Todas las bajezas en que se mueve fatalmente la vida de los desclasados procedentes de las capas superiores son proclamadas como virtudes ultrarrevolucionarias. (…) La lucha económica y política de los obreros por su emancipación se sustituye por las acciones pandestructivas de la carne de presidio, última encarnación de la revolución… [K. Marx, (1873)]
Aviso: este artículo no pretende describir cómo son necesariamente todos y cada uno de los miembros del grupo descrito, sino un "modelo" interpretativo, tendencial, que se dará empíricamente en muchos casos, en mayor o menor medida, pero en otros no se dará o se dará sólo de forma parcial. No queremos incurrir, por tanto, en la misma estrategia de diabolización que caracteriza las prácticas criticadas.
Todos tenemos una noción más o menos difusa de lo que debería significar ser de izquierdas: creer en el poder de la razón y en la voluntad de transformar la sociedad desde la normativa que emana del espíritu, la ciencia, el pensamiento y la ilustración; apostar por la luz intelectual que se proyecta sobre las zonas opacas de opresión social y las obliga a cambiar por el simple hecho de haberlas arrancado al ocultamiento y, por ende, liberado de la impunidad. Etcétera.
Pero la izquierda actual poco o nada tiene que ver con esta metáfora de la transparencia, sino más bien con su contraria. Por lo que se puede comprobar tras una simple intervención en los foros considerados más progresistas y radicales, hablar de racionalidad crítica, iluminismo, lógica o intelectualidad a propósito de esa gente, es una broma pesada.
Antes de enfrascarnos en la abstracción de un modelo normativo del “ser de izquierdas” –aunque ésa sea en definitiva nuestra estación de llegada-, conviene que hagamos primero un viaje al mundo de los hechos. No otra es la mejor manera de curarse de la celebérrima ingenuidad filosófica.
¿Qué significa, por tanto, ser de izquierdas hoy? Existen varias tradiciones ideológicas de izquierdas: la burguesa (socialdemócrata), la totalitaria (marxista-leninista) y la anarquista, pero las izquierdas políticas se caracterizan también por factores distintos del ideológico y comparten, en medida variable, ingredientes doctrinales diversos. Empecemos por la izquierda radical de inspiración libertaria, híbrido monstruoso de contracultura drogodependiente, contorsión transgresivo-sexual y culto estético de la violencia terrorista.
La realidad cotidiana del mundo radical
A diferencia de América, donde la contracultura ha surgido de la tradición individualista de este país (con unas concomitancias entre el anarquismo y el ultraliberalismo libertariano derechista muy dignas de análisis), en Europa el movimiento en cuestión es una mezcla confusa de individualismo hedonista, acratismo transgresivo y ciertas dosis de marxismo-leninismo totalitario. Pertenecer a este ámbito social significa, ante todo y en primerísimo lugar, identificarse con una especie de “tribu” que se distingue: 1) por el atuendo, la música y otros productos (drogas incluidas), los cuales uno compra, luce, escucha y fuma, esnifa o chútase como ritual de negación de la sociedad burguesa; 2) por un conjunto de tópicos y consignas, la más importante el odio a una determinada imagen teológico-secularizada denominada "fascismo" (el infierno cristiano-secularizado: Auschwitz); 3) por unas pautas de conducta, que implican, entre otras cosas, saber identificar al otro como miembro de la comuna o ente ajeno a ella; 4) por el apoyo a, y la práctica de, la violencia contra “los otros”, estigmatizados y criminalizados como “fascistas”; 5) por la negación de las normas en cuanto tales, en el contexto de una cultura de la transgresión que cuestiona la totalidad de las instituciones sociales, incluida la ciencia y la racionalidad.
La caracterización de la izquierda contracultural europea como “tribu” (o clan) no es ninguna caricatura, sino una rigurosa constatación de su defensa pseudo ecológica del primitivismo y de su rechazo a la civilización occidental (que Marx siempre había reivindicado). Este esquema naturaleza/civilización tiene tanto de tribal como de maniqueo. Así, si uno pertenece a la comuna, será objeto de encomio haga lo que haga; si no, aunque pueda acreditar, por ejemplo, la más intensa devoción por la verdad y la justicia, terminará expulsado a la periferia exterior de los seres carentes de derechos (los presuntos “fascistas”). Por ejemplo, en formando parte del grupo comunal, un terrorista asesino de niños será admirable; pero un funcionario de prisiones comprometido con los derechos humanos de los reclusos, e independientemente de sus actuaciones concretas, nunca dejará de ser un “fascista”, un "represor" merecedor del paseíllo.
La categoría marxiana de alienación
La contracultura nace en Europa y Estados Unidos de forma simultánea a lo largo de la década de los años 60 y culmina con los hechos de mayo del 68. En realidad, supone el fin del socialismo como proyecto de racionalización occidental y el triunfo de los elementos simbólicos inherentes a la izquierda mesiánica y profética cristiano-secularizada, los cuales en la ideología socialista quedaban desplazados como meta y final de la historia (supresión del Estado) en unos términos utópicos que, sin embargo, regían en tanto que valores últimos de todas las formaciones y movimientos izquierdistas (socialistas, comunistas y anarcosindicalistas).
La conversión de la izquierda toda a un anarquismo lúdico y estético coincide con el auge de la sociedad de consumo occidental y se limita a radicalizar los valores hedonistas de la profecía religiosa (secularizada) convirtiéndolos en núcleo de una anticultura basada en la negación de las normas en cuanto normas y, por ende, en el rechazo de la razón como estructura preceptiva del pensar, del hablar y del actuar. Este planteamiento desemboca en una proliferación discursiva (los célebres “movimientos sociales”) apolítica y rebelde que se concreta en propuestas de supresión de las instituciones, empezando, de acuerdo con el canon clásico, por el ejército y la propiedad privada, pero sin detenerse ya ante la escuela, la prisión, la institución psiquiátrica, la familia, etcétera. En definitiva, es la civilización misma lo que se quiere subvertir. Los locos y los delincuentes sustituyen al proletariado como sujeto de la revolución (véase a este respecto la filosofía de Michel Foucault). Este discurso ha dejado atrás, en la posmodernidad lúdica, al socialismo marxista, estatalista, militarista... "fascista".
Así, cuando la contracultura habla de fascismo –del "mal absoluto"- no se refiere al nazismo, o no sólo, sino a cualquier persona, grupo o entidad que, a sus ojos, encarne las instituciones de la civilización europeo-occidental en la dimensión de racionalidad, es decir, cualquier pauta de actuación individual o colectiva basada en valores no hedonistas (por ejemplo, el heroísmo, la ciencia, la cultura, etcétera). El arquetipo humano válido es un ente femenino o afeminado cuyo sentido existencial es el placer, el bienestar, el "amor", la paz...
El paraíso hedonista se realiza presuntamente aquí y ahora mediante las drogas y la transgresión sexual (que incluye la apología de la pederastia por parte de ideólogos de mayo del 68 como el eurodiputado Cohn-Bendit). La sociedad de consumo es rechazada no por sus valores, sino porque hay que trabajar y someterse a una disciplina institucional y racional para obtener el placer, es decir, el valor supremo. Los neo-izquierdistas contraculturales reconocen en la sociedad de consumo un subproducto de su sistema de valores, pero a todas luces insuficiente. Rechazan la sociedad de producción que la hace posible en tanto que se fundamenta en valores diametralmente opuestos a la comuna profético-utópica. Frente a este constante aplazamiento del "orgasmo histórico-escatológico colectivo", el reino de Dios en la tierra, los radicales “exigen” el inmediato "retorno a la naturaleza" sin represiones. Placer ya, aquí y ahora. Circunstancia que no les impide dar su apoyo a prácticas totalitarias y terroristas como el maoísmo, cuya tierra prometida desembocará en el infierno genocida camboyano de Pol Pot o en la revolución cultural china, con decenas de millones de muertos. Pero es que las pulsiones agresivas hay que descargarlas también: existe una loable agresividad, la que se ejerce contra el "fascista" y provoca placer, que cabe considerar válida.
