencia, convendrá puntualizar que asumimos la libertad como un valor irrenunciable de la izquierda nacional. Aquello que quizá se pierda en eficacia y contundencia, habrá de ganarse a la postre en legitimidad, cuando el principal obstáculo al que nos vemos enfrentados en la actualidad es precisamente el de superar la crisis de confianza de la izquierda después de un siglo de criminales embaucamientos –cuyo paradigma es Kronstadt- perpetrados por organizaciones supuestamente "obreras", con sus propios representados como meros objetos de una deslealtad sin paliativos.
No busquemos, pues, alternativas en la vieja izquierda radical tradicional. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa halló también su expresión, peculiar pero inequívoca, por lo que respecta a su carácter último, en las sociedades del “socialismo real”. Los imperativos del estado comunista y los valores del discurso que legitimaba ese mismo estado han alcanzado un grado de tensión tal que han acabado con la autodisolución voluntaria del régimen. Como hemos podido comprobar, los valores del proletariado defendidos por el marxismo eran los mismos que los de sus presuntos adversarios: no otra es la triste realidad que se ha ocultado durante décadas a los obreros y militantes de izquierdas. Ésta es quizá la mayor estafa de la historia. No ha existido nunca, hasta el día de hoy, un grupo de trabajadores conscientemente articulado en torno a unos valores propios. ¿Cómo iba a surgir entonces una genuina cultura proletaria? Felicidad, bienestar, confort, hedoné y similares, son valores burgueses cristiano-secularizados que comparte todo el espectro político, desde la extrema derecha a las fraternidades anarquistas. O la comunión o la comuna. La verdad racional se subordina a la utopía profética, llámese mercado mundial, reino de Dios, paraíso social comunista o comuna ácrata. Y es aquí donde tiene lugar en primer lugar la ruptura de la izquierda nacional de los trabajadores: en la defensa de la racionalidad, en la reivindicación de la dignidad y de la mayoría de edad ciudadana, en el rechazo de la mentira.
Marx, en efecto, reprochaba al liberalismo su incapacidad para realizar el programa burgués, pero los valores que inspiraron dicho programa cosmopolita no fueron nunca objeto de su crítica. De ahí que el “proletariado” venga a representar el papel de una clase subsidiaria en el seno de la sociedad burguesa y no una alternativa a ésta. De ahí también que el socialismo marxista, cuando competía con el capitalismo, lo hiciera compartiendo con él un marco axiológico común de carácter utilitario e internacionalista que anticipaba la actual globalización. Liberalismo y comunismo son, en definitiva, ideologías desarrollistas de implementación del vector profético, variantes de idéntica concepción del tiempo histórico. Véase China: su rápido acomodo al entramado comercial a escala internacional es sólo débilmente objetado por sus “carencias” democráticas, pero no por los ostensibles valores consumistas del régimen de Pekín. Tampoco la derrota del imperio soviético ha supuesto un terremoto axiológico en Moscú, sino únicamente la irreversible transición rusa hacia el modelo capitalista.
El caso de Rusia representa la prueba ya palmaria de que el liberalismo, con su apelación solapada al egoísmo y la rapacidad -que acechan siempre tras el discurso oficial de los derechos humanos y la democracia-, es más eficaz en la realización de la siempre incontestada utopía mercantilista moderna que el marxismo-leninismo clásico con su oxidado discurso gregario-colectivista. Pero, insistamos en ello, en ambos casos estamos ante un “tipo humano” que se aferra al sueño de la “felicidad del mayor número” e intenta realizarlo despiadadamente –y en algunos casos manu militari- mediante el “crecimiento económico” sin límites, la producción industrial de mercancías y el consumo masivo, con la mirada fija en la erección de un “paraíso” mundano que representaría nada menos que el “final de la historia”. Dicha ideología ilusoria toca en buena hora a su fin y corresponde a los trabajadores europeos enterrarla para siempre.