Lejos de conducir al anhelado “paraíso”, los efectos de la contracultura no han sido otros que: 1/ la tolerancia de la ciudadanía ante la corrupción de la clase política, aceptada como inevitable desde una ideología de la transgresión normativa (recordemos las imágenes periodísticas del socialista Roldán, director general de la guardia civil, esnifando "coca" rodeado de putas); 2/ el aumento galopante de la delincuencia ligada al tráfico y consumo de drogas, que abarrota las prisiones desde los años 70 y no ha dejado de crecer hasta la actualidad; 3/ el auge de delitos ligados a la sexualidad, entre ellos la pederastia; 4/ la incorporación a la sociedad de consumo de todos los productos y usos vinculados a la contracultura, los cuales devienen en moda y negocio de singular hipocresía; 5/ la renuncia al proyecto político socialista de transformación de la sociedad y la subsiguiente reducción del izquierdismo radical real a mera masturbación narcisista de un “yo” hinchado de soberbia; 6/ la transformación del reformismo democrático de izquierdas (socialdemocracia, laborismo, etcétera) en una fachada simbólica para imponer con mayor efectividad las políticas neoliberales de mercado en el marco del individualismo hedonista, que los izquierdistas ácratas de lujo (la famosa gauche divine) comparten con la burguesía; 7/ la kafkiana metamorfosis de la política, allí donde esta pauta de conducta sobrevive dentro de la izquierda radical, en acción terrorista, normalmente compatible con el consumo de drogas y un modus vivendi delincuencial legitimado desde la misma estética transgresiva nihilista que, en negando todas las normas, como ya señalamos supra, ha negado también los derechos humanos, la inhibición de la violencia y la prohibición de matar.
Evidentemente, no pretendo agotar el tema con esta brevísima descripción del factum brutum sociológico de la izquierda radical real, sólo me interesa subrayar que el radicalismo de izquierdas, desde el punto de vista de su realidad objetiva, representa un fenómeno social cosificado, antes que un proyecto político propiamente dicho.
Por este motivo hay que medir el alcance del término contracultura, la cual se limita a enervar hasta el paroxismo los valores religioso-secularizados de la sociedad de consumo, renunciando a la reforma de unas instituciones que ya simplemente pretende suprimir. La contracultura marca un repliegue hacia la vida privada y la búsqueda individual o grupal de la felicidad, frente a los intentos de transformar la sociedad (el totalitarismo comunista primero y la sociedad de consumo socialdemócrata después) que la habían precedido.
En definitiva, allí donde antes regía la metáfora de la transparencia y de la luz (iluminismo), esto es, de la razón crítica embarcada en la historia (reformismo/revolución), impera ahora el espesor de la cosa, el fetichismo de la mercancía convertido en quincalla de estrellas rojas, costo e imágenes del Che. Es la categoría marxista de alienación que, lanzada contra la burguesía, retorna ahora como un boomerang y… se estrella en la cara del okupa.
Pero analicemos algunas de las consecuencias de esta determinación substancialista, significante, opaca y empírica de la identidad del yo progre.
Muy importante en este sentido es lo que denominaré “falacia autoperceptiva de las intenciones”. Significa que, una vez identificado como miembro del grupo, uno es “bueno” independientemente de los actos que perpetre porque su intención gratuitamente autoimputada define su ser-cosa. Las críticas a los miembros de la comuna tribal tienen carácter técnico, táctico o estratégico, pero no atentan contra la substanciación ontológica del yo progre (=deseo=placer=bien). Por ejemplo, uno (das Man, en el sentido heideggeriano) se considera heredero de un sector político -el marxismo-leninismo- que ha asesinado 100 millones de personas, pero esto no resulta significativo porque “todo el mundo comete errores” (respuesta a una encuesta que realizamos en Indymedia Barcelona a lo largo del año 2005). Cuando uno pertenece al grupo-tribu tiene buena intención y, si ése es el caso, ocurra lo que ocurra, incluso uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad, en última instancia siempre estará justificado. Es el fenómeno de la hiperlegitimación, de atrofia moral farisaica, patente de corso para toda clase de abusos y hasta de crímenes.
A la inversa también funciona. Cualquier actuación honesta atribuible a los otros –a la imagen del otro alucinado como “fascista”- será sólo una maniobra para obtener poder, prestigio, engañar al pueblo, etcétera. El adversario político que actúe de forma coherente con unos principios éticos como el respeto a la verdad, a los derechos humanos, etcétera, lo hace, según el yo progre, con intención torticera, busca propaganda, miente... Semejante paranoia política coagulada en ideología es la consecuencia inexorable de la correlativa imputación del mal absoluto a cualquiera que no sea miembro de la comuna.
De esta manera, las personas y los grupos no son juzgados por lo que dicen o hacen, sino a partir de un poder mágico que distribuye certificados de autenticidad progresista o excomunicación social. El yo progre es un verdugo que ejecuta la sentencia de muerte civil, y esto en el mejor de los casos, a partir de esta imputación de intenciones. Ahora bien, ¿cómo se conoce la “intención” de alguien y, sobretodo, cómo la justifican los izquierdistas radicales? Pues, de ninguna manera, la asignan a partir de indicios, es decir, de otros significantes, tan vacíos e intercambiables como los que definen su propia identidad, pero de signo opuesto.
La falacia de las buenas intenciones
Estamos ante un poder de inspiración, divino, esotérico, chamánico, que etiqueta y cataloga (fascista/no fascista) las voluntades y, por ende, la identidad metafísica del crítico. Del iluminismo hemos pasado a la iluminación –auspiciada por determinadas sustancias (LSD, heroína, "coca"…)-. No hacen falta demostraciones, ni pruebas, ni veracidad. La sentencia está ayuna de fundamento, la hace cada progre, guarro u okupa sólo leyendo una crítica, un argumento que se sale del dispositivo de consignas aceptadas en el seno de lo políticamente correcto, observando un atuendo, constatando una profesión, etcétera. Es decir, insistamos en ello, desde puros significantes abstractos adscritos al interlocutor.
Ahora bien, la señalada imputación de intenciones, esa facultad paranormal, pseudo religiosa y adivinatoria de que goza el okupa, siempre favorece a quién la utiliza, permitiéndole eludir toda crítica, de manera que el miembro de la contracultura no necesita formarse intelectualmente, ni razonar, ni saber realmente de qué está hablando. Aunque este fenómeno produce una izquierda radical terriblemente engreída e ignorante, no importa. De hecho, se trataba de eso, a saber: de barrer la racionalidad “burguesa”. La contracultura es una anticultura, no necesita pensar, le basta con lo que ella denomina contrainformación, a saber, en demasiados casos, una montaña de consignas vacías de contenido y la voluntad consciente de mentir sin escrúpulos. Pero ya sabemos que ha renunciado a la inteligencia, a la documentación, a la ciencia…, y es que disfruta del poder soberano y cuasi sacerdotal de administrar esencias absolutas. El suyo es un argumento ad hominem, que vulnera toda lógica, pero tanto da, porque la lógica es “represiva”, como la gramática y hasta la ortografía. Una vez ha descubierto el poder mágico de la palabra “fascista” para liquidar todo lo que le molesta, osa responderle o le puede privar de sus placeres, el progre, el pijo okupa y el delincuente ácrata ya no necesitan nada más para alcanzar la paz espiritual, como no sea su ración diaria de sustancia estupefaciente donde su cerebro descansa a satisfacción. Papá paga.
Aquello que realmente importa en el nido del cuco comunal es ser antifascista, vivir en el lado correcto del cosmos, un privilegio que goza del valor añadido de ser a la vez transgresivo (=rebelde) y biempensante. Se está en contra de “todo (el mundo)” (pues todo sería para él fascista, descontado el grupo) sin ningún riesgo, porque “todo (el mundo)” está –en realidad- en contra del fascismo. Así, el energúmeno grupal goza de la emoción de la rebeldía, pero no corre el riesgo de quedarse solo y tener que vérselas realmente con un universo hostil (hoy por hoy, esta situación sólo la conoce de verdad el fascista).
La hiperlegitimación del crimen
Los miembros de la comuna, sin excepción, cuentan por tanto con esa prerrogativa única, en virtud de la cual establécese que ellos siempre tendrán “buenas” intenciones, y los otros, por definición los fascistas (=el resto del universo), siempre las tendrán “malas”. Visto que lo que importa son siempre las intenciones y no los hechos o la validez del razonamiento, no es menester entablar ningún debate con el grupo, porque ellos ya han refutado de antemano al otro pase lo que pase. Ellos tienen razón por lo que son, no por lo que dicen o hacen. Y el adversario está siempre equivocado por lo que es, no por un dato objetivo. A partir de este momento, empero, la comunicación, el lenguaje, ha muerto, a menos que el otro se allane ante al energúmeno. En el derruido lugar del diálogo aparece la difamación, el insulto, la amenaza y la agresión física.
En efecto, todo debate es imposible, porque, independientemente de las razones, hechos probados y documentos que el otro aporte, al margen de lo que demuestre, álzase, insuperable, inmenso, el problema de su ser: no es "nosotros". El progre encarna la utopía (el orgasmo colectivo escatológico=el bien absoluto) y el otro es el fascismo (la muerte=el mal absoluto). El diálogo termina siempre en una acusación, en un juicio, en una diabolización, por un lado, y en una (auto) canonización laica, por otro. Y siempre, en la base del dispositivo anti-comunicativo, la postulatoria imputación de voluntades, admirables a sí mismo y perversas al interlocutor, con la reducción subsiguiente de toda la argumentación a una recurrente refutatio ad hominem independiente de la información que el crítico –previamente criminalizado, juzgado y ejecutado- haya podido esgrimir.
La izquierda radical ha perdido así la capacidad de razonar, de ejercer la crítica, que fuera antaño presuntamente su propia esencia. Intelectualmente, babea bajo los efectos de la mierda. Pero desde el punto de vista ético la cosa es todavía más repugnante. En efecto, por Sigmund Freud, fundador del psicoanálisis, sabemos que la mente humana incluye un determinado quantum de pulsiones agresivas, producto de una evolución biológica basada en la competencia violenta entre las especies y en la lucha por la vida. Dichas tendencias heredadas son objeto de un control psicológico, normativo y penal en la sociedad civilizada, pero no por ello dejan de expresarse y descargarse, so pena de volverse contra la propia psique si ésta no es capaz de sublimarlas. La contracultura, precisamente, define el “fascismo”, el mal absoluto, en términos de descarga de pulsiones agresivas: así interpreta el militarismo, el racismo, la homofobia, etcétera. El problema de la agresividad es que el sujeto no puede manifestarla sin sentimiento de culpa en el marco de la civilización. De ahí el cine y la literatura violentos, o el fútbol, representaciones alucinatorias y catárticas del deseo de hacer daño que permiten gestionar un cierto equilibrio libidinal en la psique de las masas (y de las élites). Sin embargo, por otra parte, y en nombre de la transgresión de las normas, la contracultura ha desarrollado todo un culto al marqués de Sade y ha acuñado doctrinariamente las coartadas oportunas para ejercer lo que denomina la “violencia revolucionaria”, que incluye la tortura y la ejecución sumaria de unos seres privados de derechos, los presuntos fascistas. El antifascismo resultaría así muy útil para la descarga de la libido agresiva sin incurrir en sentimiento de culpabilidad. El radical, por ejemplo el etarra, ejerce como "criminal nazi" pero con buena conciencia, y se labra una solución mágica –ergo harto irracional- a los problemas generados por sus “pulsiones de muerte”, a saber, identificar un chivo expiatorio que cargue con sus problemas personales o sociales y, ante todo, con las contradicciones (la soledad, el dolor, la enfermedad, la muerte, etcétera) inherentes a la existencia humana. Yo sufro, alguien debe de tener la culpa. ¿Quién? El fascista, por supuesto.
Así, hagan lo que hagan unos y otros, el hablante, si es miembro del grupo-tribu comunal, ya se adscriba el centro social ocupado, ya al movimiento por la paz, ya a la banda terrorista, siempre disfruta de una coartada irrefutable para justificar los actos más aborrecibles. Puesto que él pertenece a los “buenos”, a los representantes de la utopía, tiene derecho a todo. El yo progre puede perpetrar cualquier clase de fechorías: sin menoscabo del comentario sobre lo acertado o desacertado del estropicio (p.e.: la masacre de Hipercor), él sigue siendo “bueno”, visto que ya lo es esencialmente. Los “fascistas”, en cambio, es decir quienes no forman parte de la comuna grupocéntrica, no cometen “errores”, “excesos”: sus crímenes son su esencia y definen la naturaleza ontológica del ente ajusticiable per se, el cual, por lo tanto, como el judío para los antisemitas, sólo merece desaparecer.
Es por este paradójico motivo que, en la conciencia colectiva de la contracultura, 5,1 millones de judíos valen más que 100 millones de “fascistas”, presuntos o reales, exterminados en nombre de la utopía (=felicidad u orgasmo escatológico de las masas). Y es que los “fascistas” no sólo exterminan, tienen la constitutiva y estructural intención de exterminar, conciencia perversa que es, además, su esencia diabólica e inhumana absolutamente merecedora del máximo castigo, a saber: la anihilación pura y simple. Ésta podrá ir precedida de una lúdica tortura –pensemos en Ortega Lara- por parte de los sacerdotes del placer herederos del Marqués. Los crímenes de los fascistas son “más” crímenes y, en definitiva, los únicos crímenes, puesto que no se realizan en nombre del bien, es decir, de “la felicidad” (=orgasmo, colocón, etc.) del mayor número, sino de entidades ficticias y perversas como Alemania, la raza aria, el Estado, la ley, la civilización u otras figuras análogas inventadas por la entidad perversa "responsable" de la muerte. De manera que cuando se les asesina o extermina -a los acusados de “ser” “fascistas”-, no importa la cantidad o el sadismo, visto que la intención de matar fascistas (matafachas, ¿oi?) sería siempre litúrgicamente legítima por definición en el seno de este circulus in probando delirante e irracional.
Inmersos en semejante mundo mágico, ritual, tribal, que se resume en el dogma yo=superior, el otro=inferior, se critican, por ejemplo, las políticas denominadas de exclusión. Y sobre la base de esa crítica, se perpetrará la más radical exclusión, puesto que no depende de otro motivo que del “deseo” progre. Estamos, pues, en el puro racismo de facto, de oriudez teológico-secularizada, en aquel mundo abyecto donde los nazis negaban la validez de lo que el judío dijera por el simple hecho de ser judío y no por la incongruencia lógica o falta de fundamentación de un enunciado, mientras admitían la absurda posibilidad de una física “aria”.
La cosificación del sujeto
La contracultura ha arrastrado a la izquierda radical a un territorio apolítico fundado en la identidad grupal de mercado y, a la vez, en una conciencia petrificada, es decir, en una extrema cosificación externa a base de significantes hipostasiados intercambiables (fetiches, logos), cuyo correlato subjetivo es una interioridad meramente psicológica drenada de todo vínculo con la validez. Así, el LSD –o cualquier otra sustancia psicotrópica- es una cosa, un objeto, pero al mismo tiempo es también un estado de conciencia, un sujeto y, en tercer lugar, un valor, un rango existencial en virtud del cual uno se distingue frente a la pedestre conciencia burguesa… de papá. Significantes-fetiche por un lado (modas, objetos de consumo en el mismo plano semiótico que el famoso cocodrilo de la marca Lacoste) y significados huecos, por otro (intenciones del alma y vacuas pretensiones axiológicas), entrelazados por pautas de conducta cosificantes como el estar colocado (nexo significante-fetiche/significado-utopía hedonista). Emblemas privados de referente entitativo que se reenvían a significados ayunos de correlato real, deliberadamente alucinatorios. Meros atentados a la conciencia trascendental (la “subjetividad constituyente” teorizada por Husserl) o, en términos políticos: a la persona en cuanto fundamento jurídico de la ciudadanía. Estados de la mente desprovistos deliberadamente de todo anclaje en el principio de veracidad, sospechoso de conducir a la muerte, al "fascismo". Ahora bien, nada de esto es ya izquierda, porque la ilustración implica que los individuos y los grupos son juzgados y valorados por lo que hacen, de manera transparente, aportando pruebas y fundamentando los razonamientos morales o políticos en los principios universales de la ética, es decir, respetando el diálogo y la contradicción, remitiendo los discursos a una objetividad que, empero, ha sido expresamente extirpada del universo simbólico izquierdista.
El sistema liberal ha integrado a los radicales mediante la sociedad de consumo. Ha transformado la transparencia y luminosidad racional de la izquierda socialista originaria en opacidad empírica. La ha positivizado como grupo constituido desde la cosa (fetiche) y la sustancia cosificante (psicótropos) en el individuo rebajado a la categoría de mera psique. Ha vuelto del revés como un calcetín el proyecto ilustrado: la luz de antaño significa ahora querer estar ciego (“pillar un buen ciego”). Así, se es más progre por ostentar un pañuelo palestino o ser amigo de ETA que ejerciendo la crítica del genocidio perpetrado por los comunistas o por cualesquiera otras corrientes ideológicas "progresistas". Ya veremos el porqué: las conexiones entre la contracultura y los intereses del liberalismo.
Esta situación representa la definición misma del horror desde el punto de vista ilustrado, pero tiene un sentido en el mundo mercantil de la rebeldía de marca, reconducido a la ley de hierro económica y a los principios del mercado que los teóricos liberales han definido como hostiles a la razón “planificadora” socialista. La subcultura de la transgresión es una bomba liberal que ha destruido desde dentro la cultura de la razón en el seno de la izquierda. Hollywood ha subvertido los patrones de conducta y los valores que definen la ilustración progresista.
Hollywood, es decir, la extrema derecha judía.
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Versión modificada por motivos legales. Versión original publicada por ADECAF (www.adecaf.com) en enero de 2006 y por la revista de pensamiento "Nihil Obstat" (núm. 9) en otoño de 2007.
AVISO LEGAL: http://nacional-revolucionario.blogspot.com.es/2013/11/aviso-legal-20-xi-2013.html
Aviso: este artículo no pretende describir cómo son necesariamente todos y cada uno de los miembros del grupo descrito, sino un "modelo" interpretativo, tendencial, que se dará empíricamente en muchos casos, en mayor o menor medida, pero en otros no se dará o se dará sólo de forma parcial. No queremos incurrir, por tanto, en la misma estrategia de diabolización que caracteriza las prácticas criticadas.