Las revoluciones burguesas (1668, 1778, 1789, 1917), a cuya sombra vivimos los contemporáneos, no fueron promovidas por un grupo social que formara parte del mismo sistema estamental feudal al que pretendía destruir. La burguesía era un cuerpo extraño en el seno del mundo medieval. La burguesía generó desde su interior e instauró la sociedad de clases y toda “clase” como tal, incluida la proletaria, pertenece a dicha realidad sociohistórica. Este esquema también vale para la revolución bolchevique rusa. No existe, ni ha existido, ni podrá existir jamás una revolución proletaria que como "acción de clase" supere la sociedad burguesa y nos permita arrojarla, con la derecha cristiana, como es nuestra intención, al basurero de la historia. El agente de la transformación radical de la sociedad burguesa tendrá que ser para ésta, también, un cuerpo extraño, no una parte de sí misma; tendrá que brotar de aquélla su contradicción fundamental, que no es la que existe entre burguesía y proletariado, sino entre el capitalismo financiero "mágico" y el imperativo racional del trabajo.
La causa de la inocuidad proletaria, mil veces confirmada por la historia son, una vez más, los valores comunes que han unido hasta hoy a burgueses y proletarios. Sobre dicha plataforma axiológica eudemonista y hedonista, el capitalismo ha podido maniobrar ofreciendo a los proletarios la posibilidad ficticia de convertirse, a su vez, en burgueses acomodados. Ahora bien, la coyuntura en que la oligarquía financiera mundial quiso aplicar esta solución ante la inminente amenaza revolucionaria ya ha pasado. El comunismo ha muerto y con él el "estado de bienestar" europeo-occidental. Ahora, y así ha sido siempre, puede el capitalismo burgués volver a sus negocios sin ninguna consideración con los perjuicios que sus fechorías causen a la naturaleza o a los seres humanos, grupos o pueblos enteros. No hay pues, contradicción insoluble entre los intereses del proletariado y los intereses de la burguesía en el seno del sistema liberal. La contradicción fundamental de la sociedad burguesa (en sus versiones liberal-oligárquica y comunista-burocrática, tanto da) es la que opone el valor felicidad y sus derivados (el beneficio, el consumo), por un lado, y los valores ético-cognitivos de los que depende la producción mercantil, la tecnología, la democracia y la ciencia, por otro. El sujeto institucional de dichos valores ético-cognitivos es el trabajador, pero "trabajador" no significa aquí una clase, sino una entidad social allende la dicotomía comunidad/asociación que la historia tiene todavía que decantar en las luchas revolucionarias que conducirán al derrocamiento de la oligarquía transnacional.
Cuando hablamos de los “trabajadores” no nos referimos, por tanto, sólo a los obreros: el trabajador es, para la izquierda nacional, un concepto político-normativo, además de descriptivo o analítico, que vale para el empresario, el funcionario, el científico, el estudiante, el proletario…; pero que apunta a una realidad sociológica, a saber, la de la “sociedad de producción” en cuanto tal, la cual concibe el trabajo como algo más que un mal necesario para la obtención de un salario y, con él, la vía de acceso al consumo; que experimenta el colapso de la creciente contradicción entre la imperatividad profesional de carácter deontológico, valor autosuficiente cuyo desempeño reclama la aplicación estricta del criterio de objetividad, y las coacciones ilegítimas, es decir, los “intereses” bastardos, emanados del universo axiológico liberal, que asfixian esa pauta de conducta ética bajo la amenaza, directa o indirecta, de pérdida del empleo o del cargo público, por no hablar de la muerte civil del afectado en casos de grave desafección a la oligarquía.
Lo sepan o no, esos grupos, personas y estructuras, auténticos pilares sustentadores de la civilización europea, se oponen al tipo humano burgués -y a su variante burocrática- en nombre de la vivencia que subyace a todo trabajo auténtico, a saber, la experiencia fundamental de la verdad racional. Ésta deberá articular desde su interior un modelo comunitario y socialista de sociedad capaz de potenciar el avance intelectual, cultural, científico y tecnológico que, en estos momentos, una inmensa ola de regresión neorreligiosa -perfectamente coherente con los valores últimos de la “sociedad de consumo”- ha detenido y amenaza hacer retroceder.