Todos tenemos una noción más o menos difusa de lo que debería significar ser de izquierdas: creer en el poder de la razón y en la voluntad de transformar la sociedad desde la normativa que emana del espíritu, la ciencia, el pensamiento y la ilustración; apostar por la luz intelectual que se proyecta sobre las zonas opacas de opresión social y las obliga a cambiar por el simple hecho de haberlas arrancado al ocultamiento y, por ende, liberado de la impunidad. Etcétera.
Pero la izquierda actual poco o nada tiene que ver con esta metáfora de la transparencia, sino más bien con su contraria. Por lo que se puede comprobar tras una simple intervención en los foros considerados más progresistas y radicales, hablar de racionalidad crítica, iluminismo, lógica o intelectualidad a propósito de esa gente, es una broma pesada.
Antes de enfrascarnos en la abstracción de un modelo normativo del “ser de izquierdas” –aunque ésa sea en definitiva nuestra estación de llegada-, conviene que hagamos primero un viaje al mundo de los hechos. No otra es la mejor manera de curarse de la celebérrima ingenuidad filosófica.
¿Qué significa, por tanto, ser de izquierdas hoy? Existen varias tradiciones ideológicas de izquierdas: la burguesa (socialdemócrata), la totalitaria (marxista-leninista) y la anarquista, pero las izquierdas políticas se caracterizan también por factores distintos del ideológico y comparten, en medida variable, ingredientes doctrinales diversos. Empecemos por la izquierda radical de inspiración libertaria, híbrido monstruoso de contracultura drogodependiente, contorsión transgresivo-sexual y culto estético de la violencia terrorista.
La realidad cotidiana del mundo radical
A diferencia de América, donde la contracultura ha surgido de la tradición individualista de este país (con unas concomitancias entre el anarquismo y el ultraliberalismo libertariano derechista muy dignas de análisis), en Europa el movimiento en cuestión es una mezcla confusa de individualismo hedonista, acratismo transgresivo y ciertas dosis de marxismo-leninismo totalitario. Pertenecer a este ámbito social significa, ante todo y en primerísimo lugar, identificarse con una especie de “tribu” que se distingue: 1) por el atuendo, la música y otros productos (drogas incluidas), los cuales uno compra, luce, escucha y fuma, esnifa o chútase como ritual de negación de la sociedad burguesa; 2) por un conjunto de tópicos y consignas, la más importante el odio a una determinada imagen teológico-secularizada denominada "fascismo" (el infierno cristiano-secularizado: Auschwitz); 3) por unas pautas de conducta, que implican, entre otras cosas, saber identificar al otro como miembro de la comuna o ente ajeno a ella; 4) por el apoyo a, y la práctica de, la violencia contra “los otros”, estigmatizados y criminalizados como “fascistas”; 5) por la negación de las normas en cuanto tales, en el contexto de una cultura de la transgresión que cuestiona la totalidad de las instituciones sociales, incluida la ciencia y la racionalidad.
La caracterización de la izquierda contracultural europea como “tribu” (o clan) no es ninguna caricatura, sino una rigurosa constatación de su defensa pseudo ecológica del primitivismo y de su rechazo a la civilización occidental (que Marx siempre había reivindicado). Este esquema naturaleza/civilización tiene tanto de tribal como de maniqueo. Así, si uno pertenece a la comuna, será objeto de encomio haga lo que haga; si no, aunque pueda acreditar, por ejemplo, la más intensa devoción por la verdad y la justicia, terminará expulsado a la periferia exterior de los seres carentes de derechos (los presuntos “fascistas”). Por ejemplo, en formando parte del grupo comunal, un terrorista asesino de niños será admirable; pero un funcionario de prisiones comprometido con los derechos humanos de los reclusos, e independientemente de sus actuaciones concretas, nunca dejará de ser un “fascista”, un "represor" merecedor del paseíllo.
La categoría marxiana de alienación
La contracultura nace en Europa y Estados Unidos de forma simultánea a lo largo de la década de los años 60 y culmina con los hechos de mayo del 68. En realidad, supone el fin del socialismo como proyecto de racionalización occidental y el triunfo de los elementos simbólicos inherentes a la izquierda mesiánica y profética cristiano-secularizada, los cuales en la ideología socialista quedaban desplazados como meta y final de la historia (supresión del Estado) en unos términos utópicos que, sin embargo, regían en tanto que valores últimos de todas las formaciones y movimientos izquierdistas (socialistas, comunistas y anarcosindicalistas).
La conversión de la izquierda toda a un anarquismo lúdico y estético coincide con el auge de la sociedad de consumo occidental y se limita a radicalizar los valores hedonistas de la profecía religiosa (secularizada) convirtiéndolos en núcleo de una anticultura basada en la negación de las normas en cuanto normas y, por ende, en el rechazo de la razón como estructura preceptiva del pensar, del hablar y del actuar. Este planteamiento desemboca en una proliferación discursiva (los célebres “movimientos sociales”) apolítica y rebelde que se concreta en propuestas de supresión de las instituciones, empezando, de acuerdo con el canon clásico, por el ejército y la propiedad privada, pero sin detenerse ya ante la escuela, la prisión, la institución psiquiátrica, la familia, etcétera. En definitiva, es la civilización misma lo que se quiere subvertir. Los locos y los delincuentes sustituyen al proletariado como sujeto de la revolución (véase a este respecto la filosofía de Michel Foucault). Este discurso ha dejado atrás, en la posmodernidad lúdica, al socialismo marxista, estatalista, militarista... "fascista".
Así, cuando la contracultura habla de fascismo –del "mal absoluto"- no se refiere al nazismo, o no sólo, sino a cualquier persona, grupo o entidad que, a sus ojos, encarne las instituciones de la civilización europeo-occidental en la dimensión de racionalidad, es decir, cualquier pauta de actuación individual o colectiva basada en valores no hedonistas (por ejemplo, el heroísmo, la ciencia, la cultura, etcétera). El arquetipo humano válido es un ente femenino o afeminado cuyo sentido existencial es el placer, el bienestar, el "amor", la paz...
El paraíso hedonista se realiza presuntamente aquí y ahora mediante las drogas y la transgresión sexual (que incluye la apología de la pederastia por parte de ideólogos de mayo del 68 como el eurodiputado Cohn-Bendit). La sociedad de consumo es rechazada no por sus valores, sino porque hay que trabajar y someterse a una disciplina institucional y racional para obtener el placer, es decir, el valor supremo. Los neo-izquierdistas contraculturales reconocen en la sociedad de consumo un subproducto de su sistema de valores, pero a todas luces insuficiente. Rechazan la sociedad de producción que la hace posible en tanto que se fundamenta en valores diametralmente opuestos a la comuna profético-utópica. Frente a este constante aplazamiento del "orgasmo histórico-escatológico colectivo", el reino de Dios en la tierra, los radicales “exigen” el inmediato "retorno a la naturaleza" sin represiones. Placer ya, aquí y ahora. Circunstancia que no les impide dar su apoyo a prácticas totalitarias y terroristas como el maoísmo, cuya tierra prometida desembocará en el infierno genocida camboyano de Pol Pot o en la revolución cultural china, con decenas de millones de muertos. Pero es que las pulsiones agresivas hay que descargarlas también: existe una loable agresividad, la que se ejerce contra el "fascista" y provoca placer, que cabe considerar válida.
Lejos de conducir al anhelado “paraíso”, los efectos de la contracultura no han sido otros que: 1/ la tolerancia de la ciudadanía ante la corrupción de la clase política, aceptada como inevitable desde una ideología de la transgresión normativa (recordemos las imágenes periodísticas del socialista Roldán, director general de la guardia civil, esnifando "coca" rodeado de putas); 2/ el aumento galopante de la delincuencia ligada al tráfico y consumo de drogas, que abarrota las prisiones desde los años 70 y no ha dejado de crecer hasta la actualidad; 3/ el auge de delitos ligados a la sexualidad, entre ellos la pederastia; 4/ la incorporación a la sociedad de consumo de todos los productos y usos vinculados a la contracultura, los cuales devienen en moda y negocio de singular hipocresía; 5/ la renuncia al proyecto político socialista de transformación de la sociedad y la subsiguiente reducción del izquierdismo radical real a mera masturbación narcisista de un “yo” hinchado de soberbia; 6/ la transformación del reformismo democrático de izquierdas (socialdemocracia, laborismo, etcétera) en una fachada simbólica para imponer con mayor efectividad las políticas neoliberales de mercado en el marco del individualismo hedonista, que los izquierdistas ácratas de lujo (la famosa gauche divine) comparten con la burguesía; 7/ la kafkiana metamorfosis de la política, allí donde esta pauta de conducta sobrevive dentro de la izquierda radical, en acción terrorista, normalmente compatible con el consumo de drogas y un modus vivendi delincuencial legitimado desde la misma estética transgresiva nihilista que, en negando todas las normas, como ya señalamos supra, ha negado también los derechos humanos, la inhibición de la violencia y la prohibición de matar.