El trabajador no se identifica así, consecuentemente, con una determinación de nivel adquisitivo, la cual es esencialmente, y por definición, burguesa, sino con un criterio inédito -como en su día lo fuera el burgués- de estratificación social, en este caso un criterio no clasista, antiburgués, que pertenece de iure a la futura “sociedad del conocimiento”, embrionaria pero que el movimiento político de izquierda nacional europea debe anticipar en sus modelos éticos, estéticos y organizativos. La única riqueza verdaderamente socialista es el saber y éste excluye la vertebración basada en la posesión (la clase) porque el conocimiento puede ser poseído por todos sin que la posesión de unos comporte la privación de los otros. La estratificación socialista se fundamenta en la libre capacidad de generar saber y ésta, eliminadas las desigualdades materiales de acceso a la educación, a su vez depende sólo de dos factores, a saber: el esfuerzo individual y las capacidades naturales (biológicas, genéticas) ajenas por definición a la determinante social.
Los valores de la sociedad burguesa resultan, en última instancia, incompatibles con la verdad y, en consecuencia, con el verdadero “progreso”, que pertenece al orden de la ciencia y a su aplicación tecnológica. No hay otro “progreso moral” posible que el ligado a la objetividad y racionalidad intrínsecas de la persona en su relación con la técnica productiva y el conocimiento. Pero occidente, aterrorizado ante la realidad ontológica y cosmológica que le muestran tanto el pensamiento científico como la filosofía más avanzada (Heidegger), ha emprendido el camino de retorno hacia el oscurantismo fundamentalista. La peste cristiana saca pecho otra vez. La desecularización intenta satisfacer las necesidades existenciales de tipo espiritual que el burdo materialismo mercantil renuncia ya a aliviar, como no sea mediante el consumo de drogas, pero siempre dentro del sistema de valores burgués que dichas religiones apuntalan en los límites de la vida humana. Ahora bien, tal opción integrista implica un ataque a la ilustración y el hundimiento de la sociedad en una nueva Edad Media. Sólo la experiencia del trabajo y la tecnología en un marco cultural concreto -el europeo-occidental- pueden dotar del necesario suelo ontológico a la existencia moderna. De ese desarrollo que pretende aunar democracia, ciencia, pensamiento racional y cultura trágica como forma de vida autónoma frente al consumismo, el capitalismo y su correlato religioso monoteísta, ha de surgir una alternativa de organización entitativo-comunitaria con poder moral y material efectivo para derrotar a las pseudo democracias oligárquico-liberales e instaurar un modelo social asambleario de democracia popular participativa.
Este democratismo radical se fundamentaría, sin embargo, en el estado derecho y la división de poderes, ejes políticos de la democracia. aunque profundizaría en ellos mediante la introducción del concepto de autoridad, o "poder" asambleario, que controlaría el legislativo y el ejecutivo. Las asambleas bloquearían las resoluciones que sin fundamento racional alguno afectasen negativamente al pueblo y a la nación, arrancando de las emponzoñadas manos de los partidos la elección de jueces y magistrados de los tribunales superiores. Quedarían en pie, de esta forma, los legados más valiosos de la Ilustración: la división de poderes y el estado de derecho (imperio de la ley), que se fortalecerían con los aspectos más positivos de la democracia directa que históricamente ha defendido la izquierda, también heredera de la Ilustración.
La resolución histórica de la izquierda nacional pondría, en definitiva, punto final al liberalismo, pero no al progreso, ni a la democracia, ni al imperio de la ley, y marcaría el inicio de un nuevo concepto de avance histórico cualitativo, más allá del productivismo puramente inversor; una noción de progreso que emana del colapso interno de la sociedad burguesa como tal y no sólo de las condenas indignadas de quienes la rechazamos desde el punto de vista ético subjetivo. La izquierda nacional, en cuanto fenómeno europeo, encarna la autoconciencia de occidente en el grado de desarrollo alcanzado por las sociedades de la información en las que la verdad, y sus plasmaciones objetivas (democracia, tecnología, ciencia), constituyen el auténtico motor del desarrollo social.