Evidentemente, no pretendo agotar el tema con esta brevísima descripción del factum brutum sociológico de la izquierda radical real, sólo me interesa subrayar que el radicalismo de izquierdas, desde el punto de vista de su realidad objetiva, representa un fenómeno social cosificado, antes que un proyecto político propiamente dicho.
Por este motivo hay que medir el alcance del término contracultura, la cual se limita a enervar hasta el paroxismo los valores religioso-secularizados de la sociedad de consumo, renunciando a la reforma de unas instituciones que ya simplemente pretende suprimir. La contracultura marca un repliegue hacia la vida privada y la búsqueda individual o grupal de la felicidad, frente a los intentos de transformar la sociedad (el totalitarismo comunista primero y la sociedad de consumo socialdemócrata después) que la habían precedido.
En definitiva, allí donde antes regía la metáfora de la transparencia y de la luz (iluminismo), esto es, de la razón crítica embarcada en la historia (reformismo/revolución), impera ahora el espesor de la cosa, el fetichismo de la mercancía convertido en quincalla de estrellas rojas, costo e imágenes del Che. Es la categoría marxista de alienación que, lanzada contra la burguesía, retorna ahora como un boomerang y… se estrella en la cara del okupa.
Pero analicemos algunas de las consecuencias de esta determinación substancialista, significante, opaca y empírica de la identidad del yo progre.
La autopercepción subjetiva del energúmeno antifascista
La pertenencia a un grupo basada en puros significantes morales puestos en circulación por el mercado y por lo tanto vacíos de contenido (cualquiera puede vestir de una determinada manera y adoptar ciertas consignas o escuchar determinados grupos musicales) tiene consecuencias devastadoras en la autopercepción que el progre experimenta de sí mismo y en sus pautas comunicativas.
Muy importante en este sentido es lo que denominaré “falacia autoperceptiva de las intenciones”. Significa que, una vez identificado como miembro del grupo, uno es “bueno” independientemente de los actos que perpetre porque su intención gratuitamente autoimputada define su ser-cosa. Las críticas a los miembros de la comuna tribal tienen carácter técnico, táctico o estratégico, pero no atentan contra la substanciación ontológica del yo progre (=deseo=placer=bien). Por ejemplo, uno (das Man, en el sentido heideggeriano) se considera heredero de un sector político -el marxismo-leninismo- que ha asesinado 100 millones de personas, pero esto no resulta significativo porque “todo el mundo comete errores” (respuesta a una encuesta que realizamos en Indymedia Barcelona a lo largo del año 2005). Cuando uno pertenece al grupo-tribu tiene buena intención y, si ése es el caso, ocurra lo que ocurra, incluso uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad, en última instancia siempre estará justificado. Es el fenómeno de la hiperlegitimación, de atrofia moral farisaica, patente de corso para toda clase de abusos y hasta de crímenes.
A la inversa también funciona. Cualquier actuación honesta atribuible a los otros –a la imagen del otro alucinado como “fascista”- será sólo una maniobra para obtener poder, prestigio, engañar al pueblo, etcétera. El adversario político que actúe de forma coherente con unos principios éticos como el respeto a la verdad, a los derechos humanos, etcétera, lo hace, según el yo progre, con intención torticera, busca propaganda, miente... Semejante paranoia política coagulada en ideología es la consecuencia inexorable de la correlativa imputación del mal absoluto a cualquiera que no sea miembro de la comuna.
De esta manera, las personas y los grupos no son juzgados por lo que dicen o hacen, sino a partir de un poder mágico que distribuye certificados de autenticidad progresista o excomunicación social. El yo progre es un verdugo que ejecuta la sentencia de muerte civil, y esto en el mejor de los casos, a partir de esta imputación de intenciones. Ahora bien, ¿cómo se conoce la “intención” de alguien y, sobretodo, cómo la justifican los izquierdistas radicales? Pues, de ninguna manera, la asignan a partir de indicios, es decir, de otros significantes, tan vacíos e intercambiables como los que definen su propia identidad, pero de signo opuesto.
La falacia de las buenas intenciones
Estamos ante un poder de inspiración, divino, esotérico, chamánico, que etiqueta y cataloga (fascista/no fascista) las voluntades y, por ende, la identidad metafísica del crítico. Del iluminismo hemos pasado a la iluminación –auspiciada por determinadas sustancias (LSD, heroína, "coca"…)-. No hacen falta demostraciones, ni pruebas, ni veracidad. La sentencia está ayuna de fundamento, la hace cada progre, guarro u okupa sólo leyendo una crítica, un argumento que se sale del dispositivo de consignas aceptadas en el seno de lo políticamente correcto, observando un atuendo, constatando una profesión, etcétera. Es decir, insistamos en ello, desde puros significantes abstractos adscritos al interlocutor.
Ahora bien, la señalada imputación de intenciones, esa facultad paranormal, pseudo religiosa y adivinatoria de que goza el okupa, siempre favorece a quién la utiliza, permitiéndole eludir toda crítica, de manera que el miembro de la contracultura no necesita formarse intelectualmente, ni razonar, ni saber realmente de qué está hablando. Aunque este fenómeno produce una izquierda radical terriblemente engreída e ignorante, no importa. De hecho, se trataba de eso, a saber: de barrer la racionalidad “burguesa”. La contracultura es una anticultura, no necesita pensar, le basta con lo que ella denomina contrainformación, a saber, en demasiados casos, una montaña de consignas vacías de contenido y la voluntad consciente de mentir sin escrúpulos. Pero ya sabemos que ha renunciado a la inteligencia, a la documentación, a la ciencia…, y es que disfruta del poder soberano y cuasi sacerdotal de administrar esencias absolutas. El suyo es un argumento ad hominem, que vulnera toda lógica, pero tanto da, porque la lógica es “represiva”, como la gramática y hasta la ortografía. Una vez ha descubierto el poder mágico de la palabra “fascista” para liquidar todo lo que le molesta, osa responderle o le puede privar de sus placeres, el progre, el pijo okupa y el delincuente ácrata ya no necesitan nada más para alcanzar la paz espiritual, como no sea su ración diaria de sustancia estupefaciente donde su cerebro descansa a satisfacción. Papá paga.
Aquello que realmente importa en el nido del cuco comunal es ser antifascista, vivir en el lado correcto del cosmos, un privilegio que goza del valor añadido de ser a la vez transgresivo (=rebelde) y biempensante. Se está en contra de “todo (el mundo)” (pues todo sería para él fascista, descontado el grupo) sin ningún riesgo, porque “todo (el mundo)” está –en realidad- en contra del fascismo. Así, el energúmeno grupal goza de la emoción de la rebeldía, pero no corre el riesgo de quedarse solo y tener que vérselas realmente con un universo hostil (hoy por hoy, esta situación sólo la conoce de verdad el fascista).
La hiperlegitimación del crimen
Los miembros de la comuna, sin excepción, cuentan por tanto con esa prerrogativa única, en virtud de la cual establécese que ellos siempre tendrán “buenas” intenciones, y los otros, por definición los fascistas (=el resto del universo), siempre las tendrán “malas”. Visto que lo que importa son siempre las intenciones y no los hechos o la validez del razonamiento, no es menester entablar ningún debate con el grupo, porque ellos ya han refutado de antemano al otro pase lo que pase. Ellos tienen razón por lo que son, no por lo que dicen o hacen. Y el adversario está siempre equivocado por lo que es, no por un dato objetivo. A partir de este momento, empero, la comunicación, el lenguaje, ha muerto, a menos que el otro se allane ante al energúmeno. En el derruido lugar del diálogo aparece la difamación, el insulto, la amenaza y la agresión física.
En efecto, todo debate es imposible, porque, independientemente de las razones, hechos probados y documentos que el otro aporte, al margen de lo que demuestre, álzase, insuperable, inmenso, el problema de su ser: no es "nosotros". El progre encarna la utopía (el orgasmo colectivo escatológico=el bien absoluto) y el otro es el fascismo (la muerte=el mal absoluto). El diálogo termina siempre en una acusación, en un juicio, en una diabolización, por un lado, y en una (auto) canonización laica, por otro. Y siempre, en la base del dispositivo anti-comunicativo, la postulatoria imputación de voluntades, admirables a sí mismo y perversas al interlocutor, con la reducción subsiguiente de toda la argumentación a una recurrente refutatio ad hominem independiente de la información que el crítico –previamente criminalizado, juzgado y ejecutado- haya podido esgrimir.
La izquierda radical ha perdido así la capacidad de razonar, de ejercer la crítica, que fuera antaño presuntamente su propia esencia. Intelectualmente, babea bajo los efectos de la mierda. Pero desde el punto de vista ético la cosa es todavía más repugnante. En efecto, por Sigmund Freud, fundador del psicoanálisis, sabemos que la mente humana incluye un determinado quantum de pulsiones agresivas, producto de una evolución biológica basada en la competencia violenta entre las especies y en la lucha por la vida. Dichas tendencias heredadas son objeto de un control psicológico, normativo y penal en la sociedad civilizada, pero no por ello dejan de expresarse y descargarse, so pena de volverse contra la propia psique si ésta no es capaz de sublimarlas. La contracultura, precisamente, define el “fascismo”, el mal absoluto, en términos de descarga de pulsiones agresivas: así interpreta el militarismo, el racismo, la homofobia, etcétera. El problema de la agresividad es que el sujeto no puede manifestarla sin sentimiento de culpa en el marco de la civilización. De ahí el cine y la literatura violentos, o el fútbol, representaciones alucinatorias y catárticas del deseo de hacer daño que permiten gestionar un cierto equilibrio libidinal en la psique de las masas (y de las élites). Sin embargo, por otra parte, y en nombre de la transgresión de las normas, la contracultura ha desarrollado todo un culto al marqués de Sade y ha acuñado doctrinariamente las coartadas oportunas para ejercer lo que denomina la “violencia revolucionaria”, que incluye la tortura y la ejecución sumaria de unos seres privados de derechos, los presuntos fascistas. El antifascismo resultaría así muy útil para la descarga de la libido agresiva sin incurrir en sentimiento de culpabilidad. El radical, por ejemplo el etarra, ejerce como "criminal nazi" pero con buena conciencia, y se labra una solución mágica –ergo harto irracional- a los problemas generados por sus “pulsiones de muerte”, a saber, identificar un chivo expiatorio que cargue con sus problemas personales o sociales y, ante todo, con las contradicciones (la soledad, el dolor, la enfermedad, la muerte, etcétera) inherentes a la existencia humana. Yo sufro, alguien debe de tener la culpa. ¿Quién? El fascista, por supuesto.
Así, hagan lo que hagan unos y otros, el hablante, si es miembro del grupo-tribu comunal, ya se adscriba el centro social ocupado, ya al movimiento por la paz, ya a la banda terrorista, siempre disfruta de una coartada irrefutable para justificar los actos más aborrecibles. Puesto que él pertenece a los “buenos”, a los representantes de la utopía, tiene derecho a todo. El yo progre puede perpetrar cualquier clase de fechorías: sin menoscabo del comentario sobre lo acertado o desacertado del estropicio (p.e.: la masacre de Hipercor), él sigue siendo “bueno”, visto que ya lo es esencialmente. Los “fascistas”, en cambio, es decir quienes no forman parte de la comuna grupocéntrica, no cometen “errores”, “excesos”: sus crímenes son su esencia y definen la naturaleza ontológica del ente ajusticiable per se, el cual, por lo tanto, como el judío para los antisemitas, sólo merece desaparecer.
Es por este paradójico motivo que, en la conciencia colectiva de la contracultura, 5,1 millones de judíos valen más que 100 millones de “fascistas”, presuntos o reales, exterminados en nombre de la utopía (=felicidad u orgasmo escatológico de las masas). Y es que los “fascistas” no sólo exterminan, tienen la constitutiva y estructural intención de exterminar, conciencia perversa que es, además, su esencia diabólica e inhumana absolutamente merecedora del máximo castigo, a saber: la anihilación pura y simple. Ésta podrá ir precedida de una lúdica tortura –pensemos en Ortega Lara- por parte de los sacerdotes del placer herederos del Marqués. Los crímenes de los fascistas son “más” crímenes y, en definitiva, los únicos crímenes, puesto que no se realizan en nombre del bien, es decir, de “la felicidad” (=orgasmo, colocón, etc.) del mayor número, sino de entidades ficticias y perversas como Alemania, la raza aria, el Estado, la ley, la civilización u otras figuras análogas inventadas por la entidad perversa "responsable" de la muerte. De manera que cuando se les asesina o extermina -a los acusados de “ser” “fascistas”-, no importa la cantidad o el sadismo, visto que la intención de matar fascistas (matafachas, ¿oi?) sería siempre litúrgicamente legítima por definición en el seno de este circulus in probando delirante e irracional.
Inmersos en semejante mundo mágico, ritual, tribal, que se resume en el dogma yo=superior, el otro=inferior, se critican, por ejemplo, las políticas denominadas de exclusión. Y sobre la base de esa crítica, se perpetrará la más radical exclusión, puesto que no depende de otro motivo que del “deseo” progre. Estamos, pues, en el puro racismo de facto, de oriudez teológico-secularizada, en aquel mundo abyecto donde los nazis negaban la validez de lo que el judío dijera por el simple hecho de ser judío y no por la incongruencia lógica o falta de fundamentación de un enunciado, mientras admitían la absurda posibilidad de una física “aria”.
La cosificación del sujeto
La contracultura ha arrastrado a la izquierda radical a un territorio apolítico fundado en la identidad grupal de mercado y, a la vez, en una conciencia petrificada, es decir, en una extrema cosificación externa a base de significantes hipostasiados intercambiables (fetiches, logos), cuyo correlato subjetivo es una interioridad meramente psicológica drenada de todo vínculo con la validez. Así, el LSD –o cualquier otra sustancia psicotrópica- es una cosa, un objeto, pero al mismo tiempo es también un estado de conciencia, un sujeto y, en tercer lugar, un valor, un rango existencial en virtud del cual uno se distingue frente a la pedestre conciencia burguesa… de papá. Significantes-fetiche por un lado (modas, objetos de consumo en el mismo plano semiótico que el famoso cocodrilo de la marca Lacoste) y significados huecos, por otro (intenciones del alma y vacuas pretensiones axiológicas), entrelazados por pautas de conducta cosificantes como el estar colocado (nexo significante-fetiche/significado-utopía hedonista). Emblemas privados de referente entitativo que se reenvían a significados ayunos de correlato real, deliberadamente alucinatorios. Meros atentados a la conciencia trascendental (la “subjetividad constituyente” teorizada por Husserl) o, en términos políticos: a la persona en cuanto fundamento jurídico de la ciudadanía. Estados de la mente desprovistos deliberadamente de todo anclaje en el principio de veracidad, sospechoso de conducir a la muerte, al "fascismo". Ahora bien, nada de esto es ya izquierda, porque la ilustración implica que los individuos y los grupos son juzgados y valorados por lo que hacen, de manera transparente, aportando pruebas y fundamentando los razonamientos morales o políticos en los principios universales de la ética, es decir, respetando el diálogo y la contradicción, remitiendo los discursos a una objetividad que, empero, ha sido expresamente extirpada del universo simbólico izquierdista.
El sistema liberal ha integrado a los radicales mediante la sociedad de consumo. Ha transformado la transparencia y luminosidad racional de la izquierda socialista originaria en opacidad empírica. La ha positivizado como grupo constituido desde la cosa (fetiche) y la sustancia cosificante (psicótropos) en el individuo rebajado a la categoría de mera psique. Ha vuelto del revés como un calcetín el proyecto ilustrado: la luz de antaño significa ahora querer estar ciego (“pillar un buen ciego”). Así, se es más progre por ostentar un pañuelo palestino o ser amigo de ETA que ejerciendo la crítica del genocidio perpetrado por los comunistas o por cualesquiera otras corrientes ideológicas "progresistas". Ya veremos el porqué: las conexiones entre la contracultura y los intereses del liberalismo.
Esta situación representa la definición misma del horror desde el punto de vista ilustrado, pero tiene un sentido en el mundo mercantil de la rebeldía de marca, reconducido a la ley de hierro económica y a los principios del mercado que los teóricos liberales han definido como hostiles a la razón “planificadora” socialista. La subcultura de la transgresión es una bomba liberal que ha destruido desde dentro la cultura de la razón en el seno de la izquierda. Hollywood ha subvertido los patrones de conducta y los valores que definen la ilustración progresista.
Hollywood, es decir, la extrema derecha judía.
Pero ha hecho más: ahora sabemos que alguien "es" de izquierda radical porque olemos a porro y a suciedad, porque el energúmeno, cuyo modus operandi es el de un auténtico perdonavidas, viste de una determinada manera y expresa sus odios a través de determinados mitos cinematográficos. Está muy convencido de su pertenencia al bien absoluto, se siente hiperlegitimado, no duda ni un momento de su intangible superioridad humana. El insulto, la amenaza y la agresión van uno detrás de otro en cuestión se segundos. Se considera muy transgresivo, pero precisamente por eso se pone en evidencia que el sistema de mercado, que basa sus negocios en la transgresión (=moda) para renovar constantemente el ciclo de consumo, ha hecho con este polichinela lo que ha querido. Será así idéntico a la extrema derecha en el significado, pero antifascista en el significante. De manera que, como cualquier matón skin, el guarro tiene muy buena conciencia y una fortísima convicción de su derecho a matar.