Somos conscientes de que los legítimos ideales socialistas, manumitidos del marxismo, lejos de poder trajinarse cual frívolas manufacturas de libre circulación comercial, forman parte de la civilización europea y sólo han podido forjarse allí donde se han asentado previamente determinadas instituciones históricas. El socialismo o es nacional o termina, tarde o temprano, convirtiéndose en un peón de la alta finanza, el FMI, la trilateral, el club Bilderberg y, en fin, de redes sociales sectarias e irracionalistas, más o menos subterráneas, que sustancian la cohesión interna del dispositivo oligárquico a escala mundial. Pero la determinación nacional del socialismo no supone una renuncia a su validez racional en nombre de una suerte relativismo cultural diferencialista (nueva derecha). Lo nacional comporta la aceptación del hecho de que la universalidad de la razón se fundamenta en unas raíces sociales e históricas concretas, procedentes de Grecia (facticidad trascendental). La izquierda nacional propone, por tanto, la acotación del marco geográfico, político, cultural y demográfico de la razón como paso previo a la consumación histórica del proceso de racionalización emprendido en Grecia por la filosofía hace dos mil quinientos años. Dicho norte es la meta última e irrenunciable que orienta todas las acciones de la izquierda nacional y aquello que cabe entender cuando se propugna el advenimiento de una comunidad socialista.
La reivindicación de Europa por parte de la izquierda nacional no se limitará, en consecuencia, a erigir un valladar proteccionista en defensa de los mercados internos y, por ende, de las condiciones laborales de los trabajadores europeos. La izquierda nacional sólo es posible como defensa expresa de los supuestos civilizatorios inherentes a dicho planteamiento socialista. Y dichos planteamientos van mucho más allá del ámbito de lo laboral. Desde la antigua Atenas, la tradición europea es la de la razón y la democracia. Sólo porque sus pilares son los de la civilización occidental y clásica de la convivencia democrática, unos pilares establecidos por los griegos antiguos frente a los despóticos imperios orientales, la idea de Europa implica de forma inevitable que su periplo histórico (racionalización) culmine en el socialismo.
A ese proyecto socialista, que no puede confundirse en ningún caso con el comunismo autoritario o con los pseudo socialismos individualistas liberales actuales, se refiere Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina: "La ética del conocimiento, en fin, es, en mi opinión, la única actitud a la vez racional y deliberadamente idealista sobre la que puede ser edificado un verdadero socialismo. Este gran sueño del siglo XIX vive perennemente, en las almas jóvenes, con una dolorosa intensidad. Dolorosa a causa de las traiciones que ese ideal ha sufrido y de los crímenes cometidos en su nombre. (…) ¿Dónde entonces encontrar la fuente de la verdad y la inspiración moral de un humanismo socialista realmente científico sino en las fuentes de la misma ciencia, en la ética que funda el conocimiento, haciendo de él, por libre elección, el valor supremo, medida y garantía de todos los demás valores? Ética que funda la responsabilidad moral sobre la libertad de esta elección axiomática. Aceptada como base de las instituciones sociales y políticas, como medida de su autenticidad, de su valor, únicamente la ética del conocimiento podría conducir al socialismo” (Monod, J., El azar y la necesidad, 1970).
La refundación de la izquierda pasa de forma necesaria por una determinación autónoma del canon socialista, que debe romper con el pasado comunista, socialdemócrata y anarquista, marxista o no, de inspiración religiosa secularizada. Hay que despedirse definitivamente del cristianismo, ese “platonismo para el pueblo” (Nietzsche). La tarea de erigir una genuina sociedad socialista está por realizar, pero el socialismo pertenece a la tradición europea fundada por los griegos, que en su día fuera desviada de su destino por la institucionalización de una fe mistérica hebrea. Por este motivo el socialismo habrá de ser, también, de forma necesaria, aunque en un sentido espiritual, “europeo” en cuanto a los valores, no en cuanto a su ubicación física. Esta exigencia de asumir las consecuencias últimas de la "laicidad" republicana constituye un postulado irrenunciable de la revolución socialista de cuyo testimonio dará siempre fe el presente manifiesto.
IZQUIERDA NACIONAL DE LOS TRABAJADORES (INTRA)