Ultraderecha y extrema izquierda, tribu skin y tribu okupa: por ahí empezamos a identificar las auténticas dimensiones de la estrategia liberal que ya entreveró Marx en su crítica del anarquismo (de este aspecto ya nos ocuparemos en su momento).
El colapso intelectual de la izquierda progre
Ultraderecha y extrema izquierda, tribu skin y tribu okupa: por ahí empezamos a identificar las auténticas dimensiones de la estrategia liberal que ya entreveró Marx en su crítica del anarquismo (de este aspecto ya nos ocuparemos en su momento).
El colapso intelectual de la izquierda progre
Esta ruptura de la conciencia izquierdista entre la subjetividad vacía de las intenciones gratuitas y la cosificación estética del grupo, sólo unida por el flotante yo cosificado de la sustancia-sujeto, la droga, el éxtasis sexual o el sacrificio de la víctima del terrorismo o del totalitarismo (el “fascista”), da como resultado el colapso intelectual de la izquierda.
Tomemos como ejemplo un caso bien reciente, a saber, el de Xirinacs. Después de plantear a gente presuntamente "intelectual" y "solidaria" qué hacer con unos crímenes que como izquierdistas radicales arrastran hasta la mismísima actualidad (con el apoyo público a un individuo que se solidariza con ETA, en lugar de hacerlo con los asesinados de un tiro en la nuca) se llega a la conclusión de que la izquierda justifica para sí misma todo aquello que rechaza como fascismo siempre que provenga de otros sectores políticos
Y lo justifica de tres maneras: 1) con el apoyo y la legitimación explícitas; 2) con la justificación tácita basada en el silencio y el olvido de las víctimas sacrificadas en todo el mundo en nombre de las utopías hedonistas; 3) negando los hechos; 4) consagrando la jerga antifascista, es decir, la que se utilizó para “argumentar” el exterminio de los adversarios políticos, acusados todos ellos del elástico delito de ser “fascistas”.
Así pues, la izquierda justifica la censura, la tortura, el terrorismo, la dictadura y el genocidio, que son, a la vez, la definición que ella misma da del fascismo. Justifica todo eso cuando, en el seno del colapsado discurso progre, A pasa a ser no-A, vulnerando la norma básica de la racionalidad y abriendo así la puerta a la barbarie.
La derrota del pensamiento
Ésta es la conclusión a la que llega cualquier persona honesta después de ver cómo banalizan los izquierdistas el genocidio de 100 millones de personas (en el caso de los nazis les caerían 5 años por incitación al odio racial, pero tratándose de la izquierda el sistema lo permite y hasta lo subvenciona, véase la canonización de Carrillo); cómo, en otros casos, lo admiten y lo justifican, diciendo que es lo que “hay” que hacer con los “fascistas” (pensemos, por ejemplo, en la Associació de Tir al Feixista, cambiemos feixista por jueu y tenemos un proceso criminal, pero si es feixista se permite y hasta se fomenta en el Camp Nou mientras, al mismo tiempo, estigmatízase a un directivo por ser miembro de la Fundación Francisco Franco); cómo, en otros casos, no sólo lo legitiman y lo fomentan, sino que incluso te insultan y te amenazan con aplicarte a ti, autor del post, los rigores de la justicia revolucionaria.
ETA ha asesinado a mil personas, incluidos niños que cometieron el error de ser hijos de guardia civiles. Lo lógico sería estar, si uno es de izquierdas y cree en la justicia, del lado de las víctimas. Pero no, ellos se solidarizan con los asesinos y cuando los solidarios van a la cárcel, montan un enorme revuelo y se “manifiestan” por esa misma libertad de expresión que niegan al resto del universo. ¿Ocurre esto porque son nacionalistas? No, no nos equivoquemos, ocurre porque descienden de idéntica ralea intelectual y moral que los marxista-leninistas convictos y confesos que ellos mismos admiten ser.
Un mundo al revés: dicen estar contra las cárceles, pero allí donde llegan al poder lo primero que hacen es organizar el sistema penitenciario más grande del mundo (los gulag) y encerrar dentro a medio país.
Dicen estar a favor de la paz y hasta del “amor”, pero justifican la violencia (que ellos denominan violencia revolucionaria, un tipo especial de masacre exento de peaje moral) y todas las carnicerías contra sus adversarios políticos, incluido el exterminio en masa de inocentes.
Dicen estar contra las torturas, pero cuando pueden te montan un dispositivo de checas y el primer horno crematorio del mundo occidental (en la calle Sant Elies de la ciudad condal) destinado a eliminar los cuerpos de las víctimas, algo de una perfección tan perversa que los propios nazis se admiran y desplázanse a Barcelona a hacer cursillos (el gran maestro era Lenin, por supuesto, no Stalin, como nos quieren hacer creer para, a renglón seguido, "vendernos la moto" ideológica con aquello de que el tipejo era, “en realidad”, fascista).
Dicen estar a favor de la democracia, pero curiosamente la definen como una… dictadura, aunque, eso sí, del proletariado (=comité central del partido=secretario general del partido=yo absolutamente bueno), algo tan extraño que para entenderlo hay que transformar la mente y el alma haciendo todo tipo de contorsiones morales e intelectuales a fin de poder intuir, en un estado de delirio extático, el concepto de “verdadera democracia”, es decir, el poder absoluto de un miserable tirano. Y es que la tribu, la comuna, el grupo contracultural por un lado y la banda terrorista por otro, es lo que queda del partido en estado de descomposición drogodependiente/orgiástico tras la ruptura interna de significante y significado, sujeto y objeto, hecho y validez, con el consiguiente cortocircuito lógico-discursivo.
George Orwell, en su novela sobre la izquierda radical 1984, definió el colapso intelectual de la izquierda como “doblepensar”. Orwell dio en el clavo, fue al fondo del asunto. Así, la izquierda radical define una suerte de patente de corso del devenir histórico que permitiría:
Matar por la paz y la no violencia.
Torturar en nombre de los derechos humanos.
Censurar por mor de la libertad de expresión.
Ser solidario declarándose amigo de los verdugos e ignorando a las víctimas, niños incluidos.
Exterminar poblaciones enteras y perpetrar genocidios para evitar que “Auschwitz vuelva a repetirse".
Su mayor enemigo, y de ahí el colapso intelectual de la izquierda, es la lógica, la razón, la limpieza moral y espiritual que dice que un genocidio es un genocidio (A=A, principio de identidad y fundamento de la lógica, del pensar racional).
Algo muy simple contra lo que sólo queda el insulto, la amenaza y la censura para empezar, y el exterminio en un campo de concentración o el atentado terrorista para terminar.
Hacia el socialismo
Tomemos como ejemplo un caso bien reciente, a saber, el de Xirinacs. Después de plantear a gente presuntamente "intelectual" y "solidaria" qué hacer con unos crímenes que como izquierdistas radicales arrastran hasta la mismísima actualidad (con el apoyo público a un individuo que se solidariza con ETA, en lugar de hacerlo con los asesinados de un tiro en la nuca) se llega a la conclusión de que la izquierda justifica para sí misma todo aquello que rechaza como fascismo siempre que provenga de otros sectores políticos
Y lo justifica de tres maneras: 1) con el apoyo y la legitimación explícitas; 2) con la justificación tácita basada en el silencio y el olvido de las víctimas sacrificadas en todo el mundo en nombre de las utopías hedonistas; 3) negando los hechos; 4) consagrando la jerga antifascista, es decir, la que se utilizó para “argumentar” el exterminio de los adversarios políticos, acusados todos ellos del elástico delito de ser “fascistas”.
Así pues, la izquierda justifica la censura, la tortura, el terrorismo, la dictadura y el genocidio, que son, a la vez, la definición que ella misma da del fascismo. Justifica todo eso cuando, en el seno del colapsado discurso progre, A pasa a ser no-A, vulnerando la norma básica de la racionalidad y abriendo así la puerta a la barbarie.
La derrota del pensamiento
Ésta es la conclusión a la que llega cualquier persona honesta después de ver cómo banalizan los izquierdistas el genocidio de 100 millones de personas (en el caso de los nazis les caerían 5 años por incitación al odio racial, pero tratándose de la izquierda el sistema lo permite y hasta lo subvenciona, véase la canonización de Carrillo); cómo, en otros casos, lo admiten y lo justifican, diciendo que es lo que “hay” que hacer con los “fascistas” (pensemos, por ejemplo, en la Associació de Tir al Feixista, cambiemos feixista por jueu y tenemos un proceso criminal, pero si es feixista se permite y hasta se fomenta en el Camp Nou mientras, al mismo tiempo, estigmatízase a un directivo por ser miembro de la Fundación Francisco Franco); cómo, en otros casos, no sólo lo legitiman y lo fomentan, sino que incluso te insultan y te amenazan con aplicarte a ti, autor del post, los rigores de la justicia revolucionaria.
ETA ha asesinado a mil personas, incluidos niños que cometieron el error de ser hijos de guardia civiles. Lo lógico sería estar, si uno es de izquierdas y cree en la justicia, del lado de las víctimas. Pero no, ellos se solidarizan con los asesinos y cuando los solidarios van a la cárcel, montan un enorme revuelo y se “manifiestan” por esa misma libertad de expresión que niegan al resto del universo. ¿Ocurre esto porque son nacionalistas? No, no nos equivoquemos, ocurre porque descienden de idéntica ralea intelectual y moral que los marxista-leninistas convictos y confesos que ellos mismos admiten ser.
Un mundo al revés: dicen estar contra las cárceles, pero allí donde llegan al poder lo primero que hacen es organizar el sistema penitenciario más grande del mundo (los gulag) y encerrar dentro a medio país.
Dicen estar a favor de la paz y hasta del “amor”, pero justifican la violencia (que ellos denominan violencia revolucionaria, un tipo especial de masacre exento de peaje moral) y todas las carnicerías contra sus adversarios políticos, incluido el exterminio en masa de inocentes.
Dicen estar contra las torturas, pero cuando pueden te montan un dispositivo de checas y el primer horno crematorio del mundo occidental (en la calle Sant Elies de la ciudad condal) destinado a eliminar los cuerpos de las víctimas, algo de una perfección tan perversa que los propios nazis se admiran y desplázanse a Barcelona a hacer cursillos (el gran maestro era Lenin, por supuesto, no Stalin, como nos quieren hacer creer para, a renglón seguido, "vendernos la moto" ideológica con aquello de que el tipejo era, “en realidad”, fascista).
Dicen estar a favor de la democracia, pero curiosamente la definen como una… dictadura, aunque, eso sí, del proletariado (=comité central del partido=secretario general del partido=yo absolutamente bueno), algo tan extraño que para entenderlo hay que transformar la mente y el alma haciendo todo tipo de contorsiones morales e intelectuales a fin de poder intuir, en un estado de delirio extático, el concepto de “verdadera democracia”, es decir, el poder absoluto de un miserable tirano. Y es que la tribu, la comuna, el grupo contracultural por un lado y la banda terrorista por otro, es lo que queda del partido en estado de descomposición drogodependiente/orgiástico tras la ruptura interna de significante y significado, sujeto y objeto, hecho y validez, con el consiguiente cortocircuito lógico-discursivo.
George Orwell, en su novela sobre la izquierda radical 1984, definió el colapso intelectual de la izquierda como “doblepensar”. Orwell dio en el clavo, fue al fondo del asunto. Así, la izquierda radical define una suerte de patente de corso del devenir histórico que permitiría:
Matar por la paz y la no violencia.
Torturar en nombre de los derechos humanos.
Censurar por mor de la libertad de expresión.
Ser solidario declarándose amigo de los verdugos e ignorando a las víctimas, niños incluidos.
Exterminar poblaciones enteras y perpetrar genocidios para evitar que “Auschwitz vuelva a repetirse".
Su mayor enemigo, y de ahí el colapso intelectual de la izquierda, es la lógica, la razón, la limpieza moral y espiritual que dice que un genocidio es un genocidio (A=A, principio de identidad y fundamento de la lógica, del pensar racional).
Algo muy simple contra lo que sólo queda el insulto, la amenaza y la censura para empezar, y el exterminio en un campo de concentración o el atentado terrorista para terminar.
Hacia el socialismo
Conviene advertir que esta izquierda radical no es la izquierda ilustrada originaria, ni siquiera la izquierda socialista, sino la absoluta subversión de la idea misma de progreso humano. Para nosotros, la izquierda hay que buscarla entre los trabajadores, las familias, los estudiantes, no en el mundo marginal que Marx denominaba el lumpen.
La izquierda contracultural, que de forma voluntaria perdió contacto con la realidad del pueblo ya en mayo de 1968, es un instrumento del capital financiero internacional para mantener en perpetuo estado de postración el espacio político del radicalismo socialista.
En otro documento nos referiremos a la izquierda socioliberal, burguesa o naranja, aquella que, en el mundo de la política de partidos, ha puesto los símbolos de la tradición obrera al servicio de la derecha económica. Por el momento, baste constatar un hecho obvio: que la socialdemocracia ya nada tiene que ver con el socialismo y que sus conexiones con la izquierda radical analizada en el presente texto son tan graves, que bastan para interpretar de dónde procede la gigantesca maniobra de agresión que el proletariado europeo está sufriendo en estos momentos y, sobretodo, la indefensión de los ciudadanos de nuestra patria (Europa) ante esta ofensiva capitalista, fundamentalista y neoliberal a escala mundial.
La izquierda contracultural, que de forma voluntaria perdió contacto con la realidad del pueblo ya en mayo de 1968, es un instrumento del capital financiero internacional para mantener en perpetuo estado de postración el espacio político del radicalismo socialista.
En otro documento nos referiremos a la izquierda socioliberal, burguesa o naranja, aquella que, en el mundo de la política de partidos, ha puesto los símbolos de la tradición obrera al servicio de la derecha económica. Por el momento, baste constatar un hecho obvio: que la socialdemocracia ya nada tiene que ver con el socialismo y que sus conexiones con la izquierda radical analizada en el presente texto son tan graves, que bastan para interpretar de dónde procede la gigantesca maniobra de agresión que el proletariado europeo está sufriendo en estos momentos y, sobretodo, la indefensión de los ciudadanos de nuestra patria (Europa) ante esta ofensiva capitalista, fundamentalista y neoliberal a escala mundial.
Jaume Farrerons
La Marca Hispánica
4 de marzo de 2008copyright©adecaf
Versión modificada por motivos legales. Versión original publicada por ADECAF (www.adecaf.com) en enero de 2006 y por la revista de pensamiento "Nihil Obstat" (núm. 9) en otoño de 2007.
AVISO LEGAL: http://nacional-revolucionario.blogspot.com.es/2013/11/aviso-legal-20-xi-2013.html
Artículo de impecable calidad como ya es habitual en ti. En ocasiones he visto reflejadas en la lectura algunas de mis experiencias personales con esos energúmenos, tuve la desgracia de estudiar en la UAB q como sabrás constituye a dia de hoy el templo de la " intelectualidad progre " catalana.
ResponderEliminarCiertamente esta gentuza ha logrado la perversión de la realidad a través del " doblepensar " al q Orwell aludía en su 1984. Pienso en Bin Laden, tiene q ser el colmo q el q ordena tu ejecución sea el premio Nobel de la Paz!!! Me viene a la cabeza también ZP autorizando los vuelos de la CIA a sabiendas q los prisioneros serían torturados sin ninguna garantía procesal. Siguiendo el discurso al q nos tiene acostumbrados imagino q sus palabras serían : " torturado, pero con buen talante ". A todo lo q has escrito añadiría, y esto es cosecha propia, q estos grupos se hallan formados y liderados en su inmensa mayoría por enfermos mentales. Se de lo q hablo pq como te digo los he sufrido en carnes propias. Lo primero q sorprende es su estructura piramidal, su jerarquización prácticamente militarizada, todos tienen algún cargo, delegado, portavoz, secretario... cuando hablas con ellos te das cuenta q en realidad no te escuchan, son incapaces de mantener un diálogo de ideas normal, tienen un discurso previo metido entre ceja y ceja del q no salen, una determinada interpretación de la realidad a la q reconducen a martillazos la lógica de todos los acontecimientos. Como mucho extraerán de tu discurso aquello q refuerze el suyo, pero jamás permitirán ninguna linea de crítica. En el mejor de los casos se parapetarán detrás de su líder: " lo ha dicho... Además siempre aparece el elemento paranoide, la búsqueda incansable de cualquier pequeña desafección o disidencia incluso entre ellos mismos, penada siempre con el ninguneo y el ostracismo. Por último la figura del gurú al q todos rinden pleitesía y deben justificar el más pequeño de sus actos, un verdadero enfermo q adopta siempre una supuesta actitud paternalista, de indiferencia hacia el resto, aludiendo a su presunta superioridad intelectual o moral. Un hijo de perra q se permite el lujo de decidir quien puede vivir y quien debe morir. El gurú, ciertamente es un enfermo mental. Se trata por lo general de personas anodinas y vulgares sin nada en ellas q resalte entre la medianía excepción hecha de su mezquina crueldad. Sin embargo el gurú encuentra la canalización de sus fustraciones, la salida a su psicología patológica precisamente a través del grupo q lidera, de ahí q continuamente necesite de nuevas reivindicaciones e injusticias q denunciar.